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CAPITULO VIII

HIJO DE CRUZADOS Y CORSARIOS

– Habladme de vuestro viaje y de vuestros planes – me dijo.

Le referí todo lo que supuse podía interesarle y oyó mi relato con extraordinaria atención.

– Ahora voy a hablaros de mí, para que sepáis, sin duda, quien soy. Mi nombre está envuelto en tanto odio y temor, que nadie es capaz de separar lo verdadero de lo falso, la historia de la leyenda. Un día escribiréis un libro, recordareis vuestra estancia en Mongolia y la amistad que tuvisteis con el “general sanguinario”.

Cerró los ojos, sin dejar de fumar mientras hablaba nerviosamente, precipitando las frases y no concluyéndolas, como si temiese no tener tiempo.

– La familia de los Ungern von Sternberg es antigua; proviene de una mezcla de alemanes y húngaros, de los hunos del tiempo de Atila. Mis antepasados guerreros tomaron parte en todas las guerras europeas. Estuvieron en las Cruzadas; un Ungern pereció en el asalto a Jerusalén, peleando con las tropas de Ricardo Corazón de León. La misma trágica cruzada de los niños registra la muerte de Raúl de Ungern, a la edad de once años. Cuando los más esforzados guerreros del país fueron enviados a las fronteras orientales del Imperio germánico contra los eslavos, allá por el siglo XII, mi antepasado Arturo figura entre ellos; era el barón Halsa Ungern Sternberg. Estos defensores de las marcas fronterizas formaron la Orden teutónica de los Caballeros Monjes, que por el hierro y por el fuego impusieron el Cristianismo a las poblaciones paganas: lituanos, estonios, livonios y eslavos. Desde entonces la Orden de los Caballeros teutónicos contó siempre entre sus miembros a los representantes de mi familia. Cuando la Orden teutónica desapareció en el Grünewald, a los golpes de las huestes polacas y lituanas, dos barones Ungern von Sternberg murieron en la batalla. Mi estirpe tenia el alma guerrera con tendencias al ascetismo y al misticismo.

En el transcurso de los siglos XVI y XVII varios barones von Ungern tuvieron sus castillos en Livonia y Estonia. Muchos cuentos y leyendas narran sus hazañas. Heinrich von Sternberg, llamado El Hacha, fue caballero andante. Los torneos de Francia, Inglaterra, España e Italia conocieron su nombre y su lanza, que llenaba de terror el corazón de sus adversarios. Cayó en Cadi bajo la tizona de un caballero que le partió el cráneo. El barón Raúl Ungern fue un noble-bandido que operaba entre Riga y Reval. El barón Pedro Ungern poseía un castillo en la isla de Dago, en pleno mar Báltico, y desde allí dominaba a los armadores y navegantes de su época, quienes temían sus audacias de pirata.

Al empezar el siglo XVIII, un famoso barón Guillermo Ungern, recibió el mote de Hermano de Satán, a causa de su practica en alquimia. Mi abuelo fue corsario en el océano Indico, imponiendo tributo a los barcos ingleses mercantes y escapando durante años y años a sus buques de guerra. Apresado al fin, le entregaron al cónsul ruso, quien ordenó ser trasladado a Rusia, siendo después deportado a Transbaikalia.

Yo también soy oficial de Marina, pero la guerra rusojaponesa me obligó a abandonar mi profesión para unirme a los cosacos de Zabaikal. He dedicado toda mi vida a la guerra o al estudio del budismo. Mi abuelo nos trajo el budismo de las Indias y mi padre y yo nos hicimos adeptos. En Transbaikalia he intentado organizar la Orden militar de los budistas para emprender la lucha implacables contra la depravaron revolucionaria.

Calló y bebió una taza de té, que tomó muy cargado, negro como café.

– ¡La depravación revolucionaria! ¿Quién piensa en eso, salvo el filósofo francés Bergson y el sapientísimo Tachi-Lama del Tíbet?

