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– ¡Mirad estas tumbas! – me dijo el Hutuktu -. Aquí fue sepultado el hijo de Jan Uyuk. Dos chinos le compraron para que matase a su padre; pero su hermana impidió el crimen, matando ella misma al joven príncipe para proteger a su anciano padre emperador. Aquí está la tumba de Tsinilla, la amadísima mujer de Kan Mangu, la cual abandonó la capital China para resistir en Jarga Bolgasun, donde se enamoró del esforzado pastor Damcharen, quien, montado a caballo, corría más que el viento y cogía los yaks y los caballos salvajes con sus manos después. El Kan, furioso, hizo estrangular a la infiel; pero la sepultó en seguida con honores imperiales, e iba con frecuencia a llorar sobre su tumba sus ilusiones perdidas.

– ¿Y qué fue de Damcharen? – le pregunté.

El Hutuktu lo ignoraba; pero su viejo servidor, que conocía todas las leyendas, repuso:

– Con la ayuda de los feroces bandidos chahars, luchó contra los chinos bastante tiempo y no se sabe cómo murió.

En ciertas épocas los monjes van a rezar a las ruinas y escudriñaban en ellas en busca de los libros u objetos sagrados escondidos o enterrados en los escombros. Últimamente encontraron dos fusiles chinos, dos anillos de oro y voluminosos legajos de manuscritos atados por correas.

– ¿Por qué atrajo esta región a los poderosos emperadores y Kanes que reinaron del Pacifico al Adriático? – me pregunté -. No sería ciertamente por sus montañas, por sus valles poblados de abedules y pobos, por sus vastas extensiones arenosas, sus lagos recónditos y sus pedregales estériles.

Los grandes emperadores, recordando la visión de Gengis Kan, buscaron aquí nuevas revelaciones y modernas profecías relativas a su milagroso y majestuoso sino, rodeado de honores divinos, de obediencia y de odio. ¿Dónde podían mejor ponerse en contacto con los dioses los buenos y los malos espíritus que en la propia residencia de estos seres sobrenaturales? Toda la región de Zain, salpicada de ruinas venerables, es el lugar más apropiado para ello.

– A esta montaña solo pueden subir los descendientes directos de Gengis Kan – me afirmó Pandita -. A media noche, el hombre vulgar se sofoca y muere si quiere seguir subiendo. Hace tiempo que unos cazadores mongoles persiguiendo a una manada de lobos penetraron en la región y perecieron todos. En sus laderas abundan las osamentas de águilas, búfalos y de esos antílopes kabarga que corren ligeros y rápidos como el viento. allí habita el demonio infame que posee el libro de los destinos humanos.

Me expliqué el fenómeno.

En el Cáucaso occidental trepé una vez por una montaña entre Sujun Kalé y Tupsei, donde perecen los lobos, las águilas y las cabras montesas. Los hombres sucumbían también si no atravesasen a caballo la funesta región. La tierra produce ácido carbónico que se desprende de las faldas de la montaña, destruyendo la vida animal. El gas se adhiere al suelo, formando una capa, de unos cincuenta centímetros de espesor. Los jinetes pasan por encima de este baño gaseoso y los caballos levantan la cabeza, resoplan y relinchan de miedo hasta que han cruzado la zona peligrosa. Aquí, en la cima del monte, donde el mal demonio hojea el libro de los designios misteriosos, acontece el mismo fenómeno y comprendí el terror sagrado de los mongoles, así como la atracción irresistible que el lugar ejerce en los descendientes de Gengis Kan, hombres altos, casi gigantes. Sus altivas cabezas sobresalen de las capas del gas venenoso, de modo que pueden alcanzar la cúspide de la terrible y despiadada montaña. También atribuí el fenómeno a una causa geológica, la de que allí estuviese el límite meridional de los yacimientos hulleros que producen el ácido carbónico y el gas de los pantanos.

No lejos de las ruinas que cubren las tierras de Hun Doptchin Djamtso hay un pequeño lago que algunas veces arde con llamas rojas, aterrorizando a los mongoles y a los caballos. Naturalmente, el lago es un vivero de leyendas. Dicen que allí cayó un meteoro y se hundió profundamente en el suelo. La excavación producida dio origen al lago. Aseguran igualmente que los moradores de los parajes subterráneos, mitad hombres, mitad demonios, trabajan para extraer la piedra celeste de su hondísimo álveo, pero que ella enciende el lago cuando la levantan, y cae de nuevo a pesar de sus esfuerzos. No he visto ese lago; pero un colono ruso me explicó que sin duda había petróleo en la superficie de sus aguas y que las hogueras de los pastores, o más bien los rayos ardientes del sol, lo incendiaban.

