El coche se detuvo con una brusca sacudida. El general saltó a tierra y me instó a seguirle. Caminamos un buen rato por la llanura y el barón se inclinaba hacia el suelo como buscando algún rastro.
– ¡Ah! – murmuró por fin -. Se ha ido.
Le miré intrigado.
– Aquí estaba la yurta de un rico mongol. Era proveedor de un comerciante ruso, Noskoff. Este es un hombre feroz, como lo prueba el sobrenombre con que le conocían los mongoles: Satán. Hacía que las autoridades chinas torturasen o encarcelasen a sus deudores mongoles. Noskoff había arruinado al opulento mongol, quien perdió toda su fortuna y huyó a cuarenta y cinco kilómetros de aquí. Noskoff le persiguió, le arrebató cuantos ganados le quedaban y le dejaba morir de hambre con su familia. Cuando tomé Urga, el mongol se presentó a mí con otras tantas familias mongolas arruinadas de la misma manera por Noskoff. Pedían su muerte. Mandé ahorcar a Satán.
De nuevo corría el automóvil, dando un gran rodeo en la pradera, y nuevamente el barón, con voz agria y nerviosa, recorría con el pensamiento todo el círculo de la vida asiática.
– Rusia traicionó a Francia, Inglaterra y América; firmó el Tratado de Brest-Litovsk y trajo el reinado del caos. Entonces decidimos movilizar a Asia contra Alemania, y nuestros emisario penetraron en Mongolia, el Tíbet, el Turquestán y China. En aquella época los bolcheviques empezaron a matar oficiales rusos; nos vimos obligados a emprender contra ellos la guerra civil y abandonar nuestro proyectos panasiáticos; pero esperamos más adelante despertar el así entera y con su ayuda implantar la paz y el reino de Dios en la Tierra. Me complace pensar que he contribuido por mi parte a esta obra colosal redimiendo a Mongolia.
Meditó un momento en silencio.
– Pero no niego que algunos de mis asociados en esta empresa reprueban mi conducta, calificándola de severa y hasta de atroz – añadió con tristeza -. Es que no comprenden aún que no combatimos solamente a un partido político, sino a una secta de asesinos, destructores de la civilización contemporánea. ¿Acaso los italianos no ejecutan a los anarquistas que tiran bombas? ¿No he de tener yo derecho a limpiar al mundo de quienes pretenden matar el alma del pueblo? ¡Yo, descendiente de los caballeros teutónicos, de los cruzados y de los corsarios, no reconozco otro castigo que la muerte para unos vulgares asesinos!… ¡Volved! – ordenó al chófer.
Media hora después vimos otra vez las luces de Urga.
CAPITULO IX
Al acercarnos a la entrada de la ciudad vimos un automóvil detenido enfrente de una casita.
– ¿Qué significa eso? – exclamó el barón -. ¡Id allá abajo!
Nuestro coche se detuvo junto al otro. La puerta de la casa se abrió bruscamente, y varios oficiales salieron con precipitación, procurando esconderse.
– ¡Alto! – les ordenó el general -. ¡Adentro!
Obedecieron, y él entró detrás de ellos, apoyándose en su bambú.
La puerta quedó abierta y pude ver y oír todo.
– ¡Desgraciados! – dijo el chófer -. Esos oficiales supieron que el barón había salido de la ciudad conmigo, lo que les hizo creer en un largo viaje, y lo aprovecharon para divertirse. ¡Van a molerlos a palos!
Pude divisar el extremo de la mesa, cubierta de botellas y latas de conserva. A un lado estaban sentadas dos mujeres jóvenes, las que se pusieron en pie rápidamente a la entrada del general. Oí la voz ronca del barón pronunciando frases breves, secas, severas.
– ¡Miserables! Vuestra patria está agonizando por culpa vuestra, y ni lo comprendéis ni lo sentís… ¡Bah! Solo necesitáis vino y mujeres… ¡Bribones!… ¡Brutos!… ¡Ciento cincuenta palos a cada uno de vosotros!
La voz fue bajando de tono hasta convertirse en un murmullo:
– ¿No os dais cuenta, señoras, de la ruina de la nación? ¿No? ¡Y si os la dais, qué os importa ello! ¿No os entristece que vuestros maridos estén en el frente ahora mismo, tal vez haciéndose matar? Pero no sois mujeres… Yo respeto a la mujer, cuyos sentimientos son más profundos y fuertes que los del hombre, pero vosotras no sois mujeres. Escuchadme: ¡Otra ligereza más, y mando que os cuelguen!
Volvió al coche, y él mismo tocó la bocina varias veces. Inmediatamente llegaron a galope unos jinetes mongoles.
– Entregad a esos hombres al comandante. Después le diré lo que ha de hacer de ellos.
Guardamos silencio. El barón, exasperado, jadeaba, y encendió uno tras otro varios cigarrillos, tirándolos en cuanto les daba un par de chupadas.
– Cenareis conmigo – me dijo.
Invitó también a su jefe de Estado Mayor, hombre muy reservado y taciturno, pero de exquisita educación. Los criados nos sirvieron un plato chino caliente, seguido de carne fría y de una compota de frutas de California, toda acompañado del inevitable té. Comimos a la china, con palillos. El barón parecía contrariado.
Con muchos circunloquios empecé a hablar de los oficiales culpables, procurando disculparlos y poniendo de manifiesto las circunstancias extraordinariamente penosas en que vivían.
– Están podridos hasta la medula; no tienen nada recomendable; han caído al fango – murmuró el general.
El jefe del Estado Mayor habló en igual sentido que yo, y por fin en barón dispuso por teléfono que los soltasen.
Al día siguiente me paseé con mis amigos por las calles, observando la animación de la ciudad. La energía del barón exigía una actividad constante, y la imponía a cuanto le rodeaba. Estaba en todas partes, lo vigilaba todo, pero nunca entorpecía la labor de sus subordinados. En Urga todo el mundo trabajaba. Por la tarde, el jefe del Estado Mayor me invitó a ir a su casa, en la que encontré un gran número de oficiales muy inteligentes. Les referí mi viaje, y conversábamos con calor, cuando el coronel Sepailoff entré canturriando. Los demás callaron en seguida, y con distintos pretextos se fueron retirando uno tras otro. El coronel tendió al jefe del Estado Mayor unos papeles, y luego, dirigiéndose a nosotros, dijo:
– Les mandaré para cenar un delicioso pastel de pescado y una ensalada de tomates.
Cuando Sepailoff se marchó mi amigo se llevó las manos a la cabeza con gesto de desesperación, exclamando:
– ¡Y tener que convivir desde la revolución con la hez de la tierra!
Algunos momentos después, un soldado, de parte de Sepailoff, trajo una sopera y el pastel de pescado. Mientras que el soldado se inclinaba hacia la mesa para colocar los paltos, el jefe del Estado Mayor me hizo una seña con los ojos y murmuró:
– ¡Fíjese en ese tipo!
Cuando el soldado se retiró, mi anfitrión escuchó atentamente esperando que se extinguiera el ruido de sus pasos.
– Es el verdugo de Sepailoff, el que cuelga y estrangula a los infelices condenados.
Después con gran sorpresa mía, salió de la yurta para tirar por encima de la empalizada los dos obsequios del coronel.
– Con Sepailoff todas las precauciones son pocas. Quién sabe si su cena estará envenenada. Lo más prudente es no comerla.
Con el corazón oprimido por estos incidentes, regresé a mi casa. Mi patrón no se había dormido aún y vino a mi encuentro con cara de espanto. Mis amigos también se encontraban allí.