Así vivía en una lucha de cada día, corroído cada vez más por la amargura de mis tristes pensamientos. Pasaron los días y las semanas, y no tardé en sentir entibiarse el soplo del viento. En las calvas del monte la nieve comenzó a derretirse; a trechos, los arroyuelos hicieron su aparición. Otro día vi una mosca o una araña que se había despertado tras de aquel rudo invierno. Se acercaba la primavera. Comprendí que en esa estación me sería imposible salir del bosque. Todos los ríos se desbordaban; los pantanos se ponían intransitables; los senderos de la montaña se transformaban en rápidos torrentes. Dime cuenta que irresistiblemente estaba condenado a pasar el verano en forzosa soledad. La primavera se enseñoreó imperiosa del bosque, la montaña se despojó de su manto de nieve y se mostró con sus rocas, sus troncos de abedules y álamos y los conos de sus hormigueros. El río, aquí y allá, rompía su cubierta de hielo, y sus olas apresuradas corrían espumeantes y bulliciosas.
CAPITULO IV
Un día, cazando, me aproximaba a la orilla, cuando divisé un banco de grandes peces de lomos rojizos, que parecían llenos de sangre. Nadaban a flor de agua, disfrutando de los rayos del sol. Una vez el río quedó libre de hielos, los peces aparecieron en enormes cantidades. Pronto vi que remontaban la corriente por ser época de desove, que efectúan en los pequeños arroyos. Entonces decidí emplear un método de pesca prohibido por la legislación de todos los países; pero los gobernantes y legisladores tendrán que mostrarse indulgentes con un hombre que, viviendo en una madriguera al amparo de las raíces de un árbol derribado, osó violar sus leyes razonables.
Recogiendo ramas de abedul y pobos, construí en el lecho del río un dique, que los peces no podían trasponer, y pronto los vi que intentaban franquearlo saltando por encima de él. Cerca de la orilla dispuse una abertura en mi barrera, aproximadamente a unos cincuenta centímetros de la superficie, y fijé aguas arriba una especie de cesto, tejido con tallos flexibles de sauce, donde los peces llegaban pasando por el dique. Yo los acechaba y al pasar los golpeaba cruelmente en la cabeza con una fuerte estaca. Todos los que cogí pesaban más de treinta libras; algunos excedían de las ochenta. Esta clase de peces se llama taimen y pertenece a la familia de las truchas, pero no es la mejor del Yenisei.
Dos semanas más tarde, habiendo terminado de pasar los peces y no sirviéndome para nada el cesto, volví a dedicarme a la caza.
CAPITULO V
La caza era cada día más fructuosa y agradable a medida que la primavera traía la vida. Por la mañana, la romper el alba, el bosque se llenaba de voces extrañas e incomprensibles para los habitantes de las ciudades. El gallo silvestre cloqueaba y entonaba su canto de amor, encaramado en las altas ramas de un cedro, contemplando con admiración a la gallina gris que escarbaba hojas secas debajo de él.
No era difícil acercarse al emplumado tenor y de un certero tiro hacerle descender de las alturas líricas a más útiles funciones. Moría en plena eutanasia, en un éxtasis de amor, que de nada le permitía enterarse. En los claveros, los gallos negros de largas colas manchadas se peleaban, mientras que las hembras se pavoneaban cerca de ellos estirando el cuello, cacareando, en comadreo, sin duda, sobre sus belicosos galanes, a los que miraban embelesadas. A lo lejos, grave y profunda, plena de ternura y deseo, resonaba la llamada de amor del ciervo, mientras que de los picos montañosos descendía el bramido leve y temblón del gato montés. Por los matorrales brincaban las liebres, y con frecuencia, a corta distancia, un zorro agazapado contra el suelo espiaba su presa. Nunca vi lobos; no suele haberlos en las regiones abruptas y enmarañadas de Siberia.
