– Fue en tiempos remotos, cuando los mongoles éramos los amos de China. El príncipe de Uliassutai, Beltis Van, estaba loco y hacia degollar, sin proceso, si se le antojaba, a quien tuviese la desgracia de desagradarle; de modo que nadie se atrevía a penetrar en la ciudad. Los otros príncipes y los mongoles ricos sitiaron Uliassutai con sus tropas, incomunicándola con el exterior y no permitiendo que nadie entrase o saliese de ella. El hambre se enseñoreó de la plaza cercada. Sus habitantes se comieron los bueyes, carneros y caballos. Por último, Beltis Van resolvió hacer una salida desesperada hacia el Oeste con intención de llegar al territorio de una de sus tribus, la de los Oletos. El y los suyos perecieron en la batalla, sin que sobreviviese ninguno.
Los príncipes, atendiendo al consejo de Hutuktu Bayantu, enterraron los muertos en las pendientes de las montañas que circundan a Uliassutai. Les sepultaron con encantamientos y exorcismos a fin de que la muerte a mano airada desapareciese para siempre del país. Tapáronse las tumbas con pesadas piedras y el Hutuktu profetizó que el mal demonio no saldría de la tierra en que quedaba encerrado hasta el día que se derramase sangre humana sobre las piedras de aquellas tumbas. Esta leyenda tiene entre nosotros hondas raíces.
La profecía se ha realizado. Los rusos han matado en ese paraje a dos bolcheviques, y los chinos a dos mongoles. El espíritu perverso de Baltis Van, escapado de su cárcel de piedra, siega él mismo con su hoz afilada la vida de los nuestros; el joyón ruso Michailoff ha caído también y la muerte se cierne sobre nuestras dilatadas llanuras. ¿Quién podrán ahora detenerla? ¿Quién atará sus manos feroces? Un sinfín de calamidades abruma actualmente a los dioses y a los buenos. Los malos demonios guerrean con los espíritus luminosos. ¿Qué puede hacer el hombre? Morir, solo morir…
PARTE TERCERA
CAPITULO PRIMERO
POR LA RUTA DE LOS GRANDES CONQUISTADORES
El gran conquistador Gengis Kan, hijo de la triste y agreste Mongolia, subió, nos dice una antigua leyenda mongola, a la cima del Karasu Togol y paseó su mirada de águila de Este a Oeste. Al Oeste vio un océano de sangre humana sobre el que flotaba una bruma púrpura que le ocultaba el horizonte. Por aquel lado no pudo descifrar su destino, pero los dioses le ordenaron que marchase hacia el Este llevando con él a todos los guerreros de las tribus mongolas. En el este contempló ricas ciudades, templos resplandecientes, multitudes dichosas, jardines y campos fértiles, y todas aquellas magnificencias le llenaron de alegría.
Entonces dijo a sus hijos: “En el Oeste seré el hierro y el fuego, el Destructor, el Destino vengador; en el Este seré un gran constructor misericordioso y colmaré de venturas a los pueblos y países”.
