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– ¡Que Dios os proteja! ¡Andad!

Extraña despedida, en verdad, poco tranquilizadora y completamente enigmática. Cogí mi revólver y escondí en el forro de la manga un frasquito de cianuro de potasio. El barón se hospedaba en la yurta del medico mayor.

Cuando entré en el patio, el capitán Veseloffsky vino a mí. Llevaba en el cinto un sable cosaco y un revólver sin funda. Entró en la yurta para comunicar mi llegada.

– ¡Pasad! – dijo al salir de la tienda.

Frente a la puerta, mis ojos vieron un charco de sangre que el suelo no había todavía tenido tiempo de empapar, señal de mal agüero que parecía señalar la suerte del que me precedió en la audiencia. Golpeé.

– ¡Adelante! – respondiome una voz chillona.

Al trasponer el umbral, un hombre, vestido con una tunica mongola de seda roja, se lanzó sobre mí como un tigre, me estrechó la mano apresuradamente y se echó en una cama puesta en un lado de la tienda.

– Decidme quién sois. Alrededor nuestro no hay más que espías y agitadores – exclamó con voz penetrante y nerviosa, clavando los ojos en mí.

En un momento me di cuanta de su aspecto externo y de su carácter: tenía cabeza pequeña, hombros anchos, cabellos rubios en desorden, bigote rubio de cepillo y un rostro demacrado como el de los antiguos iconos bizantinos. Luego desparecieron todos esos rasgos y solo vi una frente amplia y despejada y debajo de ella unos ojos de acero, barrenantes, fijos en mí, cual los de un tigre agazapado en el fondo de su cubil. Mis observaciones duraron lo que un relámpago, pero comprendí que ante mí se hallaba un hombre peligroso, dispuesto a precipitarse, sin reflexionar, en lo irremediable. Aunque el riesgo era inminente, sentí profundamente el insulto.

– Sentaos – dijo con tono seco y voz silbante, indicándome una silla y manoseándose nerviosamente el bigote.

Noté que la cólera se iba apoderando de mí, y le repuse sin sentarme:

– Os habéis permitido ofenderme, barón. Mi nombre es bastante conocido para que podáis ahorraros esos epítetos. Podéis hacer de mí lo que queráis porque la fuerza os acompaña; pero no me obliguéis a hablar a la persona que me insulta.

Al oír estas palabras se incorporó en la cama, y, visiblemente sorprendido, se puso a examinarme, conteniendo la respiración y no dejando en paz el bigote. Conservando mi aparente serenidad, dirigí una ojeada indiferente a toda su yurta, y entonces vi al general Redzukine. Le saludé con una inclinación de cabeza y él me devolvió el saludo silenciosamente. Luego me volví hacia el barón, quien, sentado, la cabeza baja y los ojos cerrados, se pasaba la mano de cuando en cuando por la frente, murmurando frases ininteligibles.

De repente se levantó con brusquedad y dijo encarándose con una persona situada detrás de mí:

– ¡Retiraos, no os necesito!

Di media vuelta y vi al capitán Veseloffsky, el del rostro blanco y frío. No le había oído entrar. Este saludó militarmente y se fue.

“La muerte, personificada en el hombre blanco, me acechaba; pero se ha separado de mí”, pensé.

El barón meditó un momento y empezó a decir frases atropelladas y sin concluir.

– Os ruego que me disculpéis… Comprenderéis… Hay tantos traidores… Las personas honradas han desaparecido. No puedo fiarme de nadie. Abundan los nombres falsos y los documentos usurpados. Los ojos y los labios mienten. La desmoralización impera por todas partes, porque el bolchevismo ha corrompido la sociedad. Acabo de hacer ejecutar al coronel Filipoff, que se decía representante de la organización blanca de Rusia. En el forro de su uniforme se le encontraron dos códigos secretos, empleados por los bolcheviques. Cuando mi ayudante blandió el sable sobre su cabeza, exclamó: “¿Por qué me matas, Tovarich?”. Creedlo, no puedo fiarme de nadie.

