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Según los naturales del país, la ciudad de Urga debe este nombre, puesto por los extranjeros, a esta pintoresca costumbre. Los mongoles la llaman siempre Ta Kure; es decir, gran monasterio. Los buriatos y los rusos, que fueron los primeros en comerciar en la región, la denominaron Urga por que era la meta de todas las expediciones comerciales que atravesaban las llanuras usando ese sistema de relevos. Hay una segunda explicación: la de que la ciudad está en un lazo formado por tres cadenas de montañas, siendo el río Tola, que corre entre ellas, como la vara a cuyo extremo se halla el “urga” peculiar de aquellas llanuras.

Merced al derecho de “urga”, crucé regiones de Mongolia desconocidas a los viajeros, recorriendo más de trescientos kilómetros. Esto me permitió estudiar la fauna de esa parte del país. Vi enormes rebaños de antílopes (wapiti) y antílope almizclado (abarga). A veces, visión fugaz en el horizonte, pasaban como un relámpago pequeños rebaños de caballos salvajes o de onagros.

En cierto sitio observé una importante colonia de marmotas. En un espacio de varios kilómetros cuadrados se distinguían perfectamente sus montículos y las bocas que dan acceso a las madrigueras. Por entre esos montículos circulaban los animales amarillo-grises o pardos, de todos los tamaños, teniendo los más grandes el de la mitad e un perro ordinario. Corrían torpemente y su piel parecía flotar como si fuese demasiado ancha para sus cuerpos repletos. Las marmotas son notables “prospectores” y cavan sin cesar hondas zanjas, echando las piedras a la superficie. En numerosos lugares los montecillos estaban hechos de mineral de cobre, y más al Norte, encontré minerales conteniendo wolfran y vanadio. Cuando la marmota se planta a la entrada de su agujero, se sienta descansando sobre las patas traseras y se confunde con un leño, un tronco o una piedra. En cuanto ve un jinete, le invade la curiosidad y se pone a silbar en tono agudo. Los cazadores aprovechan la curiosidad de las marmotas para aproximarse a sus boquetes, agitando banderines puestos en el extremo de largas picas. Toda la atención del animal se concentra en la llamativa tela, y la bala que va a herirle le explica la razón de ser del desconocido objeto.

Presencié una escena muy interesante al pasar por en medio de una colonia de marmotas, cerca de un río llamado el Orjon. Había allí millares de madrigueras, por lo cual mis mongoles tuvieron que emplear toda su destreza para evitar que los caballos diesen un tropezón que hubiera podido romperles una pata. Sobre nuestras cabezas, pero muy alto, volaba un águila describiendo círculos. De repente cayó cual una piedra sobre un montículo y quedó en su cúspide inmóvil como una roca. La marmota, algunos minutos después, salió de su escondrijo para comadrear con una vecina. El águila saltó con calma de donde estaba y tapó la boca de la madriguera con una de sus alas. La marmota, al oír el ruido, se volvió, preparándose para el ataque, a fin de penetrar por la fuerza en su soterrado, pues evidentemente había dejado en él a su cría. Empezó la lucha. El águila peleaba con su ala libre, una pata y el pico, y continuaba obstruyendo la entrada. La marmota se arrojó valientemente contra el ave de rapiña, pero no tardó en ser vencida, herida de un tremendo picotazo. Solo entonces retiró el águila su ala, se acercó a la marmota, la remató y no sin dificultad la elevó en sus garras para devorarla en la montaña.

En los parajes más áridos, donde apenas hay unas briznas de hierba, aquí y allá, existe otra especie de roedor, llamado imurán, que suele tener el tamaño de una ardilla. Su pelaje es del mismo color que la pradera, por lo que se escurren como las serpientes, recogiendo los granos diseminados por el viento y acarreándolos a sus reducidas guaridas. El imurán cuenta con una amiga fieclass="underline" la alondra amarilla de los prados, de cabeza morena. Este pájaro, cuando ve al imurán corretear por la llanada, se posa sobre él, aletea para mantenerse en equilibrio y se hace llevar a galope, por su caballería, que mueve alegremente su larga y enmarañada col. La alondra, mientras tanto, espulga con maña y presteza los parásitos que viven en el cuerpo de su amigo, y demuestra la alegría que la caza le produce, entonando un alborozado cántico. Los mongoles llaman al imurán el corcel de la alegre alondra. Esta avisa al imurán de la proximidad de las águilas y los halcones lanzando tres agudos silbidos en el momento que distingue a los piratas del aire, y se apresura a esconderse debajo de una piedra o de un tojo. En cuanto oye la señal no hay imurán que saque la cabeza de su covacha mientras dura el peligro. Así viven la alondra y el roedor en íntimo contacto.

