– ¡Gracias a Dios! – exclamaron todos -. ¿No os ha ocurrido nada?
– ¿Qué pasa? – pregunté.
– Mirad – principió mi patrón -; después de que os fuisteis se presentó un soldado de parte de Sepailoff y se llevó vuestro equipaje, diciendo que le habíais mandado venir a recogerlo. Sabíamos lo que eso significaba: que iban a registrarlo todo, y luego…
Comprendí prontamente el peligro. Sepailoff podía poner lo que quisiera entre mis efectos y acusarme después. Mi antiguo amigo el agrónomo y yo nos encaminamos seguidamente a casa de Sepailoff. Mi amigo se quedó a la puerta; yo entré y hablé al mismo soldado que nos había llevado la cena.
Sepailoff me recibió inmediatamente. Respondiendo a mi protesta, me aseguró que se trataba de un error, y rogándome que esperase un instante salió. Esperé cinco, diez, quince minutos, y nadie vino. Llamé a la puerta; nadie contestó. Entonces me decidí a ir a buscar al barón y me dirigí a la salida, pero la puerta estaba cerrada con llave. Intenté abrir la otra puerta, con idéntico resultado. ¡Había caído en una trampa! Quise sin vacilar acudir a mi amigo, pero reparé en un teléfono instalado en la pared y llamé al barón Ungern.
A los pocos instantes apareció con Sepailoff.
– ¿Qué ha ocurrido aquí? – preguntó a Sepailoff, con tono arico y amenazador.
Y sin esperar la respuesta, le golpeó con su bastón tan fuertemente, que derribó al coronel.
Salimos, y el general ordenó que me devolviesen el equipaje.
Luego me condujo a su yurta.
– De ahora en adelante os alojareis conmigo – dijo -. Celebro este incidente – añadió, sonriendo – porque me permite deciros todo lo que quiero que sepáis.
Esto me alentó a formular una pregunta:
– ¿Puedo hablaros de cuanto llevo visto y oído?
Reflexionó un momento antes de contestar:
– Dadme vuestro carnet de notas.
Le entregué lo pedido, donde tenia hechos algunos croquis de mi viaje, y escribió estas palabras: “Después de mi muerte. El barón Ungern”.
– Pero sois más joven que yo y me sobreviviréis, por ley natural – observé.
Cerró los ojos, inclinó la cabeza y balbució:
– ¡No! Ciento treinta días más, y todo habrá concluido. Luego, la nirvana. ¡Qué cansado, qué harto estoy de penas, miserias y odios!
Enmudecimos ambos largo rato. Comprendía que el coronel Sepailoff había de aborrecerme mortalmente y que era imprescindible salir de Urga lo antes posible. Eran las dos de la tarde. De improviso el barón se levantó.
– Vamos a saludar al venerable y poderoso Buda – dijo.
Brillábanle los ojos, su semblante revelaba honda preocupación y crispaba sus labios una amarga y melancólica sonrisa. Partimos en automóvil.
Así vivía en aquel campamento de refugiados mártires, perseguidos por la fatalidad y arrastrados hacia la muerte, conducidos por el odio y el desprecio del descendiente de los caballeros teutones. Y él, que los martirizaba, no disfrutaba de una hora ni de una noche de paz. Sus pensamientos, envenenados e imperiosos, le consumían el corazón, le torturaban inclementes. El desventurado sufría como un nuevo Titán, sabiendo que cada día le mermaba en una unidad la corta cadena de ciento treinta eslabones que le arrastraban hacia el Más Allá.
CAPITULO X
Cuando llegamos al monasterio dejamos el automóvil y nos internamos en el laberinto de estrechos paseos que conducen frente al mayor templo de Urga, cuyos muros tibetanos se destacan terminados por un presuntuoso tejado de estilo chino. Una sola linterna brillaba a la entrada. La pesada puerta, forrada de bronce y acero, estaba cerrada. Golpeó el general el enorme gong de cobre colgado de la puerta, y los monjes asustados, empezaron a correr en todas direcciones, y viendo al general barón, se prosternaron en tierra, no atreviéndose a alzar la cabeza.
– ¡Levantaos – dijo el barón – y llevadme al templo!
