CAPITULO VII
Al cabo de algunos idas nos pusimos en camino, atravesando el bosque situado en la orilla izquierda del Yenisei, hacia el Sur, y evitando los pueblos todo lo que podíamos, por temor a dejar tras de nosotros un rastro que permitiera seguirnos. Cuantas veces nos vimos obligados a penetrar en ellos nos recibían hospitalariamente sus moradores, quienes no adivinaban nuestro disfraz, y observamos que aborrecían a los bolcheviques porque estos habían destruido gran numero de sus aldeas. En una granja nos dijeron que había sido enviado de Minusinsk un destacamento del Ejercito rojo para expulsar a los blancos. Tuvimos que separarnos de las márgenes del Yenisei, guareciéndonos en los bosques y las montañas. Así permanecimos quince días; durante este tiempo los soldados rojos recorrieron la región, capturando en los bosques a los oficiales desarmados, quienes, casi desnudos, se ocultaban, temiendo la atroz venganza de los bolcheviques. Más tarde atravesamos un bosque donde hallamos los cuerpos de veintiocho oficiales colgados de los árboles y con rostros y miembros mutilados. Adoptamos la resolución de no caer nunca vivos en las manos de los rojos; para cumplirla teníamos nuestras armas y una provisión de cianuro de potasio.
Cruzando un afluente del Yenisei, vimos un día un paso estrecho y pantanoso, cuya entrada estaba sembrada de cadáveres de hombres y caballos. Algo más allá encontramos un trineo roto, unos baúles desfondados y papeles esparcidos, y al lado de tales restos, ropas desgarradas y cadáveres. ¿Quiénes serían aquellos infelices? ¿Qué tragedia se había desarrollado en el seno de los grandes bosques? Intentamos aclarar el misterio con ayuda de los documentos desparramados. Eran documentos oficiales dirigidos al Estado Mayor del general Popelaieff. Probablemente una parte del Estado Mayor, durante la retirada del ejercito de Kolchak, pasó por aquellos bosques, procurando ocultarse del enemigo, que se acercaba por todos los lados, pero debieron ser aprehendidos por los rojos y asesinados.
No muy lejos de aquel lugar descubrimos el cuerpo de una desgraciada mujer, cuya condición revelaba claramente lo que había ocurrido antes que viniese a librarla el proyectil bienhechor. El cuerpo estaba tendido junto a un abrigo de follaje, salpicado de botellas y latas de conservas, testigos de la orgía predecesora del crimen.
A medida que avanzábamos hacia el Sur encontrábamos gentes más francamente hospitalarias y hostiles a los bolcheviques. Al fin salimos del bosque y llegamos a las inmensas estepas de Minusinsk, surcadas por la elevada cadena de montañas rojas llamadas Kizill-Kaiya, con su profusión de lagos sagrados. Es la región de las tumbas, de los millares de dólmenes, grandes y pequeños, monumentos funerarios de los primeros poseedores del país; estas pirámides de piedra de diez metros de altura subsisten para jalonar la ruta seguida por Gengis Kan en su marcha conquistadora, y luego por Tamerlán. Innumerables dólmenes y pirámides se extienden alineados interminablemente hacia el Norte. En estas llanuras viven ahora los tártaros, quienes, saqueados por los bolcheviques, los odian. Les confesamos sin recelos que andábamos huidos, y nos proporcionaron generosamente abundante comida y guías de confianza, diciéndonos dónde podíamos detenernos y dónde ocultarnos en caso de peligro. Algunos días después, desde un peñón de la orilla del Yenisei, divisamos el primer buque a vapor, el Oriol, con rumbo de Krasnoiarsk a Minusinsk, cargado de soldados rojos. Pronto llegamos a la desembocadura del Tuba, que habíamos de seguir en nuestro viaje hacia el Este hasta los montes Sayans, en los que nace el Urianhai. Considerábamos la etapa a lo largo del Tuba y su afluente el Amyl como la parte más peligrosa de nuestra ruta, porque las orillas de ambos ríos tienen una densa población que ha facilitado muchos soldados a los cabecillas comunistas Schentinkin y Krafchenko.
Un tártaro nos trasladó con nuestros caballos a la orilla derecha del Yenisei. Al amanecer nos envió unos cosacos, que nos guiaron hasta la desembocadura del Tuba. Descansamos todo el día y nos dimos un banquete de casis y cerezas silvestres.
