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Entramos en el barrio comercial. Las calles estaban desiertas, y en las ventanas no había más que mujeres y chicos. Me detuve en una tienda rusa de la que conocía algunas sucursales en otros puntos del país. Con gran asombro mío me recibieron como a un amigo. Sepe que el Hutuktu de Narabanchi había avisado a todos los monasterios para que por donde fuese me prestasen ayuda y asistencia, pues a mí debía su salvación el monasterio de Narabanchi, aparte de que, por las señas evidentes de los augurios, yo era un Buda reencarnado, amigo de los dioses. Esta carta del amable Hutuktu me sirvió sobre manera. La hospitalidad de aquellas buenas gentes me proporcionó un gran alivio, pues mi pierna, herida y tumefacta, me hacia sufrir enormemente. Cuando me quité las botas, tenía el pie cubierto de sangre, porque la patada del caballo me abrió de nuevo la herida del tobillo. Mandaron venir un felcher para que me asistiese y curase, y a los tres días pude reanudar el viaje.

No encontré en Zain-Chabi al coronel Kazagrandi. Este, después de aniquilar al destacamento de irregulares chinos que habían matado al comandante, había vuelto a Van Kure. El nuevo comandante me entregó una carta de Kazagrandi, en la que me instaba cariñosamente a visitarle, luego de tomar algún descanso en Zain. Acompañaba a la carta un documento mongol, concediéndome derecho a emplear caballos y carruajes de rebaño en rebaño, por medio del urga, que más tarde describiré, y que me abrió, sobre la vida mongola y el país, horizontes que sin él no hubiera conocido nunca. Ese viaje, de más de trescientos kilómetros, representaba un exceso de fatigas que hubiese evitado con gusto; pero Kazagrandi, a quien todavía no había encontrado, tenía sobradas y serias razones para desear verme.

A la una del día siguiente a mi llegada recibí la visita del mismo dios del lugar, Gheghen Pandita Hutuktu. No cabe imaginar una aparición de dios más extraña y extraordinaria. Era un joven de veinte a veintidós años, pequeño, flaco, de movimientos vivos y nerviosos, de rostro expresivo, iluminado y dominado, como las fisonomías de todos los dioses mongoles, por unos ojos grandes y atemorizados. Vestía un uniforme ruso de seda azul, con charreteras de oro que tenían grabadas las cifras peculiares del Hutuktu Pandita; un pantalón blanco de atracan de seda, rematado por un pompón amarillo. De su cinturón colgaba un revólver y una espada. No sabía qué pensar de aquel dios de opereta. Tomó una taza de té y empezó a hablar, mezclando el mongol y el ruso:

– No lejos de mi Kure se halla el antiguo monasterio de Erdeni Dzu, erigido en el emplazamiento de las ruinas de Karacorum, antigua capital de Gengis Kan. Kublai Kan le visitó con frecuencia, y fue en peregrinación a aquel santuario para descansar de sus fatigas, porque era emperador de China, de las Indias, Persia, Afganistán, Mongolia y de la mitad de Europa. En la actualidad solo quedan ruinas y tumbas para marcar el sitio de aquel lozano jardín de los días de bienandanza. Los piadosos monjes de Barun Kure han encontrado en unas cámaras subterráneas unos manuscritos más antiguos aún que Erdeni Dzu. allí ha sido donde mi Maramba Metchik-Atak ha descubierto una preedición según la cual el Hutuktu de Zain que lleve el titulo de Pandita, cuente con veintiún años, haya nacido en el riñón de las tierras de Gengis Kan, y tenga en el pecho el signo natural de la svástica, será honrado por el pueblo en una época de grandes guerras y espantosas calamidades, comenzará la lucha contra los servidores del mal rojo, a quienes vencerá, restablecerá el orden en el mundo y celebrará tan dichoso día en la ciudad, erigiendo templos blancos y echando al vuelo a la vez más de diez mil campanas. ¡El Pandita Hutuktu soy yo! Los signos y símbolos existen en mi persona. Yo exterminaré a los bolcheviques, servidores del diablo rojo, y descansaré en Moscú de mi gloriosa labor. Por eso he rogado al coronel Kazagrandi que me aliste en las tropas del barón Ungern y me permita combatir. Los lamas pretenden impedir que me vaya; pero ¿quién es el dios de aquí? – y golpeó el suelo con el pie, sumamente enojado, mientras que los lamas y la guardia que le acompañaban inclinaron la cabeza, reverenciosamente.

