Cogí la que estaba más cerca del borde, un Buda de madrea, y principié a examinarla. En su interior había lago suelto que hacia ruido y se movía.
– ¿Oís? – preguntó el Lama -. Son las piedras preciosas y las pepitas de oro; las entrañas del dios.
He aquí el motivo por el cual los conquistadores rompen en seguida las estatuas de los dioses. Muchas de las más famosas piedras preciosas provienen del interior de las estatuas de dioses hallados en las Indias, Babilonia y China.
Algunas salar estaban dedicadas a bibliotecas, cuyos estantes soportaban la carga de manuscritos y volúmenes de distintas épocas escritos en diferentes idiomas sobre asuntos extraordinariamente variados. No pocos se desmenuzan en polvo, y los lamas los cubren con una solución que gelatiniza lo que resta de ellos a fin de preservarles de los estragos del aire. Vi también tabletas de arcilla con inscripciones cuneiformes originarias indudablemente de Babilonia; libros chinos, indios y tibetanos colocados al lado de los libros mongoles; volúmenes del más puro budismo antiguo, obras de los “gorros rojos”; es decir, del budismo corrompido; trabajos del budismo amarillo o lamaísta; colecciones de tradiciones, leyendas y parábolas. Grupos de Lamas leen, estudian y copian estos volúmenes, conservando y divulgando la sabiduría antigua entre los sucesores.
Una sala está reservada a los libros misteriosos sobre magia y a las biografías y escritos de los treinta y un budas vivos, con las bulas del Dalai Lama, del pontífice de Tashi Lumpo, del Hutuktu de Utai en China, del Pandita Gheghen de Dolo Nor en Mongolia interior y de los cien sabios chinos. Solamente el Bogdo Hutuktu y el Maramba Ta-Rimpocha pueden entrar en ese santuario de ciencia misteriosa. Las llaves se guardan en un cofre especial con los sellos del buda vivo y el anillo de rubíes de Gengis Kan, avalorado con la svástica, que se halla en el despacho del Bogdo. Rodean a su santidad cinco mil Lamas. Estos pertenecen a una jerarquía complicada que va desde lo simples servidores a los consejeros del dios, miembros del Gobierno. Entre estos consejeros figuran los cuatro Kanes de Mongolia y los cinco más altos príncipes.
Los Lamas se dividen en tres clases especialmente interesantes, de las que me habló el mismo Buda vivo cuando le visité en compañía de Djam Bolon.
El dios deploraba con tristeza la vida suntuosa y desordenada que los Lamas llevaban y que produce la rápida extinción de los adivinos y profetas entre sus filas.
– Si los monasterios de Jahantsi y Narabanchi – me dijo – no hubiesen conservado su régimen y su regla severa, Ta Kure carecería de adivinos y profetas; Barun Abaga Nar-Dorchiul-Jurdok y los demás santos Lamas que tenían el poder de penetrar en lo que el vulgo no ve, han desaparecido con la bendición de los dioses.
Esta clase de Lamas posee extraordinaria importancia, porque todo gran personaje que visita los monasterios de Urga es presentado al Lama Tzuren (adivino), sin que conozca la calidad de este, a fin de que le estudie su destino. El Bogdo Hutuktu se entera inmediatamente del porvenir del personaje, y provisto de tan necesarios informes sabe cómo tratar a su huésped y qué actitud adoptar con él. Los tzuren suelen ser unos viejos, secos, medio agotados, entregados al ascetismo más riguroso; pero también los hay jóvenes, casi niños, que son los hubilganes, los dioses encarnados, los futuros Hutuktus y Gheghens de los diversos monasterios mongoles.
La segunda clase comprende los doctores Ta Lama. Observan la acción de las plantas y de ciertos productos animales en los hombres, conservan los remedios del Tíbet, estudian cuidadosamente la anatomía, pero sin practicar la vivisección. Son muy hábiles para reducir las fracturas de huesos, excelentes masajistas y estupendos hipnotizadores y magnetizadores.
