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– ¡Es la última noche, Djam Bolon! – exclamó el barón -. Y me habéis prometido…

– Lo recuerdo – respondió Djam Bolon -; todo está preparado.

Durante un largo rato les escuché sus evocaciones de los combates reñidos y de los amigos muertos. El reloj marcaba medianoche cuando Djam Bolon se levantó y salió.

– Van a decirme otra vez mi sino – dijo el barón como intentando justificarse -. Para el bien de nuestra causa, es lamentable que yo muerta tan pronto…

Djam Bolon regresó con una mujer pequeña, aún no vieja, que se sentó a lo oriental delante del fuego y comenzó a mirar fijamente al barón. Tenía el rostro más blanco, alargado y enjuto que las mongolas, los ojos negros y la mirada penetrante. Vestía a la usanza de gitana. Supe después que era una célebre adivina y profetisa, hija de una cíngara y de un buriato. Sacó un saquito de su cintura y, con ademán lento y ceremonioso, extrajo de él unos huesecillos de pájaro y un puñado de hierba seca. Empezó a farfullar palabras incomprensibles, echando de cuando en cuando a la lumbre puñaditos de hierba, lo que llenó la tienda de un mareante perfume. Sentí perfectamente que mi corazón palpitaba con fuerza y que se me iba la cabeza. Luego que la hechicera quemó toda la hierba puso los huesos de pájaro sobre las brasas, moviéndolos y removiéndolos con unas tenazas de bronce. A medida que los huesos se ennegrecían comenzó a examinarlos, y de repente su rostro adquirió una expresión de terror y sufrimiento. Se arrancó nerviosamente el pañuelo que tapaba su cabeza, y contraída por las convulsiones empezó a pronunciar frases breves y rápidas.

– Veo… Veo al dios de la guerra… Su vida transcurre horriblemente… Después una sombra… negra como la noche-sombra… Ciento treinta pasos aún… Más allá tinieblas… Nada… no veo nada… el dios de la guerra ha desaparecido…

El barón bajó la cabeza. La mujer cayó de espaldas, con los brazo en cruz. Había perdido el conocimiento, pero me pareció ver la pupila de uno de sus ojos brillar debajo de las entornadas pestañas. Dos soldados se llevaron a la desmayada mujer, y siguió a ello un penoso silencio que invadió la yurta del príncipe buriato. El barón Ungern se irguió, por último, y se puso a andar alrededor de la estufa, hablando solo. Al cabo se detuvo y dijo con nerviosidad:

– ¡Voy a morir! ¡Voy a morir! ¿Pero qué importa? ¿Qué importa? La causa está en buen camino y no morirá. Presiento la marcha que seguirá a la causa. Las tribus de los sucesores de Gengis Kan se han despertado. Nadie apagará la llama en el corazón de los mongoles. En Asia surgirá un gran estado del Océano Pacífico y del Índico a las márgenes del Volga. La sabia religión de Buda se difundirá hacia el Norte y el Oeste. Será la victoria del espíritu. Un conquistador, un jefe, nacerá más fuerte y más resuelto que Gengis Kan y Ugadai. Será más hábil y misericordioso que el Sultán Baber, y conservará el poder entre sus manos hasta el día feliz en que de su capital subterránea salga el rey del mundo. ¿Por qué, por qué no ocuparé yo el primer puesto de los guerreros del budismo? ¿Por qué Karma ha decidido lo contrario? Mas así ha de ser. ¡Rusia debe primero lavarse del insulto revolucionario, purificarse en la sangre y la muerte; cuantos acepten el comunismo tienen que perecer con sus familias, para que su descendencia desaparezca por completo!

El barón levantó la mano sobre su cabeza y la agitó como dando órdenes a una persona invisible.

Amanecía.

– ¡Llegó mi hora! – dijo el general -. Hoy mismo saldré de Urga.

