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A la mañana siguiente de nuestro regreso a Zain-Chabi, hallándome del todo restablecido, decidí proseguir mi viaje a Van Kure. Me despedí del Hutuktu, quien me regaló un hermoso hatyk y se deshizo en elogios del obsequio que le hice el primer día.

– ¡Es un remedio admirable! – exclamó -. Confieso que nuestra excursión me había fatigado algo, pero he tomado vuestra medicina y me he quedado como nuevo. Gracias, muchas gracias.

El pobre mozo se había tragado mi osmiridio. Seguramente que no podía sentarle mal, pero lo sorprendente era que le hubiese fortalecido. Quizá los doctores occidentales deseen ensayar este nuevo reconstituyente, inofensivo y poco costoso; en el mundo no hay más que ocho libras de ese metal. Por mi parte reclamo únicamente los derechos del producto en Mongolia, Barga, Sinkianng, Kuku-Nor y los demás países del Asia central.

Un viejo colono ruso me sirvió de guía. Me facilitaron un coche ligero y cómodo, tirando de una manera curiosa. Una pértiga de cuatro metros de larga iba perpendicularmente en la delantera de las varas. Dos jinetes a cada lado cogían esta pértiga en lo alto del arzón de su silla y galopaban arrastrando mi carruaje por la llanura. A la zaga corrían otros cuatro jinetes con sendos caballos de repuesto.

CAPITULO II

¡ALTO!

Como a dieciocho kilómetros de Zain, y desde lo alto de un cerro, divisamos, serpenteados en el valle, una fila de jinetes, a los que encontramos media hora más tarde en la orilla de un río profundo y cenagoso. Aquel grupo se componía de mongoles, buriatos y tibetanos, armados con fusiles rusos. Al frente de la columna cabalgaban dos hombres, uno de los cuales llevaba un enorme gorro negro de atracan y una capa de fieltro también negra con capucha roja, al estilo del Cáucaso. Este jinete me interceptó el paso, y con voz brutal y grosero ademán, me dijo:

– ¡Alto! ¿Quién sois? ¿Adónde vais y de dónde venís?

Contesté lacónicamente. Entonces me explicaron que su destacamento pertenecía a las fuerzas del barón Ungern y estaba a las órdenes del capitán Vandaloff.

– Yo soy el capitán Bezrodnoff, juez militar.

Y se echó a reír a mandíbula batiente. Su fisonomía, insolente y estúpida, me desagradó, por lo que, saludando a los oficiales, hice intención de continuar la marcha.

– ¡Ah, no! ¡Repito que alto! – gritó el militar, cerrándome el paso nuevamente -. No le autorizo a que siga adelante. Tenemos que hablar de cosas serias, largo y tendido, y para ello regresareis conmigo a Zain.

Protesté y le enseñé la carta del coronel Kazagrandi, pero respondió fríamente:

– Esta carta interesa al coronel Kazagrandi y que volváis a Zain conmigo me importa a mí. Ahora entrégueme sus armas.

Me negué a cumplir esta orden, jugándome la vida por mi desobediencia.

– Escuchad – le dije -. Seamos francos. ¿Peleáis, en realidad, contra los bolcheviques o pertenecéis al ejército rojo?

– No, no; os lo juramos – respondió el oficial buriato, Vandaloff, acercándose a mí -. Hace tres años que estamos en lucha con ellos.

– Pues siendo así, me es imposible entregaros mis armas – repuse con calme -. Las he traído de la Siberia soviética, me han servido en muchos combates y no consiento en rendirlas a unos oficiales blancos. Es una afrenta que no puedo tolerar.

Diciendo esto, tiré al río mi fusil y mi revólver. Los oficiales se mostraron avergonzados. Bezrodnoff se puso encendido de rabia.

– Os he ahorrado, y a mí también, una humillación – le añadí.

Bezrodnoff, callado, dio media vuelta a su caballo. El destacamento, de trescientos hombres, desfiló delante de mí: solo dos jinetes se detuvieron, mandaron a mis mongoles que cambiasen de dirección y se colocaron detrás de mi pequeña comitiva. ¡Estaba preso! Uno de los soldados que me custodiaba era ruso y me dijo que Bezrodnoff llevaba con él numerosas sentencias de muerte. Seguramente la mía figuraba entre ellas.

¿Para qué haberse abierto paso entre las partidas de rojos, haber sufrido hambre y frío y desafiado a la muerte en el Tíbet, si mi estrella era caer sin gloria bajo las balas de los mongoles de Bezrodnoff? Verdaderamente, no vale la pena haber viajado y luchado tanto, ni venir de tan lejos a costa de sobresaltos y riesgo casi constantes. En cualquier puesto de la checa, en Siberia, hubiese tenido el mismo fin.

Cuando llegamos a Zain-Chabi registraron mi equipaje y Bezrodnoff empezó a interrogarme minuciosamente sobre los acontecimientos que habían ocurrido en Uliassutai. Conversamos cerca de tres horas, durante las cuales procuré defender a todos los oficiales de Uliassutai, asegurando que los informes de Domojiroff carecía de veracidad. Debí convencerles, porque como remate de la entrevista, el capitán se levantó y me presentó sus disculpas por haber interrumpido mi viaje. Luego me ofreció un magnifico máuser con incrustaciones de plata y me dijo:

– Vuestra altivez me ha satisfecho mucho. Os ruego que aceptéis esta arma en recuerdo mío.

Al día siguiente volví a salir de Zain-Chabi, llevando en el bolsillo el pasaporte de Bezrodnoff para sus centinelas.

CAPITULO III

VIAJE CON “URGA”

Una vez más recorrí los sitios ya vistos, el cerro desde donde divisé el destacamento de Bezrodnoff, el río al que tiré mis armas, y pronto quedó todo detrás de mí. En la primera parada experimenté la desagradable sorpresa de no encontrar en ella caballos. En la yurta se hallaba el posadero y dos de sus hijos. Le mostré mi documento y exclamó:

– El noyón tiene derecho al “urga”. Descuidad, que en seguida os traeré caballos.

Montó en una yegua, llevó con él dos de sus mongoles, y provistos de largas varas de cuatro a cinco metros de largo, terminadas en un extremo por un rizo de cuerda, los tres hombres salieron a galope. Mi coche los guió. Abandonamos el camino, cruzamos la llanura, y al cabo de una hora dimos con un rebaño de caballos que pastaban en una verde pradera. El mongol cogió algunos, sirviéndose de su vara provista del nudo corredizo llamado “urga”. De las montañas vecinas acudieron a escape los propietarios del rebaño. Cuando el viejo mongol les enseñó mis papeles, asintieron sumisos y designaron a cuatro de sus hombres para reemplazar a los que me habían acompañado. Los mongoles viajan así; en vez de pasar por las paradas de postas, van de rebaño en rebaño, atrapan con la “urga” caballos de refresco, los hacen ensillar y los nuevos propietarios sustituyen a los antiguos guías. Todos los mongoles sujetos a acatar el derecho al “urga” se afanan para cumplir su compromiso con la mayor rapidez posible y galopan a toda velocidad en la dirección indicada, hacia la dehesa más próxima, a fin de transmitir su obligación al ganadero inmediato. Un viajero con derecho a “urga” puede apoderarse de los caballos que necesite, y si no encuentra guardas, tiene atribuciones para continuar con los que tenga, dejando las bestias cansadas en el rebaño donde realiza la nueva aprehensión. Esto sucede raras veces, porque al mongol no le gusta ir a buscar sus animales a un rebaño perteneciente a otro, por temor a las discusiones a que ello pudiera dar lugar.