El interior de este se parecía al de todos los templos de lamas: en él había las mismas banderas multicolores con plegarias, signos simbólicos e imágenes de santos; los largos gallardetes de seda pendían del techo; las estatuas de dioses y diosas abundaban. A ambos lados del coro estaban los bancos rojos de los lamas y de la Maestría. En el altar, las lámparas hacían brillar el oro y la plata de los vasos y candelabros. Detrás colgaba un tupido cortinaje de seda amarilla con inscripciones en tibetano. Los lamas descorrieron las cortinas. A la débil luz de las lámparas vacilantes apareció la gran estatua de Buda sentado en el loto de oro. El rostro del dios se mostraba tranquilo e indiferente; solo una tenue claridad parecía animarle. Por todas partes le guardaban millares de pequeños budas, puestos allí como ofrendas por sus fieles adoradores. El barón tocó el gong para llamar la atención del Gran Buda respecto a su plegaria y echó un puñado de monedas en la ancha copa de bronce. Entonces el hijo de los cruzados, que había estudiado todas las filosofías occidentales, entornó los ojos, se tapó el rostro con las manos juntas y rezó. Vi un rosario negro en su muñeca izquierda. Su oración duró un cuarto de hora. Luego me condujo al otro extremo del monasterio y me dijo:
– No me gusta este templo. Es nuevo y ha sido construido por los lamas cuando el Buda vivo se quedó ciego. No hay en el rostro del Buda dorado las lágrimas, las esperanzas, las angustias y el agradecimiento del pueblo. Este aún no ha tenido tiempo de estampar en él las huellas de sus plegarias. Vamos ahora a ver el viejo santuario de las profecías.
Era un edificio mucho más pequeño, ennegrecido por los años y semejante a una torre, con techo de media naranja. Sus puertas estaban abiertas. A los dos lados de la principal se hallaban las ruedas de las oraciones, a las que podía dar vueltas. Encima una plancha de cobre de los signos del Zodíaco. En el interior dos monjes salmodiaban los sutras sagrados y no levantaron los ojos a nuestra llegada.
El general se acercó a uno de ellos y le dijo:
– Echad los dados para saber la cuenta de mis días.
Los sacerdotes trajeron dos cubiletes llenos de dados e hicieron rodar estos sobre una mesa baja. El barón miró, contó al mismo tiempo que ellos y exclamó:
– ¡Ciento treinta! ¡Siempre ciento treinta!
Acercose al altar, que sostenía una antigua estatua de Buda, de piedra, que había sido traída de la India, y se puso a orar. Apuntaba el alba. Nos paseamos por el monasterio, visitando los templo y santuarios, el museo de la escuela de medicina, la torre de los astrólogos y el patio donde los Bandís y los Lamas jóvenes se ejercitan en la lucha por las mañanas. En otros sitios los lamas tiraban al arco. Algunos Lamas de grado más elevado nos ofrecieron té, carnero y cebollas silvestres.
A mi vuelta a la yurta procuré dormir, pero en vano. Me preocupaban demasiadas cuestiones. ¿Dónde estoy? ¿En qué época vivo realmente? Sin darme cuenta exacta, presentía confusamente la invisible presencia de alguna idea magna, de un proyecto gigantesco, de una indescriptible miseria humana.
Después de desayunarnos, el general demostró deseos de presentarme al Buda vivo. Es tan difícil conseguir una audiencia del Buda, que me encantó la propuesta. No tardó nuestro coche en detenerse a la puerta del gran muro rayado de blanco y rojo que rodea el palacio del dios. Doscientos Lamas con trajes amarillos y rojos se precipitaron a saludar al general, al Chiang Chun, con un murmullo respetuoso. ¡Kan, dios de la guerra! En solemne procesión nos llevaron a una sala espaciosa de tamizada luz. Unas puertas macizas y talladas daban paso al interior del palacio. En el extremo del salón, en un estrado, se hallaba el trono, cubierto de cojines de seda amarilla. El respaldo era rojo con dorado marco de madera; a ambos lados había pantallas amarillas de seda con marcos de ébano de complicados relieves, y junto a las paredes, vitrinas atestadas de objetos de todas clases procedentes de China, Japón, Indostán y Rusia. También me fijé entre los bibelots en un marqués y una marquesa de porcelana de Sévres, de un gusto exquisito. Delante del trono, a una larga mesa de poca altura, estaban sentados ocho nobles mongoles: el presidente, un respetable anciano de fisonomía inteligente y enérgica y de mirada penetrante, me recordó las autenticas imágenes de madera de los santos budistas, cuyos ojos están hechos con piedras preciosas, que había visto en el museo imperial de Tokio, en las salas dedicadas al budismo, donde los japoneses enseñaban las antiguas estatuas de Amida, Daunichi-Buda, de la diosa Kwannon y del alegre Hotei.