Nos apretó la mano rápida y enérgicamente, exclamando:

– ¡Adiós para siempre! Padeceré una muerte atroz, pero el mundo no ha visto nunca una catástrofe y un diluvio de sangre como el que no ha de tardar en ver.

La puerta de la yurta se cerró con violencia. Ungern se había ido. No he vuelto a verle.

– Es preciso que también me vaya, pues me urge salir de Urga inmediatamente.

– Lo sé – respondió el príncipe -; el general os ha dejado a mi lado por una razón: os dará un cuarto compañero: el ministro de la Guerra de Mongolia. Iréis con él para volver a nuestra yurta. Es absolutamente preciso por vuestro interés.

Djam Bolon pronunció esta última frase recalcando cada palabra. No le pregunté nada, habituado ya a los misterios de aquel país, dominado por los buenos y los malos espíritus.

CAPITULO XI

EL HOMBRE DE CABEZA EN FORMA DE SILLA DE MONTAR

Luego de tomar el té en la yurta de Djam Bolon, volví a la mía y preparé mi equipaje.

El Lama Turgut estaba ya allí.

– El ministro de la guerra nos acompañará. Es necesario – murmuró.

– Bien – le respondí -, y me fui a ver a Olufsen para llevarle con nosotros; pero con gran sorpresa mía, el danés me participó que aplazaba su salida de Urga, a causa de una ocupación ineludible, y su decisión le fue fatal, porque un mes más tarde Sepailoff, que continúa siendo gobernador militar, sin el freno del barón Ungern, anunció en un informe que había perecido. El ministro de la Guerra, un joven y vigoroso mongol, se unió a nuestra caravana.

A unos nueve kilómetros de la ciudad, un automóvil nos alcanzó y se colocó detrás de nosotros. El lama sintió en el cuerpo un escalofrío y me miró espantado. Noté la proximidad del peligro, a la que tan acostumbrado estaba; abrí la funda del revólver, saqué este y lo monté. El automóvil se detuvo frente a la caravana. Sepailoff saludó cortésmente y preguntó:

– ¿Cambiarán de caballos en Jazahuduk? ¿Este camino atraviesa esa tierra de enfrente? No conozco esta zona, y quiero adelantar un correo que me precede.

El ministro de la Guerra contestó que estaríamos en Jazahuduk aquella misma noche, y dio a Sepailoff las indicaciones convenientes para que encontrase su camino. El automóvil se alejó a toda velocidad, y cuando transpuso la sierra el ministro ordenó a uno de sus mongoles que se adelantase a galope y viese si el coche se había parado al otro lado de los montes. El mongol fustigó a su caballo y partió.

Le seguimos lentamente.

– ¿Qué ocurre? – pregunté -. Explicádmelo.

El ministro me dijo que Djam Bolon tuvo un aviso la víspera de que Sepailoff proyectaba apresarme en el camino y matarme. Me imputaba haber excitado al barón en contra suya. Djam Bolon previno al general, quien organizó aquella columna para defenderme. El mongol volvió, y nos comunicó que el automóvil había desaparecido.

– Ahora – añadió el ministro – vamos a tomar otra dirección, para que el coronel nos espere inútilmente en Jazahuduck.

Nos dirigimos hacia el Norte, a Undur Dobo, y al anochecer llegamos al campamento de un príncipe local. Nos despedimos del ministro, nos proporcionaron magníficos caballos y pudimos continuar nuestro viaje al Este, alejándonos para siempre del “hombre de cabeza en forma de silla de montar”, de quien me aconsejó desconfiara el viejo adivino de las cercanías de Van Kure.

Después de doce días de marcha, sin incidentes notables, arribamos a la primera estación de la línea del ferrocarril del Este. De allí fui a Pekín.

***

Rodeado de todo el confort moderno en el hotel de Pekín, me desprendí de todos mis atributos de explorador, cazador y guerrero, pero, sin embargo, no podía sustraerme al hechizo misterioso de los nueve días pasados en Urga, donde hora tras hora traté íntimamente al barón Ungern, “el dios de la guerra encarnado”.