En otras regiones de Mongolia, abundantes en ricos pastos, vi otro tipo de roedor que ya había encontrado en el Urianchi. Es una descomunal rata de pradera, negra y de rabo corto, que vive en colonias de ciento o doscientos individuos. Resulta interesante, y aun única en su género, por su habilidad para prepararse, como buen granjero, su provisión de forraje para el invierno. Durante las semanas en que la hierba está especialmente suculenta, la siega materialmente con rápidos y bruscos vaivenes de cabeza, cortando unos veinte o treinta tallos con sus largos dientes de delante. Luego pone el heno a secar, y, por último, lo guarda del modo más metódico. Para ello hace un montículo de unos treinta centímetros de alto. En seguida hinca en el suelo cuatro estacas inclinadas de madera que converjan hacia el centro de la pila y las une encima del heno con hierbajos más largos, cuidando de que los extremos rebasen lo suficiente para poder añadir otro pie de altura a su montón; una vez que este ha subido treinta centímetros, sujeta todavía más la superficie con fuertes hierbas, a fin de impedir que el viento esparza por la pradera su tesoro alimenticio. Coloca siempre la pila justamente enfrente de su madriguera, con objeto de evitar penosos acarreos durante la mala estación. Los caballos y los camellos son muy aficionados a este pienso, que el hacendoso bicho les proporciona, porque está formado por la hierba más apetitosa; pero la sólida construcción de los montes resiste sin deshacerse incluso las patadas de los cuadrúpedos.

Casi por doquiera he hallado en Mongolia parejas o bandos enteros de perdices praderiles llamadas salgas o perdices golondrinas, debido a que por sus largas colas y modo de volar se parecen mucho a estos pájaros. Las salgas no son salvajes ni tímidas y dejan que se llegue hasta diez o quince pasos de ellas; pero cuando vuelan se elevan muy alto y recorren distancias considerables sin pararse, silbando todo el tiempo como las golondrinas. Su color suele ser gris claro o amarillo, si bien los machos tienen lindas manchas canela en la pechuga y las alas, y las patas cubiertas de espesas plumas.

El “urga”, gracias al cual pude hacer estas observaciones en regiones poco frecuentadas, no está, sin embargo, exento de inconvenientes. Los mongoles me conducían directamente y con rapidez a mi destino, y recibían con satisfacción los dólares chino que les daba; pero después de haber recorrido cerca de ocho mil kilómetros en mi silla cosaca, entonces desatendida en la trasera del coche y llena de polvo, me rebelé contra las sacudidas y e traqueteo que me imponían aquellas carreras alocadas en un carricoche arrastrado a toda velocidad sobre pedruscos, terrones y baches, por caballos salvajes llevados a rienda suelta; el coche brincaba, crujía, y, a decir verdad, solo se conservaba el equilibrio por la preocupación cruel y obstinada de demostrar al viajero extranjero la comodidad y el bienestar de una buena carroza mongola. Todos los huesos empezaron a dolerme. Acabé gimiendo a cada sacudida y teniendo un fuerte ataque de ciática en la pierna herida. De noche no podía dormir o estar echado, y ni siquiera sentarme, sin padecer extraordinariamente, y pasaba las horas enteras dando vueltas por la llanura, oyendo los sonoros ronquidos de los habitantes de la yurta. Una vez tuve que defenderme de dos enormes perros negros que me atacaron. Al cabo, rendido por aquella tortura, me vi precisado a acostarme. Me era imposible mover la pierna y la espalda, y la fiebre se apoderó de mí. Esto me obligó a detenerme. Tomé toda la aspirina y la quinina de mi botiquín, pero sin obtener alivio. Ante mí se presentaba la perspectiva de una noche de insomnio, lo cual me colmaba de terror. Nos habíamos apeado en la yurta reservada a los viajeros, cerca de un monasterio insignificante. Mis mongoles invitaron al doctor lama a que me visitase; me propinó unos polvos muy amargos y me afirmó que podría reanudar la marcha al día siguiente. Primero sentí una aceleración de los latidos del corazón, y luego dolores más intensos. Pasé de nuevo una noche sin dormir; pero cuando amaneció, el dolor cesó instantáneamente, y una hora después mandé que me ensillasen un caballo porque temía continuar el viaje en el coche.