El nieto del corsario, citando teorías y obras científicas, nombres de sabios y escritores, la Biblia, los libros búdicos y mezclando el francés, el alemán, el ruso y el inglés, continuó:

– En los libros búdicos, como en los antiguos libros cristianos, se leen graves profecías relativas a la época en que ha de comenzar la guerra de los buenos y los malos espíritus. Entonces surgirá la maldición desconocida que, conquistando al mundo y barriendo toda civilización, matará la moralidad y destruirá a los pueblos. Su arma es la revolución. Durante toda revolución, la inteligencia creadora, ayudada por la experiencia del pasado, es sustituida por la fuerza joven y bruta del destructor. Este coloca y mantiene en primera fila las pasiones viles y los más bajos instintos. El hombre se aleja de lo divino y lo espiritual. La Gran Guerra ha demostrado que la Humanidad debe elevarse a un ideal siempre más alto, pero en tal momento apareció la maldición de Cristo, el apóstol San Juan, Buda, los primeros mártires cristianos, Dante, Leonardo da Vinci, Goethe y Dostoyevsky. La maldición con sus horrores, hizo retroceder al progreso y nos cerró el camino de lo divino. La revolución es una enfermedad contagiosa, y Europa, al tratar con Moscú, se ha engañado a sí misma, engañando a las demás partes del mundo. El Gran Espítiru ha puesto en el umbral de nuestra vida a Karma, que no conoce la cólera ni el perdón y arregla nuestras cuentas. Resultado de esto será el hambre, la destrucción, la muerte de la civilización, de la gloria, del honor, el aniquilamiento de las naciones, la extinción de los pueblos. Veo ya estos horrores, la sombría y vesánica ruina total de la Humanidad.

La puerta de la yurta se abrió de improviso; un oficial se adelantó, cuadrándose y saludando rígidamente.

– ¿Por qué entráis sin pedir permiso? – gritó el general, enfurecido.

– Excelencia, nuestra avanzadilla de la frontera ha capturado una patrulla enemiga y la ha traído aquí.

El barón se levantó. Sus ojos llameaban y su rostro se contraía rabiosamente.

– Ponedla frente a mi yurta – ordenó.

Todo quedó olvidado – el discurso inspirado, la entonación penetrante -, todo despareció ante la ruda voz de mando del jefe implacable. El barón se puso la gorra, cogió el tachur de bambú que llevaba siempre en la mano y salió con viveza. Le seguí. Frente a la yurta había seis soldados rojos rodeados de cosacos.

El barón se detuvo y los miró fijamente algunos minutos. En su semblante se podía leer la marcha violenta de sus pensamientos. Luego desvió de ellos la vista, se sentí en el dintel de la casa china y meditó largo rato. Por último, se puso en pie, se dirigió a los prisioneros y, con ademán decidido, tocó con su bambú en el hombro a cada uno de ellos, diciendo:

– Tú, a la izquierda; tú, a la derecha.

Y así distribuyó el grupo en dos, cuatro a la derecha y dos a la izquierda.

– ¡Que registren a esos dos! ¡Deben de ser comisarios! – mandó.

Luego, encarándose con los otros cuatro, preguntó:

– ¿Vosotros seréis sin duda labradores y habréis sido movilizados por los bolcheviques?

– Sí, excelencia – contestaron los soldados, llenos de espanto.

– Bueno; presentaos al comandante y decidle que he dado la orden de que os alisten en mis tropas.

Encima de los otros dos se encontraron pasaportes de comisarios del servicio político comunista. El general frunció el ceño y lentamente dictó la sentencia:

– ¡Matadlos a garrotazos!

Dio media vuelta y volvió a la yurta; pero nuestra conversación, después de este incidente, perdió espontaneidad, y me despedí del general.

Después de comer, varios oficiales de Ungern acudieron a la casa rusa donde yo me hospedaba. Hablábamos con animación cuando oímos de repente la bocina de un automóvil, y los oficiales enmudecieron en seguida.

– El general pasa por aquí – dijo uno con voz alterada.

Nuestra interrumpida charla prosiguió, pero por poco tiempo. El dueño de la casa vino corriendo a prevenirnos:

– ¡El barón!

Este entró y se detuvo en la puerta. Las lámparas aún no estaban encendidas y comenzaba a ser de noche. El barón, sin embargo, nos conoció sin vacilar, y adelantándose a la señora de la casa le besó la mano. Saludó a cada uno amablemente, aceptó la taza de té que le ofrecieron, se acercó a la mesa y dijo: