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Otras raíces más recias formaron la armadura; el techo se componía de estacas y ramas entrecruzadas, que completé por medio de piedras para darle estabilidad y con nieve para proporcionarle calor. El acceso a la choza estaba abierto siempre, pero constantemente preservado por la naida protectora. En este antro, cubierto de nieve, pasé dos verdaderos meses de estío, sin ver ni ninguna criatura humana, sin contacto con el mundo exterior, donde se desarrollaban tan importantes acontecimientos.

En aquella tumba, bajo las raíces del derribado cedro, viví cara a cara con la Naturaleza, teniendo por únicas compañeras a todos los instantes mis penas y mis inquietudes concernientes a mi familia y la ruda lucha por la vida. Iván se fue el segundo día y me dejó un saco de galletas y un poco de azúcar. No he vuelto a verle.

CAPITULO III

LA LUCHA POR LA VIDA

Entonces me quedé solo. En torno mío no había más que los bosques de cedros eternamente verdes, revestidos de nieve, los desnudos zarzales, el río helado, y así, en cuanto alcanzaba la vista, ramas y troncos de árboles, o sea el inmenso océano de cedros y de nieve. ¡Taiga siberiana! ¿Cuánto tiempo tendré que vivir contigo? ¿Me encontraran aquí los bolcheviques? ¿Averiguarán mis amigos dónde estoy? ¿Qué será de mi familia? Todas estas preguntas acudían constantemente a mi cerebro con insistencia desoladora. Pronto comprendí por qué Iván me había servido de guía con tanto interés. Cierto que pasamos por varios parajes tan ocultos y apartados de los hombres como este, en los que Iván me hubiera podido haber dejado en plena seguridad; pero siempre me aseguró que me conduciría a un lugar donde la vida siempre me sería relativamente fácil. En efecto, el encanto de este refugio solitario en la selva de cedros, las montañas cubiertas de esos bosques que se extienden por todas partes hasta el horizonte. El cedro es un árbol fuerte y espléndido, de ramaje ostentoso, tienda perpetuamente verde, que atrae, bajo su protección, a todos los seres vivos. Entre los cedros, la vida se halla sin cesar en efervescencia. Las ardillas saltaban incansables de árbol en árbol con bullicioso estrépito; los cascanueces lanzaban sus agudos gritos; una bandada de cardenales, de pechugas encarnadas, pasaba entre las ramas como una llamarada; un pequeño ejército de jilgueros hacia irrupción, poblando con sus silbidos el anfiteatro de verdura; una liebre brincaba de mata en mata, y tras ella, a hurtadillas, seguíala la sombra apenas visible de un blanco armiño arrastrándose sobre la nieve, al que aceché largo rato, sin perder de vista el punto negro, que bien sabía que era el extremo de su cola; un noble gamo se aproximaba, adelantándose con precaución sobre la nieve endurecida; en fin, desde lo alto de la montaña vino a visitarme el rey de la selva siberiana: el oso pardo. Todo esto me distrajo, expulsó las negras ideas de mi espíritu, me alentó a perseverar. También me gustaba, aunque era muy difícil, trepar hasta la cima de la montaña; esta se desprendía del bosque y desde ella podía abarcar con la mirada hasta la línea roja del horizonte. Era la escarpada y rojiza orilla opuesta del Yenisei. Allá se extendían los países y las ciudades, allá vivían los amigos y los enemigos, y hasta pensé haber determinado el punto dende residía mi familia. Tal era el motivo por el cual Iván me había llevado allí. A medida que transcurrieron los días en aquella soledad, comencé a echar de menos amargamente su compañía, pues si bien era el asesino de Gavronsky, se había cuidado de mí como un padre, ensillándome siempre el caballo, partiendo la madera y haciendo cuanto podía para asegurar mi comodidad. Iván había pasado numerosos inviernos con sus pensamientos, frente a frente con la Naturaleza, cara a cara con Dios. Había experimentado los horrores de la soledad y aprendido a soportarlos. A veces creí que si la muerte viniese a buscarme a mi solitario rincón, dedicaría cuanto me restase de fuerza para arrastrarme hasta la cima de la montaña con objeto de poder ver, antes de morir, por encima del mar infinito, de las montañas y de los bosques, el punto donde se hallaban los amados de mi corazón.