Al despedirme me ofreció un hatyk, y, rebuscando en mis maletas, encontré el único artículo que podía considerarse digno de ser regalado a un Hutuktu: una botellita de osmiridium, ese raro y natural asociado del platino.

– Este es el más estable y duro de los metales – dije -. ¡Que sea el símbolo de vuestra gloria y de vuestro poder, Hutuktu!

El pandita me dio las gracias, instándome a que le devolviese la visita. Cuando me sentí mejor de de la herida, fui a verle: su casa estaba arreglada a la europea, pues tenía luz eléctrica, timbres y teléfono. Me obsequio con vino y pastas y me presentó a dos interesantes personajes. El uno era un viejo cirujano tibetano, señalado por la viruela, de nariz abultada y mirada bizca. Su fama profesional se extendía por todo el Tíbet, y sus funciones consistían en tratar y curar a los Hutuktus cuando estaban enfermos y envenenarlos si se mostraban demasiado independientes o extravagantes o en el caso de que su política no concordase con los deseo del Consejo de Lamas que asesoraban al Buda vivo o al Dalai Lama. En este momento, Pandita Hutuktu reposa probablemente en la paz eterna, en la cumbre de la montaña sagrada, a la que habrá sido mandado por la solicitud de su excepcional médico de cámara. El espíritu guerrero de Pandita Hutuktu estaba muy mal visto por el Consejo de Lamas, que protestaba del carácter aventurero de ese dios vivo.

Pandita era aficionado al vino y al juego. Un día, a la sazón, que se hallaba con unos rusos, vestido a la europea, algunos lamas llegaron corriendo a anunciarle que el servicio divino había comenzado y que debía ocupar su puesto en el altar. Pero Pandita no se acordaba de su papel celestial, ocupado en jugar a las cartas, y sin inmutarse lo más mínimo se puso su manto rojo de Hutuktu sobre el terno gris europeo y se dejó conducir en su palanquín por los escandalizados lamas.

A la vez que al cirujano envenenador, conocí en casa del Hutuktu a un joven de trece años, cuya mocedad, túnica roja y cabellos cortos me hicieron suponer que era un gandi o estudiante, sirviente de Pandita; pero comprendí después que me había equivocado. Aquel joven era el primer Hubilgan, también Buda encarnado, hábil decidor de la buenaventura y sucesor de Pandita Hutuktu. Borracho, impertinente y jugador empedernido, se complacía en burlarse con donaire de todo el mundo, lastimando profundamente la dignidad de los lamas.

El mismo día hice amistad con el segundo Hubilgan que vino a visitarme: era el verdadero administrador de Zain-Chabi, posesión independiente bajo el dominio directo del Buda vivo. Este hubilgan era un hombre de treinta y dos años, grave, ascético, excelentemente educado y muy versado en ciencias mongolas. Sabia ruso, leía mucho en este idioma y se interesaba especialmente por la vida y la historia de los demás pueblos. Sentía gran respeto al genio creador del pueblo americano, y me dijo:

– Cuando vayáis a America, pedid a los americanos que vengan aquí para sacarnos de las tinieblas que nos envuelven. Los chinos y los rusos nos arrastrarán a la ruina. Solo los americanos pueden salvarnos.

Con inmensa satisfacción transmito la petición de aquel mongol conspicuo y su invocación al pueblo americano. ¿Por qué no saca a esa nación honrada, sumida en la sombra y la opresión? ¿Por qué dejarla perecer? El alma mongola es rica en fuerzas morales. Haced de aquellas buenas gentes un pueblo ilustrado, enseñadles a utilizar los bienes que poseen, y la noble patria de Gengis Kan os lo agradecerá eternamente y os será siempre fiel.

Cuando me repuse del todo, el Hutuktu me invitó a viajar en su compañía hasta Erdeni Dzu, lo que acepté complacido. Al día siguiente pusieron a mi disposición un carruaje ligero y cómodo. Nuestra excursión duró cinco días, y en el curso de ella visitamos Erdeni Dzu, Hoto Zaidam y Hara Balgasun. Son las ruinas de tres monasterios y las ciudades construidas por Gengis Kan y sus sucesores Ugadai Kan y Kublai en el siglo XIII. De ellas no restan más que las murallas y las torres, unas tumbas pétreas y libros de leyendas y gestas.