Debajo del monasterio está el barrio extranjero, en el que habitan los comerciantes, rusos y chinos la mayoría. En él muestra su abigarrada y atareada concurrencia el bazar oriental.
A un kilómetro de distancia la cerca terrosa de Maimachen encierra lo que queda de las tiendas chinas, y un poco más lejos se ve una larga hilera de casas particulares rusas, un hospital, una iglesia, una cárcel y, por último, un extraño caserón de cuatro pisos y de ladrillos encarnados, que fue antes consulado de Rusia. Nos hallábamos bastante próximos al monasterio cuando observé que a la entrada de un barracón varios soldados mongoles tiraban de tres cadáveres que pretendían esconder.
– ¿Qué hacen? – pregunté.
Los cosacos se contentaron con sonreír, por toda respuesta. De repente se cuadraron, saludando militarmente. Del barranco salio un jinete montado en un potro mongol. Al pasar a nuestro lado reparé en sus charreteras de coronel y en su gorra verde, de visera. Me echó una mirada escrutadora con sus ojillos fríos y sin color, denotadotes de crueldad. Algo más lejos se quitó la gorra y se secó la sudorosa y calva cabeza, sorprendiéndome entonces la extraña conformación de su cráneo: era el hombre de cabeza en forma de silla de montar, del que me había prevenido el viejo adivino del parador inmediato a Van Kure.
– ¿Quién es ese oficial? – interrogué.
Aunque ya estaba a buena distancia de nosotros, uno de los cosacos contestó en voz baja:
– El coronel Sepailoff, gobernador militar de Urga.
¡El coronel Sepailoff, el hombre más negro de la tragedia mongola! Primero mecánico, luego gendarme, ganó sus grados con rapidez bajo el régimen zarista. Se movía sin cesar y hablaba nerviosamente con voz gutural y desagradable, salpicando de saliva a su interlocutor y haciendo gestos espasmódicos con la cara. Estaba loco, y el barón Ungern hizo que le examinase dos veces una comisión de especialistas, la cual le prescribió un reposo absoluto, creyendo así librar al jefe de su ángel malo. Supe más tarde que aquel sádico ejecutaba personalmente a los condenados, chanceándose y cantando mientras les daba muerte. Circulaban respecto a él dichos macabros y terroríficos. Toda la fama de cruel atribuida al barón Ungern correspondía a Sepailoff.
El barón me confesó algunos días después que el coronel le preocupaba, porque le consideraba capaz de ejecutarle a él como a un vulgar condenado. Además, Sepailoff había encontrado en Transbaikalia a un brujo, quien le predijo la muerte del barón si este se desprendía de su auxiliar. Debido a ello, el barón temía a Sepailoff, sabiendo que se hallaba sugestionado por el presagio. El coronel no conocía la compasión para lo que era bolchevique u olía a rojo de cerca o de lejos. Verdad que los rojos le habían encarcelado y torturado a toda su familia en venganza de su evasión de la cárcel. No hacia, pues, más que pagarles en la misma moneda.