La tercera clase abarca los doctores de grado superior, en su mayoría tibetanos o calmucos. Son los envenenadores, a los que bien pudiera llamárseles doctores en medicina política. Viven a parte, no se tratan con los demás y constituyen la principal fuerza silenciosa en manos del buda vivo. Me dijeron que muchos eran mudos. He visto uno de esta clase, el que envenenó al medico chino enviado por el emperador de Pekín para liquidar al Buda vivo. Era un viejecillo canoso, de rostro surcado de prolongadas arrugas; tenía perilla blanca y sus ojuelos inquietos parecían estar escudriñando siempre cuanto le rodeaba. Cuando un lama de esta categoría llega a un monasterio, el dios local deja de comer y beber: tanto temor le inspira aquella locusta mongola; pero sus precauciones tampoco salvan al condenado, porque un sombrero, una camisa, un zapato, un rosario, una brida, los libros o cualquier objeto piadoso mojado en una solución venenosa basta para que se realicen los designios del Bogdo Kan.
El respeto y la fidelidad religiosa más intensa rodean al pontífice ciego. Ante él todos se prosternan, la cara pegada al suelo. Los kanes y los hutuktus se le aproximan de rodillas. Cuanto le circunda es sombrío y está pletórico de antigüedad oriental. El anciano ciego y borracho, oyendo un disco vulgar de gramófono o dando a sus servidores una sacudida eléctrica con su dinamo; el feroz tirano, envenenando a sus enemigos politos; el Lama que mantiene a su pueblo en las tinieblas, engañándole con sus predicciones y profecías, es, sin embargo, un hombre distinto de los demás.
Un día estábamos sentados en el despacho de Bogdo, y el príncipe Djam Bolon le traducía mi relato de la gran guerra. El anciano escuchaba atentamente. De repente levantó los semicaidos párpados y empezó a oír unos ruidos que venían del exterior. Su rostro reveló una sensación de veneración suplicante y atemorizada.
– Los dioses me llaman – murmuró.
Y se encaminó lentamente a su oratorio particular, donde rezó en voz alta más de dos horas, puesto de hinojos e inmóvil como una estatua. Su plegaria fue una conversación con los dioses invisibles, a cuyas preguntas dio cumplida contestación. Salió del santuario pálido y rendido, pero feliz y satisfecho.
Esa era su oración personal. Durante las ceremonias religiosas del templo no tomaba parte en las plegarias, porque entonces es “dios”. Sentado en su trono le trasladan procesionalmente al altar para que los Lamas y los fieles puedan dirigirle sus oraciones. Recibe sus invocaciones, sus esperanzas, sus lagrimas, sus dolores y anhelos, mirando impasible al espacio con los ojos brillantes, pero muertos. En ciertos momentos de la función, los Lamas le revisten con sus distintos trajes, amarillos y rojos, y le cambian de cubrecabeza. La ceremonia termina siempre en el solemne instante en que el Buda vivo, con su tiara resplandeciente, da la bendición pontificia a los fieles, volviéndose sucesivamente hacia los cuatro puntos cardinales y tendiendo, por último, su mano hacia el Noroeste, o sea hacia Europa, donde deben penetrar las enseñanzas del sapientísimo Buda.
Después de largas funciones en el templo y de las fervientes plegarias personales, el pontífice queda muy quebrantado; con frecuencia llama a sus secretarios y les dicta sus visiones y profecías, siempre sumamente complicadas y desprovistas de explicaciones.
A veces, pronunciando las palabras “sus almas se comunican”, se pone el traje blanco y va a rezar a su oratorio. Entonces se cierran todas las puertas del palacio y todos los Lamas se sumergen en un espanto místico y reverente; todos en éxtasis repasan sus rosarios y balbucean la oración Om Mani padme Hung! Hacen girar las ruedas de las plegarias y exorcizan; los adivinos leen los horóscopos; los visionarios escriben el relato de sus visiones, y los marimbas buscan en los libros antiguos la aclaración de las palabras del Buda.
CAPITULO II