CAPITULO VIII
Provistos de falsos pasaportes remontamos el valle de Tuba. Cada diez o quince verstas encontrábamos grandes aldeas, algunas de las cuales comprendían unas seiscientas casas; toda la administración estaba en manos de los soviets, y los espías examinaban a los caminantes.
No pudimos evitar esos pueblos por dos razones: primera, porque como constantemente hallábamos a los campesinos de la región, nuestras tentativas de rehuirlos hubiesen despertado sus sospechas, y cualquier soviet nos hubiera detenido, enviándonos a la checa de Minusinsk, donde habríamos pasado a más tranquila vida; y la segunda, porque los documentos de mi compañero de camino le autorizaban a servirse de los relevos de los correos del Gobierno para facilitarle su viaje. Así, que nos vimos obligados a visitar a los soviets de los pueblos para cambiar de caballos. Habíamos dejado nuestras cabalgaduras al tártaro y al cosaco que nos ayudaron a llegar a la desembocadura del Tuba, y el cosaco nos condujo en su carreta hasta el primer pueblo, donde nos proporcionaron los caballos de la posta. Todos los labradores, excepto una escasa minoría, eran desafectos a los bolcheviques y nos auxiliaron gustosos. Correspondí a su lealtad curándoles los enfermos, y mi compañero les dio consejos prácticos para sus labores agrícolas. Quienes más nos ayudaron fueron los viejos disidentes y los cosacos.
Algunas veces encontrábamos poblaciones completamente comunistas; pero no tardamos en aprender a conocerlas. Cuando entrábamos en un pueblo, al son de las campanillas de nuestros caballos, y hallábamos a los campesinos sentados a las puertas de sus casas, prontos a levantarse, cejijuntos y gruñendo, sin duda: “Ya están aquí esos demonios rojos otra vez”, no cabía duda de que el pueblo era anticomunista y de que podíamos detenernos en el con absoluta tranquilidad; pero si los labriegos venían a nuestro encuentro, acogiéndonos con alegría y llamándonos camaradas, podíamos estar seguros de que nos rodeaban los enemigos, y adoptábamos nuestras precauciones. Estos lugares estaban habitados por gentes que no eran los buenos rústicos siberianos, amigos de la libertad, sino por emigrantes de Ucrania, holgazanes y borrachos, que moran en chozas miserables y sórdidas, aunque sus aldeas estén circundadas por las feraces y negras tierras de la estepa. Peligrosos y agradables fueron los momentos pasados en el gran pueblo de Karatuz, que es más bien una villa. En el año 1912 se abrieron en él dos colegios, y la población llegó a las 15.000 almas. Es la capital de los cosacos del sur del Yenisei, pero en la actualidad cuesta trabajo conocerla. Los emigrantes del Ejercito rojo degollaron a toda la población cosaca, quemaron y destruyeron las casas, y hoy es el centro del bolchevismo y del comunismo en la región oriental del distrito de Minusinsk. En el edificio del Soviet, adonde acudimos a reemplazar los caballos, se celebraba una asamblea de la checa. Inmediatamente nos rodearon y examinaron nuestros documentos. No estábamos muy tranquilos a cerca de la impresión que pudieran producir y procuramos eludir la visita. Mi compañero suele decirme desde entonces: “Afortunadamente para nosotros, entre los bolcheviques, el inepto de ayer es el gobernador de hoy, y, por el contrario, a los sabios se les dedica a barrer calles y a limpiar las cuadras de la caballería roja. Puedo hablar con los bolcheviques porque no conocen la diferencia que hay entre desinfección y desafección, antracita y apendicitis; me las arreglo siempre para que compartan mi opinión incluso persuadiéndolos para que no me fusilen”.
Así logramos que los miembros de la checa nos ofrecieran cuanto necesitábamos; les presentamos un magnifico proyecto de organización de su región, les construimos puentes y caminos que les permitieran exportar las maderas del Urianhai, el oro y el hierro de los montes Sayan y el ganado y las pieles de Mongolia. ¡Qué triunfo aquella empresa creadora para el Gobierno de los soviets! Esta oda lírica nos entretuvo cerca de una hora, transcurrida la cual, los miembros de la checa, sin acordarse de nuestra filiación, nos proporcionaron nuevos caballos, cargaron nuestro equipaje en la carreta y nos desearon buena suerte. Fue nuestra última prueba en el interior de las fronteras de Rusia.