Sea como sea, todo esto nos ayuda a comprender el atractivo de este país para los conquistadores mongoles. Karakorum fue lo que me causó impresión más fuerte. Allí vivió el cruel y sabio Gengis Kan y concibió sus magnos proyectos: ahogar el Oeste en sangre y esparcir por el Este un esplendor tal, que nunca pudiera extinguirse. Gengis Kan fundó dos Karakorum: una cerca de Tatsagol, en la ruta de las caravanas; otra en el Pamir, donde los campeones melancólicos sepultaron a los grandes conquistadores en un mausoleos construido por quinientos cautivos, que fueron sacrificados, a mayor gloria del difunto, cuando terminó la obra.

El guerrero Pandita Hutuktu murmuró una plegaria sobre las ruinas, por las que erraban las sombras de aquellos potentados que habían reinado en la mitad del mundo; su alma ardía en deseos de realizar las mismas hazañas quiméricas y de elevarse a la altura de Gengis Kan y Tamerlán.

A nuestro regreso fuimos invitados, a alguna distancia de Zain, por un rico mongol que tenia ya preparadas sus yurtas, adornadas para el caso con lujosas alfombras y cortinajes de seda. El Hutuktu aceptó. Nos instalamos en los muelles cojines de las yurtas, mientras que el Hutuktu bendecía al mongol, tocándole la cabeza con su santa mano después de recibir los hatyks.

Nuestro huésped hizo traer un carnero entero guisado en una enorme cazuela. El Hutuktu cortó una pierna y me la ofreció, quedándose con la otra. Luego tendió un buen trozo de carne al más joven de los hijos del dueño de la tienda y dio su venia para que empezase el festín. En un guiñar de ojos el carnero fue descuartizado y los pedazos distribuidos entre los convidados. Cuando el Hutuktu hubo arrojado al fuego los huesos blancos completamente montados, el huésped, de rodillas, retiró del fuego un fragmento de piel de carnero y se lo presentó con las dos manos ceremoniosamente al Hutuktu. Pandita se puso a raspar la lana y las cenizas con su cuchillo, cortó la piel en delgadas tiras y saboreó el exquisito manjar. Esta es la parte que cubre el esternón y se llama en mongol tarach; es decir, flecha. Cuando despedazan un carnero, arrancan esta parte, que colocan sobre las brasas, tostándola a fuego lento. Preparado así este pedazo, el más selecto del animal, se brinda al invitado de más categoría. La costumbre no permite repartirlo.

Terminada la cena, nuestro anfitrión propuso una cacería de musmones, pues sabia que una manada de ellos pasaba por las montañas a mil quinientos metros de las yurtas. Nos trajeron caballos ricamente ensillados. Todos los arreos de la montura de Hutuktu estaban adornados con gallardetes rojos y amarillos marcados con su escudo. Nos daban escolta unos cincuenta jinetes.

Cuando echamos pie a tierra nos apostamos detrás de las rocas a eso de trescientos pasos uno de otro, y los mongoles precipitaron el movimiento envolvente en torno de la montaña. Al cabo de media hora vi brillar una cosa en la cima y pronto divisé un estupendo musmón que brincaba de peña a peña dando saltos prodigiosos; tres él pasó como un rayo un grupo de unas veinte cabezas. Pensé que los mongoles habían hecho mal el cerco y empujando el rebaño hacia un lado antes de completarlo; pero, afortunadamente, me engañé. En efecto, junto a una roca, precisamente enfrente de nosotros, surgió un mongol agitando las manos. Solo el animal que iba primero continuó su marcha sin espanto, pasando al lado del ojeador, pues el resto del rebaño cambió bruscamente de dirección y se precipitó hacia mí. Rompí fuego y cayeron dos animales. El Hutuktu derribó uno y un antílope almizclado que salió de improviso entre unos peñascos. El mejor par de cuentos pesaba aproximadamente treinta libras y pertenecía a un joven musmón.