Mientras que los mongoles atrapaban los caballos llegó a mi tienda el coronel N. N. Filipoff, quien me dijo que protestaba enérgicamente de las acusaciones que le habían dirigido a él, a su hermano y a Poletika, considerándolos bolcheviques. Bezrodnoff le había autorizado a ir a Van Kure para ver al barón Ungern, que le esperaba; pero Filipoff no sabia que su guía mongol iba armado de una granada y que otro mongol le precedía a distancia, portador de una carta para el barón. También ignoraba que Poletika y sus hermanos acababan de ser fusilados en Zain-Chabi. Filipoff tenía prisa y deseaba entrar en Van Kure aquel mismo día. Yo partí una hora después que él.
CAPITULO IV
Seguimos la ruta de los correos. En aquella región los mongoles no poseían más que unos cuantos caballos agotados, debido a la continua obligación de proporcionar cabalgaduras a los numerosos emisarios de Daichi Van y del coronel Kazagrandi. Tuvimos que detenernos en la última parada antes de Van Kure, en la que un mongol viejo y su hijo nos atendieron. Después de cenar, el anciano copio un omoplato de un carnero, del que había sido raspada cuidadosamente la carne, y mirándome, al tiempo de colocar el hueso entre las brasas del hogar, me dijo:
– Voy a revelaros vuestro porvenir, y tened en cuenta que todas mis predicciones se cumplen.
Cuando el hueso se ennegreció lo sacó de la lumbre, sopló las cenizas, comenzó a examinar su superficie muy atentamente y luego lo puso delante de la llama, mirándolo al trasluz. Duró es estudio largo rato, hasta que, expresando verdadero terror, dejó caer el hueso al fuego.
– ¿Qué os pasa? – le pregunté, riendo.
– ¡Callad! – murmuró -. He descubierto señales horribles.
Volvió a coger el hueso, tornó a contemplar toda su superficie y, mascullando sin cesar plegarias acompañadas de extrañas muecas, me hizo este vaticinio con voz solemne y firma:
– La muerte, personificada en un hombre alto, blanco y de pelo rojo, se os acercará por la espalda y os acechará para mataros. La sentiréis y esperaréis el golpe, pero la muerte se retirará. Otro blanco se hará amigo vuestro. Antes del cuarto día perderéis unos buenos amigos, que perecerán heridos por un largo cuchillo. Les veo devorados por los perros. Desconfiad del hombre de cabeza en forma de silla de montar, pues pretenderá causaros la muerte.
Después que el posadero mongol me hubo declarado mi porvenir, permanecimos un buen rato fumando y tomando té, pero el viejo no cesaba de mirarme con pena. En mi mente surgió la idea de que así debían ser mirados los condenados a muerte. Aún no rayaba el alba cuando nos despedimos del tétrico profeta, y a los veinticinco kilómetros de su yurta avistamos el caserío de Van Kure. Hallé al coronel Kazagrandi en su cuartel general. Era un hombre de familia distinguida, apto ingeniero y excelente oficial que había descollado durante la guerra en defensa de la isla de Moom, en el Báltico, y a continuación en la lucha contra los bolcheviques junto al Volga. El amable coronel me invitó a bañarme en una pila de verdad, instalada en la casa del presidente de la Cámara de Comercio. Estando en el domicilio de ese señor, entró en él un joven capitán, alto, de pelo rojo y rizado, de rostro sumamente blanco, aunque repulsivo e imperturbable, de ojos grandes, fríos como el acero, y de labios finos, casi mujeriles. En el conjunto de su fisonomía se leía tal crueldad impasible que causaba malestar mirarle a la cara, atractiva a pesar de todo. Cuando salió, el presidente me dijo que era el capitán Veseloffsky, ayudante del general Redzukine, paladín de la causa blanca en el norte de Mongolia. El general acababa de llegar para conferenciar con el barón Ungern.
Después del almuerzo, el coronel Kazagrandi me invitó a ir a verle a su yurta, y empezamos a hablar de los acontecimientos que ocurrían en Mongolia occidental, donde la situación se había agravado considerablemente.
– ¿Conocéis al doctor Gay? – me preguntó Kazagrandi -. Sabéis que me ayudó a formar mi destacamento, pero Urga le acusa de ser agente de los soviets.
Defendí a Gay lo mejor que pude, recordando favores que me hizo y que el propio Kolchak le tuvo de colaborador.
– Sí, sí; yo también he dicho eso a favor de Gay; pero Redzukine acaba de venir trayendo unas cartas escritas por Gay a los bolcheviques y detenidas en el camino. Por orden del barón Ungern, Gay y su familia han sido trasladados al cuartel general de Redzukine y temo que no lleguen a su destino.
– ¿Por qué? – pregunté.
– ¡Serán fusilados antes!
– ¿Qué haremos? – respondí -. Es imposible que Gay, tan culto e inteligente, sea bolchevique.
Decidí ir a ver en seguida a Redzukine, pero precisamente en aquel momento entró el coronel Filipoff y se puso a hablar de los errores que se cometían en la instrucción militar de los soldados. Apenas entregué mi capote, se presentó otro militar. Era un jefe, de corta estatura, que usaba gorra cosaca verde, de visera, y capote gris mongol muy roto. Llevaba un brazo en cabestrillo, sujeto con un pañuelo negro anudado al cuello. Era el general Redzukine y me lo presentaron inmediatamente. Durante nuestra conversación, el general, cortés y hábilmente, averiguó mis hechos y dichos desde la revolución, bromeando y riendo discretamente. Cuando salió aproveché la ocasión y le acompañé. Me escuchó atentamente y luego, con tono deferente, me dijo:
– El doctor Gay es un agente de los soviets disfrazado de blanco para ver y oír mejor y saberlo todo. Estamos rodeados de enemigos. El pueblo ruso, completamente desmoralizado, es capaz de todas las infamias para tener dinero. Este es el caso de Gay. Además, ¿a qué seguir hablando de tal sujeto? El y su familia ya no existen. Mis hombres los han ejecutado hoy a cinco kilómetros de aquí.
Mudo de espanto, consternado, miré el rostro de aquel hombrecito de voz dulce y modales finos. En sus ojos leí tanto odio y tenacidad, que en seguida comprendí el respeto temeroso de los oficiales que había visto en su presencia. Más tarde, en Urga, supe otras particularidades del general, que se distinguía igual por su bravura que por su crueldad. Era el perro de presa del barón Ungern, dispuesto a arrojarse al fuego o a la garganta de cualquiera si su amo se lo mandaba.
Solo habían pasado cuatro días y “mis amigos” ya no Vivian, muertos por un “largo cuchillo”. Una parte, por lo menos, de la profecía del mongol resultaba cierta. Ahora me faltaba esperar la amenaza de muerte. No aguardé mucho. Cuarenta y ocho horas después, el jefe de la división de caballería asiática llegó a Van Kure. Se trataba del barón Ungern von Sternberg.
CAPITULO V
“LA MUERTE, PERSONIFICADA EN UN HOMBRE BLANCO, OS ACECHARA PARA MATAROS”
El terrible general, el barón, se presentó de improviso, sin ser anunciado por los atalayas del coronel Kazagrandi. Después de haber hablado con este, nos citó al coronel Filipoff y a mí para que compareciésemos ante él. El mismo Kazagrandi me notificó la orden. Quise acudir en seguida, pero el coronel me detuvo una media hora y me deseó buena suerte.