Me hospedé en casa de un comerciante ruso y en seguida recibí la visita de mis compañeros de Uliassutai, quienes me acogieron con alegría a causa de que se hallaban enterados de mis malandanzas en la expedición al Zain-Chabi y Van Kure. Tomé un baño, me arreglé un poco y salí con ellos. Entramos en el bazar. Estaba lleno. En los grupos abigarrados de compradores y vendedores que pregonaban desgañitándose, los colores deslumbrantes de los tejidos chinos, los collares de perlas, los aretes y los brazaletes daban una nota de fiesta: unos palpaban carneros vivos para averiguar si estaban bastante gordos; los carniceros cortaban grandes trozos de las reses muertas y despellejadas, de venta en sus establecimientos; por doquiera los hijos de la llanura se alborozaban y reían. Las mujeres mongolas, con sus peinados altos, rematados con pesadas gorras de plata parecidas a soperas, admiraban las cintas de seda de todos los colores y los largos collares de coral; un mongol gordo, de aspecto imponente, examinaba un tronco de magníficos caballos y discutía el precio con el zahachine; un tibetano negro, listo y chupado, venido a Urga para rezarle al Buda vivo o quizá portador de un mensaje secreto del otro dios de Lhassa, puesto de cuclillas, regateaba una imagen del Buda del Loto, tallada en ágata; en otro rincón, una turba de mongoles y buriatos se había aglomerado en torno a un mercader chino que vendía tabaqueras, bellamente pintadas, y una figura de cristal, porcelana, amatista, ágata y otras piedras de color canela, primorosamente esculpida, representaba un dragón enroscado a un grupo de muchachas; el vendedor pedía por ella diez novillos. El rojo de las largas levitas y de las gorras bordadas en oro de los buriatos se mezclaba con el negro de las capas de los tártaros y de los pequeños bonetes de terciopelo que llevan en la coronilla. La multitud de lamas formaba el fondo de aquel tapiz tan llamativo con sus túnicas amarillas y rojas, sus esclavinas negligentemente echadas sobre los hombros y sus variados cubrecabezas, bonetes amarillos, gorros frigios rojos y cascos a la antigua griega. Confundíanse en el gentío, hablando serenamente, repasando sus rosarios, diciendo la buenaventura e intentando sobre todo curar o explotar a los mongoles ricos por medio de revelaciones, adivinanzas y otros misterios. El espionaje religioso y político se practicaba en vasta escala. Los mongoles procedentes de Mongolia interior estaban, sin darse cuenta, envueltos constantemente en una red invisible y apretada de astutos lamas. Sobre los edificios ondeaban las banderas rusas, chinas y mongolas; una tiendecita ostentaba el pabellón estrellado; en las yurtas se veían enarbolados los gallardetes, cuadrados, círculos y triángulos de los príncipes y particulares atacados de viruela o de lepra que agonizaban en sus rincones. Todo se ajustaba en una masa pintoresca y realmente maravillosa. Tampoco faltaban los soldados del barón Unger con sus uniformes azules; los mongoles y los tibetanos de vestidos rojos y charreteras amarillas con su svástica de Gengis Kan y las iniciales del Buda vivo y los guardias chinos pertenecientes a un destacamento del ejercito mongol. A raíz de la derrota del ejercito chino, dos mil de aquellos valientes imploraron del Buda vivo que los alistara en sus legiones, jurándole fidelidad. Fueron aceptados y constituyeron dos regimientos que lucen como emblemas en sus gorras y en los cuellos de las guerreras los dragones chinos en plata.
Atravesábamos el mercado cuando dobló su esquina entre bocinazos un automóvil grande. En él iba el barón Ungern con su chaqueta mongola de seda amarilla y su fajín azul.
El coche marchaba muy deprisa, pero me conoció; mandó parar y se apeó para invitarme a que le acompañase hasta su yurta.
Esta tienda, modestamente dispuesta, ocupaba el centro del patio de un almacén chino (hong). Su cuartel general residía en otras dos yurtas cercanas, y sus servidores se alojaban en una de las casas chinas. Al recordarle su promesa de ayudarme a ganar un puerto del Pacifico el general me miró con ojos brillantes y me respondió en francés:
– Mi obra aquí, toca a su fin. Dentro de nueve días empiezo la guerra contra los bolcheviques y entro en Transbaikalia. Os ruego que os avengáis a esperar en Urga hasta esa fecha. Hace años que vivo apartado de toda sociedad civilizada. Estoy a solas con mis pensamientos y quisiera que los conocierais. Hablaremos y veréis que no soy el barón sediento de sangre, como mis enemigos me llaman, ni el “abuelo gruñón”, a quien aluden mis oficiales y soldados, sino, sencillamente, un hombre que ha luchado mucho y que ha sufrido lo indecible.
El barón permaneció callado unos instantes; luego continuó:
– Ya tengo resuelto lo que he de hacer para favoreceros. Tolo lo arreglaré; pero os suplico que os quedéis conmigo estos nueve días.
Negarse era imposible. Acepté. El barón me estrechó la mano y pidió té.