Pero tenía por vecino otro feroz animal, y uno de los dos tenía que ceder el sitio. Un día, al volver de la caza con un gran urogallo, distinguí de improviso entre la maleza una masa negra y movediza. Me detuve, y mirando atentamente vi un oso horadando con todas sus fuerzas un hormiguero. Me sintió, gruñó con violencia y se alejó rápidamente, asombrándome la velocidad de su trompona marcha. A la mañana siguiente, cuando yo dormía todavía envuelto en mi manta, me sobresaltó un ruido procedente del exterior de mi choza. Miré con precaución y descubrí al oso. Estaba enderezado sobre las patas traseras y resollaba con fuerza preguntándose qué especie de criatura viviente había adoptado las costumbres de sus congéneres, albergándose durante el invierno debajo de los troncos de los árboles derribados. Lancé un grito y golpeé el perol con un hacha. Mi madrugador visitante huyó a toda velocidad; pero su visita me fue sumamente desagradable. Esto ocurrió al empezar la primavera y el oso no debía de haber abandonado sus cuarteles de invierno. Era el oso hormiguero, tipo anormal, desprovisto de la cortesía de que se enorgullecen las especies superiores de la raza.
Sabía que los hormigueros son irritables y audaces, de modo que me preparé a la defensa y al ataque. Mis preparativos terminaron pronto. Emboté el extremo de cinco de mis cartuchos, convirtiéndolos así en balas dum-dum, argumentos más al alcance de mi antipático vecino. Envuelto en mi manta me dirigí al sitio donde por primera vez había visto al animal, en el que abundaban los hormigueros. De la vuelta a la montaña, exploré todos los barrancos, pero no conseguí tropezar con el intruso… Cansado y desengañado, me aproximaba a mi choza, sin desconfianza, cuando de improviso avisté al rey del bosque, que acababa de salir de mi humilde vivienda, y que, puesto en pie, resollaba a la entrada de ella. Hice fuego. La bala le atravesó el costado. Rugió de dolor y de rabia y se irguió aún más sobre las patas traseras. La segunda bala le rompió una pata, y entonces se agachó, pero enseguida, arrastrando la pata herida, intentó sostenerse en pie, avanzando para atacarme. Solo la tercera bala, recibida en medio del pecho, le detuvo. Pesaba unas doscientas o doscientas cincuenta libras, por lo que pude calcular, y su carne era muy sabrosa, especialmente en albóndigas, que asaba sobre unas piedras calentadas y que por lo hinchadas y apetitosas me recordaban a las finas tortillas sopladas que tanto apreciábamos en el “Mevded” de Petrogrado. Con esta provisión de carne, que tan afortunadamente vino a enriquecer mi despensa, viví desde entonces hasta la época en que el terreno se secó y en que el nivel de las aguas bajó lo suficiente para permitirme descender por el río hacia el país que Iván me había indicado.
Viajando, siempre con grandes precauciones, recorrí la orilla del río a pie, llevando de mis cuarteles de invierno todo mi ajuar envuelto en el saco de piel de gamo que había fabricado atando las patas del animal con un tosco nudo. Así cargado, vadeé los pequeños arroyos y chapoteé en los lodazales que hallaba en mi camino. Después de andar unas cincuenta millas gané le país nombrado Sifkova, donde encontré la choza de un campesino llamado Tropoff, la cual estaba situada muy cerca del bosque que había llegado a ser mi ambiente natural. Con él residí una temporada.
Hoy, en medio de la seguridad y la paz inimaginables en que vivo, mi experiencia de la taiga siberiana me inspira algunas reflexiones. En nuestra época, en todo individuo sano de cuerpo y de espíritu, la necesidad hace renacer los instintos del hombre primitivo, cazador y guerrero, para ayudarle en su lucha con la Naturaleza. El hombre culto tiene la superioridad sobre el ignorante de poseer la ciencia y la energía suficientes para triunfas; pero paga caro tal privilegio; nada más horrible en la soledad absoluta que el convencimiento de ese aislamiento completo de toda sociedad humana, de toda cultura moral y estética. Un instante de debilidad o de sombría demencia puede apoderarse de ese hombre y conducirle a la inevitable destrucción. He pasado días horribles luchando con el hambre y el frío; pero aún pasé días más espantosos luchando con toda mi voluntad contra mis pensamientos deprimentes y destructores. El recuerdo de aquellos días me hiela el corazón, y ahora mismo los revivo de nuevo, tan claramente, al describir el relato de mis sufrimientos, que me sumen en un estado de terror. Debo decir también que los países llegados a un alto grado de civilización descuidad demasiado esa parte de la educación tan necesaria al hombre, si se ve reducido a las condiciones primitivas de la lucha por la vida contra la Naturaleza. Es, sin embargo, la única manera normal de desarrollar una generación nueva de hombres sanos y fuertes, cuya voluntad y músculos de hierro se combinen a la par con los temperamentos sensibles.