No obstante, esa vida me proporcionaba amplia materia de reflexión, y más aún de ejercicio físico. Era una lucha continua por la existencia, dura y áspera. El trabajo más penoso consistía en la preparación de los gruesos leños para la naida. Los troncos de los árboles derribados estaban cubiertos de nieva y pegados al suelo por las heladas. Tuve que desenterrarlos, y luego, con la ayuda de un largo bastón a modo de palanca, levantarlos de sus puestos. Para facilitar la tarea, me aprovisionaba de ellos en la montaña, porque, aunque difícil de escalar, su declive permitía hacer rodar los troncos cuesta abajo. Pronto realicé un espléndido descubrimiento: cerca de mi abrigo encontré una enorme cantidad de alerces, esos gigantes del bosque, magníficos y sin embargo tristes, caídos a causa de un terrible huracán. Sus troncos estaban cubiertos de nieve, pero permanecían adheridos aún a sus raíces, el acero se hundió por completo y me costó gran esfuerzo poderlo retirar, debido a que aquellas se hallaban llenas de resina. Los trozos de esa madera se inflamaban con la más leve chispa, por lo cual hice buen acopio de ellos para encenderlos con rapidez y calentarme las manos cuando volvía de caza o para hervir el agua del té.

La mayor parte de los días la pasaba cazando. Llegué a comprender que me rea preciso reglamentar diariamente el empleo del tiempo, a fin de distraerme de mis tristes y deprimentes pensamientos. Generalmente, después del té de la mañana iba al bosque en busca de urogallos. Luego de matar uno o dos, empezaba a preparar mi almuerzo, siempre ajustado a un sencillo menu, pues se componía de caldo de aves con un puñado de galletas, seguido de interminables tazas de té, bebida imprescindible en los bosques. Un día, estando de caza, oí un ruido en los espesos matorrales, y al mirar atentamente en torno mío, divisé las puntas de los cuernos de un venado. Trepé hacia él; pero el animal, desconfiado, sintió que me acercaba y, con gran estruendo, salió precipitadamente de la espesura: vile con claridad detenerse en la ladera de la montaña después de haber recorrido unos trescientos pasos aproximadamente. Era un estupendo ejemplar de pelaje gris oscuro, de espinazo casi negro y del tamaño de una vaca pequeña. Apoyé mi carabina en una rama y disparé. El animal dio un gran salto, corrió algunos pasos y cayó. Jadeante me acerqué a él; pero se levantó, y medio saltando, medio arrastrándose, subió montaña arriba. Una segunda bala le detuvo. Gané una buena alfombra para mi choza y abundante provisión de carne. Además, coloqué su cornamenta en las ramas de mi pared y me sirvió de magnífica percha.

A pocos kilómetros de mi morada presencié una curiosa escena. Había allí un lodazal cubierto de hierbas y esmaltado de arándanos; donde urogallos y perdices acudían habitualmente para comer bayas. Me acerqué sin hacer ruido por detrás de las matas y vi toda una bandada de gallos silvestres escarbando en la nieve en busca de bayas. Mientras contemplaba la escena, de improviso, una de las aves remontó el vuelo, y las demás, asustadas, la imitaron inmediatamente.

Con gran sorpresa mía, la primera comenzó a elevarse, describiendo espirales y luego se desplomó derrepente, como fulminada. Cuando me aproximé al cuerpo del ave muerta, salto de junto a él un armiño rapaz que se ocultó debajo del tronco de un árbol caído. El cuello de la victima estaba desgarrado. Entonces comprendí que el armiño se había lanzado sobre el gallo y que, cogido a su cuello, había sido elevado en el aire con el pobre bicho, cuya sangre estaba chupando, ocasionando el pesado desplome que presencié.