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– He venido para llevarme a vuestro huésped, señora.

Luego volviéndose a mí, me preguntó:

– ¿Queréis dar un paseo en automóvil? Os enseñaré la ciudad y sus alrededores.

Cogí mi capote, y según mi costumbre inveterada, fui a guardar mi revólver, lo que hizo reír al barón.

– Dejad eso. Aquí estáis seguro. Además, acordaos de la profecía del Hutuktu de Narabanchi: la Fortuna os acompañará siempre.

– ¡Muy bien! – respondí, riendo -. No he olvidado la predicción; pero no sé realmente qué es lo que el Hutuktu entiende por Fortuna. Quizá sea la Muerte, como para tantos otros, al cabo de un largo y penoso viaje, y confieso que prefiero ir más lejos y que la muerte no me atrae.

Salimos. En la calle un enorme Fiat nos esperaba con los faros resplandecientes. El chofer, sentado al volante, permanecía inmóvil como una estatua, con la mano en la gorra, en posición de saludar, todo el tiempo que tardamos en acomodarnos.

– A la estación de T. S. H. – ordenó el barón.

El auto trepidó. La ciudad, como un poco antes, mostraba todavía el encanto y el bullicio de sus multitudes orientales, pero su aspecto era aún más pintoresco y maravilloso. Entre el gentío estrepitoso pasaban rápidos los jinetes mongoles, buriatos y tibetanos; los camellos de las caravanas levantaban solemnemente la cabeza a nuestro paso; las ruedas de madera de las carretas mongolas chirriaban de dolor; todo iluminado por los grandes arcos voltaicos de la fábrica de electricidad que el barón mandó construir a raíz de la toma de la ciudad, a la vez que una red telefónica y que una estación de telegrafía sin hilos. También hizo limpiar y desinfectar la ciudad por sus hombres, pues las calles probablemente no habían conocido la escoba desde el reinado de Gengis Kan. Organizó un servicio de autobús que unía los diferentes barrios. Echó puentes sobre el Tola y el Orjon, publicó un periódico, creó un laboratorio veterinario y hospitales, ordenó la reapertura de las escuelas, protegió al comercio y mandó colgar sin piedad a los soldados rusos y mongoles que saqueaban los almacenes chinos.

El gobernador militar detuvo en cierta ocasión a dos cosacos y un mongol que habían robado aguardiente en una tienda china y sometió a los culpables a la sentencia del barón. Este los hizo entrar en su coche, fue al almacén, devolvió al tendero el aguardiente y ordenó al mongol que colgase a uno de los rusos de la puerta del establecimiento. Una vez colgado el cosaco, exclamó:

– ¡Ahora cuelga al otro!

Cumplida la orden, el general se volvió al comandante y le mandó que colgase al mongol al lado de los otros. Esta justicia expeditiva dejó satisfecho a todo el mundo menos al mercader chino, quien, desesperado, se acercó al barón suplicándole:

– ¡General! ¡Barón! ¡Por favor, quitad esos cadáveres de mi puerta, porque si no nadie va a querer entrar en mi tienda!

Cruzamos a toda velocidad el barrio comercial, y después de atravesar un arroyo penetramos en el barrio ruso. Varios cosacos y cuatro mongolas de aspecto agradable, estaban conversando a la entrada del puente. Los soldados se clavaron al suelo, saludando como estatuas, con la mirada fija en el rostro sañudo de su jefe. Ellas intentaron huir asustadas; pero, captadas sin duda por el ejemplo de la disciplina militar, se llevaron la mano a su peinado y saludaron tiesas como sus galanes. El barón miró y se echó a reír:

– ¡Ved lo que es la disciplina! ¡Hasta las muchachas mongolas me saludan!

Pronto corrimos por la llanura; el coche iba disparado como una flecha; el viento silbaba y agitaba los pliegues de nuestros capotes; pero el barón, sentado, los ojos cerrados, decía siempre:

– ¡De prisa! ¡Más de prisa!

Guardamos silencio un rato.

– Ayer he castigado a mi ayudante por haber entrado sin pedir permiso a mi yurta, interrumpiendo mis declaraciones – me dijo.

– Podéis contármelas ahora – respondí.