Tal es la leyenda, bastante exacta por cierto. He seguido en muchos trozos la ruta occidental de Gengis Kan y la he encontrado siempre jalonada por tumbas y ruinas que señalan el paso del implacable conquistador. He recorrido también parte de la ruta oriental del héroe, la que siguió para ir a China. Una noche nos detuvimos en Djirgalantu. El viejo jefe de postillones del urton me reconoció – en uno de mis anteriores viajes a Narabanchi me había hospedado en su casa -, nos recibió con extraordinaria cordialidad y nos contó varias historias durante la cena. Entre otras, haciéndonos salir de la yurta y mostrándonos un pico escarpado, brillantemente iluminado por la luna llena, nos refirió la historia de uno de los hijos de Gengis, que fue más tarde emperador de China, Indochina y Mongolia, el cual, atraído por la belleza del paisaje y las esplendidas praderas de Djirgalantu, fundó allí una colonia. Pronto quedó sin habitantes, porque el mongol es nómada y no puede vivir en ciudades artificiales. La llanura es su morada, y el mundo, su ciudad. Durante algún tiempo fue teatro de las luchas entre chinos y las tropas de Gengis Kan, y luego cayó en olvido. Ahora solo queda una torre arruinada, desde lo alto de la cual, en la antigüedad, arrojaban enormes rocas sobre los asaltantes, y una puerta desmantelada a la que dieron el nombre de Kublai, nieto de Gengis Kan. En el cielo verdoso, chorreando rayos de luna, se recortaba la línea ondulosa de las montañas y la silueta negra de la torre, por cuyas troneras se divisaban alternativamente las nubes fugaces o el resplandor lunar. Cuando nuestro grupo salió de Uliassutai, viajamos sin prisa, haciendo entre cincuenta y cinco y ochenta kilómetros al día, hasta el momento en que llegamos a noventa kilómetros de Zain-Chabi. Allí me despedí de los demás y me dirigí al Sur, a la cita que me había dado el coronel Kazagrandi. Rayaba el alba cuando mi guía mongol y yo, sin acémilas, comenzamos a emprender la ascensión de las sierras bajas y arboladas desde cuyas cimas pude ver aún a mis compañeros, que desaparecieron en el valle. Entonces no me formé idea clara de los numerosos peligros que me aguardaban y que estuvieron a punto de serme fatales en aquella expedición solitaria, que había de durar mucho más tiempo del que yo supuse que duraría. Al cruzar un riachuelo de orillas arenosas, mi guía mongol me refirió que sus compatriotas acudían a él en verano, para buscar oro, a pesar de la prohibición de los lamas. El procedimiento que empleaban es sumamente primitivo, pero los resultados demuestran plenamente la riqueza del yacimiento. El mongol se echa de bruces en el suelo, escarba en la arena con una pluma y sopla en el hoyito formado así. De cuando en cuando, con un dedo mojado, recoge algún grano de oro o pepita minúscula, que guarda en un saquito colgado de su cuello. Este sistema rudimentario le permite obtener unos siete gramos de metal al día.
Decidí efectuar el viaje en una jornada. En cada parada apremiaba a los hombres para que me ensillasen unos caballos lo más rápidos posible. En una de las paradas, a cuarenta kilómetros del monasterio, me facilitaron un caballo salvaje, un garañón blanco. En el instante de ir a montarle y teniendo yo un pie en el estribo, se encabritó y me dio una coz en la pierna, precisamente en el sitio de mi herida. La pierna comenzó a hincharse y a dolerme. Al anochecer divisé los primeros edificios rusos y chinos, y más tarde el monasterio de Zain. Alcanzamos un estrecho río que corre a lo largo de una montaña, en cuya cima había colocadas unas piedras blancas de modo que formaban las letras de una plegaria tibetana. Al pie de la eminencia existía un cementerio de lamas; es decir, un montón de huesos y una jauría de perros. Por fin apareció el monasterio, justamente debajo de nosotros, constituyendo un cuadro rodeado de empalizadas. En su centro se elevaba un gran templo, completamente distinto de los que hasta entonces tenia vistos en el oeste de Mongolia, sin que el estilo, sin embargo, fuese chino o tibetano; era un edificio blanco, de muros perpendiculares, con filas de ventanas de rojos marcos y un tejado de tejas negras, y entre el muro y el tejado un decorado hecho con haces de ramaje procedente de un árbol tibetano cuya madera no se pudre. Otro edificio cuadrado más pequeño se hallaba al Este, comprendiendo unas viviendas rusas unidas por teléfono al monasterio.
– Es la casa del dios vivo de Zain – me explicó el mongol, señalando la pequeña construcción -. Le gustan las costumbres rusas.
En el Norte, sobre una colina de forma cónica, se alzaba una torre que recordaba al Zikkurat de Babilonia. Era el templo donde se custodiaban los libros y manuscritos antiguos, los ornamentos y objetos rotos utilizados anteriormente en las ceremonias religiosas, así como las ropas de los Hutuktus difuntos. Detrás de este museo se yergue un despeñadero abrupto, imposible de escalar. En la cortadura de este precipicio se ven talladas en la piedra, y sin preocuparse de la simetría, bastantes imágenes de dioses lamaístas, de un metro a dos y medio de altura. Los monjes encienden de noche lámparas frente a estos altos relieves, a fin de que desde lejos se puedan ver estas efigies de sus dioses y diosas.