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La Naturaleza destruye al débil, pero ayuda al fuerte, despertando en el alma emociones que perduran latentes en las condiciones modernas de la vida en las ciudades.

CAPITULO VI

EL TRABAJO DEL RIO

Mi permanencia en la región de Sifkova no se prolongó mucho; pero la empleé provechosamente. Al principio envié a un hombre de toda mi confianza a mis amigos de Krasnoiarsk, quienes me remitieron ropa blanca, calzado, dinero, un botiquín de farmacia y, lo que era más importante, un falso pasaporte, puesto que los bolcheviques me daban por muerto. Luego medité acerca del plan de conducta que las circunstancias me aconsejaban.

Pronto las gentes de Sifkova supieron que el comisario del gobierno de los Soviets vendría a requisarles el ganado para el Ejército rojo. Era peligroso para mí continuar allí. Esperé sólo a que el Yenisei se desembarazase de su gruesa corteza de hielo que aún lo bloqueaba, aunque ya el deshielo había libertado a los pequeños cursos de agua y los árboles aparecían revestidos de su follaje primaveral. Por mil rublos contraté a un pescador que consintió en trasladarme, aguas arriba del río, hasta una mina de oro abandonada, en cuanto el río, que solo estaba franco en algunos sitios, quedase por completo libre de su helado caparazón. Al fin, una mañana oí un ruido ensordecedor, parecido a un formidable cañonazo, y corrí a ver lo que ocurría: el río había levantado la masa de hielo y luego le dejaba caer para deshacerlo. Me precipite a la orilla y asistí a un espectáculo terrible y majestuoso. El río había acarreado un enorme volumen de hielo despedido en la porción Sur de su curso, y lo transportaba hacia el Norte, bajo la costra espesa que cubría aún ciertas partes del río; pero este impulso había roto la barrera invernal del Norte y soltado toda aquella mole grandiosa en un último empuje hacia el Océano Ártico. El Yenisei, el padre Yenisei, el héroe Yenisei, es uno de los ríos más largos de Asia, profundo y magnífico, en toda la extensión de su curso medio, donde discurre flanqueado y encajonado como un cañón por altas y escarpadas montañas. La enorme masa había traído kilómetros de campos de hielo, desmenuzándolos en los rápidos y en las rocas aisladas, haciéndolos girar en remolinos enfurecidos, levantando en partes enteras los negros caminos del invierno, arrastrando las tiendas construidas para las caravanas que van en esa estación de Minusinsk a Krasnoiarsk por la helada ruta. De cuando en cuando, la ola detenía su curso, el mugido comenzaba, y los montones de hielo aplastados, apilados a veces hasta una altura de diez metros, formaban un muro para el agua que detrás de él subía rápidamente, inundaba los terrenos bajos, lanzando sobre el suelo descomunales masas de hielo. Entonces el poder de las aguas, reforzado, se precipitaba al asalto del dique y le empujaba río abajo con estrépito de cristales rotos. En los recodos de los afluentes y contra los peñascos se formaban terribles caos. Enormes bloques de hielo se enredaban, atropellándose; algunos, proyectados al aire, venían a destrozarse tumultuosamente contra los otros ya situados allí o precipitados contra los acantilados, y las márgenes arrojaban rocas, tierras y árboles de lo más alto de las orillas escarpadas. A todo lo largo de las bajas riberas, con una improvisación que hace del hombre un pigmeo, ese gigante de la Naturaleza alza un gran muro de hielo de quince a veinte pies de altura, que los campesinos llaman zaberegs, a través del cual, para llegar al río, tienen que abrirse paso. He visto al titán realizar una hazaña increíble: un bloque de varios pies de grueso y de bastantes metros de longitud fue arrojado al aire y cayó, aplastando unos arbolitos, a más de veinte metros de la orilla.

Contemplando la gloriosa retirada del río, me colmé de terror y de indignación ante el espectáculo de los espantosos despojos que el Yenisei arrastraba en su deshielo anual. Eran los cadáveres de los contrarrevolucionarios ejecutados, oficiales, soldados y cosacos del antiguo ejército del gobernador general de toda la Rusia antibolchevique, el almirante Kolchak, y era también el resultado de la obra sanguinaria de la checa en Minusinsk. Centenares de aquellos cadáveres, con las cabezas y las manos cortadas, los rostros mutilados, los cuerpos medio carbonizados, los cráneos hundidos, flotaban en ondas y se mezclaban con los bloques de hielo en busca de una tumba, o bien giraban en los furiosos remolinos, entre los témpanos recortados, siendo aplastados y rotos, masas informes que el río, asqueado de su tarea, vomitaba en las islas y los bancos de arena. Recorrí todo el curso medio del Yenisei y sin cesar encontré estos testimonios putrefactos y pavorosos de la barbarie bolchevique. En cierto recodo del río vi un gran montón de caballos, pues por lo menos había trescientos. Una versta río abajo, un espectáculo terrible me sobrecogió el corazón: un bosquecillo de sauces a lo largo de la orilla había arrancado a la corriente y conservado entre sus ramas inclinadas, como entre los dedos de una mano, bastantes cuerpos humanos en todas las formas y actitudes, dándoles una apariencia de naturalidad que grabó para siempre en mi imaginación el recuerdo de aquella visión alucinadora. En aquel grupo lastimoso y macabro conté setenta cadáveres.

Por fin la montaña de hielo pasó, seguida de avenidas fangosas que arrastraban troncos de árboles, ramas y cuerpos, cuerpos y más cuerpos. El pescador y su hijo me acogieron en su canoa, hecha de un tronco de álamo blanco, y remontamos la corriente, ayudados de una pértiga, muy arrimados a la orilla. Es muy difícil remontar así una corriente rápida; en los recodos bruscos teníamos necesidad de remar con todas nuestras fuerzas para vencer la violencia de la corriente, y en ciertos sitios avanzábamos amarrándonos a las rocas. Algunas veces tardábamos mucho tiempo en recorrer cinco o seis metros en aquellos trechos peligrosos. En dos días alcanzamos el punto de destino adonde nos dirigíamos. Permanecí varios días en la mina de oro habitada por el guarda y su familia; como se hallaban escasos de alimentos, poco pudieron darme, y tuve que recurrir de nuevo a mi fusil para alimentarme y contribuir al aprovisionamiento de mis amigos. Un día llegó un ingeniero agrónomo. No me oculté, porque durante el invierno me había dejado crecer la barba; de modo que ni mi misma madre me hubiera conocido. No obstante, el recién llegado era listo y me adivinó enseguida. No tuve miedo de él, porque sospeché que no era bolchevique, y más tarde confirmé mi primera impresión. Nos hicimos íntimos amigos y cambiamos opiniones sobre los acontecimientos actuales. Vivía cerca de la mina de oro, en una localidad donde dirigía las obras públicas. Resolvimos huir juntos. Hacía tiempo que yo tenía decidido y preparado el plan de fuga. Conociendo la situación de Siberia y su geografía, decidí que el mejor itinerario seria por el Urianhai, parte norte de la Mongolia, próxima a las fuentes del Yenisei, para después, a través de la Mongolia, llegar al Extremo Oriente y al Pacífico…

Antes que fuese derrocado el Gobierno de Kolchak había recibido el encargo de estudiar el Urianhai y la Mongolia occidental, y para ello consulté con el mayor esmero todos los mapas y libros que pude encontrar sobre la materia. Para llevar a cabo la audaz empresa tenía el poderoso estímulo de mi propia conservación.