– ¿No os molestará oírme? Pues bien: me queda muy poco que decir, pero será lo más importante. Os expliqué ya que quise fundar una Orden militar de budistas en Rusia. ¿Por qué? Para proteger la evolución de la Humanidad y luchar contra la revolución, porque estoy seguro de que la evolución conduce a la divinidad y que la revolución lleva consigo solo a la bestialidad completa. ¡Cuánto he trabajado en Rusia! Pero en Rusia los labradores son groseros, analfabetos y violentos; viven en constante cólera, odiándolo todo y sin comprender el motivo. Son también desconfiados y materialistas y carecen de ideal elevado. Los intelectuales flotan de un idealismo imaginario, sin realidad; tienen tendencia constante a criticarlo todo, pero les falta potencia creadora. Desprovistos de voluntad, no saben más que hablar… Como el vulgo, no aman nada ni a nadie. Sus sentimientos son puramente ficticios; sus pensamientos pasan sin dejar huellas; como frases hueras. Así sucedió que mis compañeros no tardaron en quebrantar el reglamento de la Orden. Entonces establecí la obligación del celibato, la renuncia absoluta a la mujer, a las comodidades de la vida y a lo superfluo, según las enseñanzas de la religión amarilla. A fin de que el ruso pudiese dominar sus instintos, prescribí el uso ilimitado de alcohol, del haschish y del opio. Ahora, en cambio, hago colgar a los oficiales y soldados que beben alcohol; pero entonces bebíamos hasta la fiebre blanca, hasta el delirium tremens. Me fue imposible organizar la Orden, pero agrupé en torno unos trescientos hombres a quienes conseguí dotar de una audacia prodigiosa y de una fiereza sin igual. Se portaron como héroes durante la guerra con Alemania, primero, y después contra los bolcheviques, pero de ellos quedan muy pocos.

– ¡La estación de T. S. H., excelencia! – advirtió el chófer.

– ¡Entrad! – ordenó el general.

En lo alto de un cerro se hallaba la poderosa estación que los chinos al retirarse destruyeron en parte y que más tarde reconstruyeron los ingenieros del ejército de Ungern. El general se enteró de los telegramas y me los comunicó. Venían de Moscú, Chita, Vladivostok y Pekín. En una hoja amarilla había escritos unos partes cifrados que el barón se guardó en el bolsillo diciendo:

– Estos partes proceden de los servicios de información que tengo montados en Chita, Irkutks, Kharbin y Vladivostok. Mis agentes son todos judíos, muy listos, muy atrevidos y amigos a carta cabal. También es judío Vulcovitch, el oficial que manda mi ala derecha. Es pero que satanás; pero inteligente y valeroso… Ahora vamos a correr más que el viento.

Efectivamente, arrancamos a toda velocidad, hundiéndonos en las tinieblas de la noche. Fue una carrera frenética. El auto brincaba sobre las piedras y los baches y cruzaba incluso estrechos arroyos, pues el chófer sólo esquivaba los grandes peñascos. En la llanura, a nuestro paso, como una tromba, observé repetidas veces unos puntos brillantes que se encendían en la oscuridad y se apagaban en seguida.

– ¡Los ojos de los lobos! – dijo mi compañero, sonriendo -. Los hemos cebado con la carne de los nuestros y con la de nuestro enemigos – agregó impasible, volviéndose a mí para reanudar su profesión de fe -. Durante la guerra vimos corromperse poco a poco el Ejército ruso; previmos la traición de Rusia a los aliados y el peligro amenazador de la revolución. Con objeto de reaccionar concebí el proyecto de unir a todos los pueblos mongoles que no hubiesen olvidado su antigua fe y sus viejas tradiciones, creando un solo Estado asiático, compuesto de tribus autónomas, bajo la soberanía moral y legislativa de China, patria de la remota y eminente civilización. Ese estado debía comprender a chinos, mongoles, tibetanos, afganos, las tribus mongolas del Turquestán, los tártaros, los buriatos, los kirghises y los calmucos. Era necesario que ese Estado fuera poderoso moral y materialmente, para que constituyese un dique contra la revolución y conservase cuidadosamente el espíritu, la filosofía y el respeto del individuo que había de caracterizarle. Si la Humanidad, loca y corrompida, continúa amenazando el espíritu divino en el corazón del hombre, derramando sangre e impidiendo todo progreso moral, al Estado asiático incumbe detener de manera decisiva ese impulso a la ruina e instruir la paz, una paz duradera y estable. Esta propaganda tuvo un gran éxito durante la guerra entre turcomanos, kirghises, buriatos y mongoles. ¡Parad! – gritó de improviso el barón.