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“¡Ah! – pensé yo -. Voy a llegar a Urga. En tal caso puedo viajar tranquilo. En Urga tengo muchos amigos, sin contar con los soldados polacos que conocí en Uliassutai y que me esperan allí”.

Después del encuentro con el barón, mis cosacos se mostraron atentísimos conmigo y procuraron distraerme contándome historias.

Me narraron sus batallas con los bolcheviques en Transbaikalia y en Mongolia con los chinos, cerca de Urga, y cómo descubrieron en varios soldados chinos pasaportes firmados en Moscú. También me hablaron de la bravura del barón Ungern, quien en lo más recio de los combates solía sentarse junto a una hoguera en la línea de fuego, fumando o bebiendo té, sin miedo a las balas. Una vez sesenta y cuatro balas le atravesaron el capote, la montura y las cajas colocadas a su lado, y ninguna le tocó. La influencia que ejercía en los mongoles la debía a su invulnerabilidad. Me refirieron que antes de la batalla hizo un reconocimiento en Urga con un soldado cosaco, y que a su vuelta mató a un oficial y dos soldados chinos con su bastón de bambú (tashur); que solo llevaba con él una muda y un par de botas; que en los combates estaba sereno y alegre, y en los días de tregua, triste y pensativo, y que siempre se ponía al frente de sus soldados en los asaltos.

Yo a mi vez les conté mi fuga de Siberia, y el tiempo pasó rápidamente. Nuestros camellos trataban más y mejor, de suerte que en lugar de andar treinta kilómetros al día, andábamos más de ochenta. Mi camello ganaba a todos. Era un magnifico animal, completamente blanco, dotado de una hermosa crin; se lo había regalado al barón Ungern un magnate mongol, en unión de dos cibelinas negras. Tranquilo y vigoroso, el atrevido gigante del desierto era tan grande, que montado en él creía estar en una torre. Después de cruzar el Orjon encontramos el primer cadáver de soldado chino, tumbado de espaldas y con los brazos abiertos en medio del camino. Tras de atravesar los montes Burgut, penetramos en el valle del Tola, en cuyo extremo se halla Urga.

El camino estaba salpicado de capotes, camisas, calzado, gorras y bidones que los chinos habían tirado en su fuga, en la que también perdieron mucha gente. Más allá el camino atravesaba un pantano, y a ambos lados de él vimos montones de cadáveres de soldados y gran numero de caballos y camellos muertos, carruajes rotos y toda clase de despojos. Allí fue donde los tibetanos del barón Ungern destruyeron el tren de operaciones de los derrotados chinos. ¡Lúgubre y extraño contraste el de los cadáveres amontonados junto al animado espectáculo de la primavera renaciente! En los estanques, los patos salvajes de especies variadas surcaban la superficie del agua; en el herbazal, las grullas se entregaban a sus cómicas danzas, haciéndose el amor, los cisnes y los gansos se deslizaban por los lagos en grandes grupos; en los parajes fangosos, parecidos a manchas luminosas, se destacaban las parejas de aves acuáticas y sagradas, de brillantes colores. En las alturas, las pavas silvestres saltaban y reñían mientras comían; los bandos de perdices salgas volaban silbando, y en las laderas de las montañas, a poca distancia, los lobos se revolcaban al sol perezosamente, ladrando y alborotando a ratos como cachorros juguetones.

La Naturaleza no conoce más que la vida. La muerte es para ella un mero episodio; borra sus huellas bajo la arena o la nieve y las oculta cubriéndolas con una vegetación exuberante de plantas y de flores. ¡Qué le importa a la Naturaleza que una madre en Chefu o a orillas del Yangtsé, ofrende un bol de arroz, quemando incienso en cualquier santuario, y rece día y noche por la vuelta de su hijo, mártir oscuro, caído en las llanuras del tola, para que sus huesos sean calcinados por los rayos del sol y los vientos esparzan el polvo sobre las arenas de la planicie! ¡Hay en esta indiferencia de la Naturaleza a la muerte, en este afán de vida, una grandeza incalculable!