Calló y yo también guardé silencio.

– Dispensadme – añadió -. Os he ofendido, pero no soy sólo un hombre, soy jefe de fuerzas importantes y tengo tantas preocupaciones y penas…

Percibí en su voz una mezcla de desesperación y sinceridad.

El general me tendió francamente la mano. Permanecimos silenciosos. Por último, respondí:

– Decidid lo que vayáis a hacer de mí, pues carezco de documentos, falsos o auténticos. Muchos de vuestros oficiales me conocen y podré encontrar en Urga quien os garantice de que no soy agitador ni…

– ¡Basta, basta! – interrumpió el barón -. Estoy convencido. He leído vuestra alma y lo sé todo. Lo que escribió acerca de vuestros planes el Hutuktu de Narabanchi es cierto. ¿En qué puedo serviros?

Le expliqué cómo mi amigo y yo habíamos huido de la Rusia soviética con intención de regresar a nuestra patria, y cómo un grupo de soldados polacos se habían unido a nosotros para conseguir el mismo fin. Terminé pidiéndole que nos ayudadse a alcanzar el puerto más próximo.

– Bien, con mucho gusto… Contad con mi auxilio – contestó, distraídamente -. Os llevaré a Urga en mi automóvil. Mañana iremos allá y hablaremos de todo eso.

Me despedí de él y salí de la yurta. Al volver a mi casa hallé al coronel Kazagrandi, que con ansiedad se paseaba por mi cuarto.

– ¡Gracias a Dios! – exclamó, santiguándose.

Su alegría me emocionó; pero, no obstante, me pareció que el coronel habría podido adoptar medidas más eficaces para mi salvación, si tanto le interesaba. Las peripecias de aquel día me tenían rendido y me sentía falto de fuerzas. Al mirarme al espejo se me figuró que estaba más viejo y canoso. Aquella noche no pude dormir acordándome del juvenil y simpático rostro del coronel Filipoff, del charco de sangre, de los ojos fríos del capitán Veseloffsky, del tono de voz del barón Ungern con sus matices tristes y desesperados. Al cabo me quedé dormido. Me despertó el propio barón Ungern, que vino a excusarse de no serle posible llevarme en su coche por tener que ir con Diachin Van; pero me informó de que había dado instrucciones para que me facilitasen su mejor camello blanco y dos cosacos como asistentes. Apenas tuve tiempo de darle las gracias, porque se marchó precipitadamente.

Me desvelé por completo. Me vestí, y mientras cargaba la pipa reflexioné. ¡Cuánto más fácil es pelear con los bolcheviques en los lodazales de Seybi o atravesar las crestas nevadas de Ullan Taiga, donde los malos demonios matan a los viajeros! ¡Allí todo era sencillo y comprensible; aquí se vive en una espantosa pesadilla!, en una tormenta sombría y siniestra. Presentía alguna tragedia, algo horrible en la conducta del barón Ungern, detrás del cual caminaba pálido y mudo el capitán Veseloffsky… y la muerte.

CAPITULO VI

LOS HORRORES DE LA GUERRA

Al día siguiente apuntaba el alba cuando me trajeron el camello blanco, una esplendida bestia, y partimos. Mi escolta se componía de dos cosacos, dos soldados mongoles y de un lama, con dos acémilas, que llevaban la tienda y las provisiones.

Yo seguía temiendo que el barón, no atreviéndose a desprenderse de mí en presencia de mis amigos de Van Kure, hubiese urdido aquel viaje preparándome durante él alguna celada que me fuese fatal. Además, con una bala en la espalda todo habría terminado. Por consecuencia, iba ojo a vizor, dispuesto a utilizar mi revólver y a defenderme. Vigilaba con preferencia a los dos cosacos, que no se apartaban de mí.

A mediodía oímos a lo lejos una sirena de automóvil y vimos pasar el del barón Unger a toda velocidad. Iban con él dos oficiales y el príncipe Diachin Van. El barón saludó cariñosamente y me gritó:

– ¡Nos veremos en Urga!