El cuarto día alcanzamos las márgenes del Tola ya cerrada la noche. Nos fue imposible encontrar el vado, y obligué a mi camello a entrar e el río para buscar un paso. Por fortuna, di con un sitio poco profundo, aunque algo fangoso, y pudimos cruzar sin dificultad. Tuvimos suerte, porque los camellos exponen al viajero a sorpresas desagradables en semejantes ocasiones; si sienten que les falta el fondo y que el agua les llega al cuello, en vez de adelantar a nado, como hacen los caballos, se dejan flotar de lado, lo cual resulta molestísimo para los jinetes. Armamos nuestra tienda cerca del río.

Veinticinco kilómetros más lejos pisamos el campo de batalla donde se libró el tercer gran combate por la independencia de Mongolia. Allí las tropas del barón Ungern se opusieron al avance de seis mil chino que venían de Kiajta para defender Urga. Los chinos fueron derrotados y dejaron cuatro mil prisioneros. Sin embargo, estos intentaron escaparse durante la noche. El barón Ungern mandó en su persecución a los cosacos de Transbaikalia y a los tibetanos, y en aquella explanada presenciamos el resultado de su obra. Unos mil quinientos cadáveres yacían insepultos y otros tantos fueron enterrados, según me dijo uno de los cosacos que tomó parte en la batalla. Los muertos tenían terribles heridas producidas por sablazos, y el suelo estaba sembrado de correajes y otras prendas de uniforme. Los mongoles abandonaron la región con sus rebaños, y los lobos los sustituyeron; muchos se escondían detrás de los peñascos o en las zanjas cuando pasamos. Jaurías de perros, tan feroces como los lobos, les disputaban la posesión de la horrible presa.

Por fin nos alejamos de aquel sitio consagrado al dios maldito de la guerra. Nos aproximamos a un curso de agua rápido y poco profundo: los mongoles, saltando a tierra, se quitaron los gorros y se pusieron a beber. Era un río sagrado que pasaba junto a la morada del Buda vivo. De aquella cañada entramos en otra, desde la que divisamos un crestón montañoso cubierto de bosques frondosos y sombríos.

– ¡El santo Bogdo-Ol! – exclamó el lama -. ¡La mansión de los dioses que protegen a nuestro Buda vivo!

Bogdo Ol es el enorme nudo de tres cordilleras: Gegyl al Sudoeste, Gangyn al Sur y Huntu al Norte. Esta montaña, con su envoltura de bosques vírgenes, es propiedad del Buda vivo.

Las selvas están llenas de casi todas las especies de animales que existen en Mongolia, pero no se permite cazarlos. El mongol que infringe esta ley es condenado a muerte; los extranjeros son expulsados. También se prohíbe, bajo pena de muerte, cruzar el Bogdo-Ol. Un solo hombre osó contravenir esta orden: el barón Ungern, que invadió la montaña con cincuenta cosacos, penetró en el palacio del Buda vivo, donde el pontífice de Urga padecía bajo el poder de los chinos y le sacó de su cautiverio.

CAPITULO VII

EN LA CIUDAD DE LOS DIOSES VIVOS, LOS TREINTA MIL BUDAS Y LOS SESENTA MIL MONJES

¡Por fin teníamos delante de nosotros la morada del Buda vivo! Al pie del Bogdo Ol, detrás de los blancos paredones, se alzaba un edificio blanco, cubierto con tejas azulverdosas que refulgían al sol. Rodeábale un lozano parque, en el que destacaban allá y acullá los tejados fastuosos de los santuarios y palacetes. En el lado opuesto de la montaña un largo puente atravesaba el Tola y unía la Residencia a la ciudad de los monjes, la urbe sacrosanta, venerada en todo Oriente con el nombre de Ta Kure o Urga.

Allí habitaban, además del Buda vivo, innumerables taumaturgos, profetas, magos y doctores. Todos estos personajes son de origen divino y se les rinden honores de dioses vivos. En la alta meseta, a la izquierda, se yergue un viejo monasterio dominado por una torre roja: le llaman la sede de los lamas del Templo. Contiene una gigantesca estatua dorada de Buda sentado en la flor de loto; docenas de templo, de santuarios, de obos y de altares al aire libre; de torres para los astrólogos; una aglomeración gris de casas bajas y de yurtas donde viven aproximadamente sesenta mil monjes de todas las edades y categorías, y escuelas, archivos sagrados, bibliotecas, albergues de estudiantes Bandis y posadas para hospedar a los viajeros procedentes de China, el Tíbet y de los países de los buriatos y calmucos.