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Cuando franqueamos el valle del Amyl, la Fortuna nos sonrió. Cerca del vado hallamos a un miembro de la milicia de Karatuz, quien tenia en su coche algunos fusiles y pistolas automáticas, sobretodo máuseres, para armar una expedición a través del Urianhai en busca de algunos oficiales cosacos que habían causado a los bolcheviques grandes quebrantos. Nos pusimos en guardia. Podríamos fácilmente tropezar con esa expedición, y no estábamos seguros de que los soldados apreciaran nuestras sonoras frases como lo habían hecho los miembros de la checa. Interrogando hábilmente a nuestro hombre, le sonsacamos y nos dijo el camino que la expedición había de llevar. En la próxima aldea nos alojamos en la misma casa que él; abrí mi maleta y noté en seguida la miada de admiración que fijó en su contenido.

– ¿Qué mira usted con tanto interés? – le pregunté.

– Un pantalón…, un pantalón…

Yo había recibido de mis amigos un flamante pantalón de montar, de un excelente paño negro. Este pantalón atrajo la admiración extática del miliciano.

– Si no tuviese usted otros… – le dije, reflexionando un plan de ataque.

– No – repuso él con melancolía-; el Soviet no nos provee de pantalones. Me dicen que ellos también pasan sin estas prendas. ¡Y los míos están tan gastados! Mire.

Diciendo esto, se levantó los faldones de su capote, y me asombre de cómo podía sostener aquel pantalón, que tenía más agujeros que tejido.

– Véndamelo – murmuró con voz suplicante.

– Imposible; lo necesito – respondí con decisión.

Meditó unos minutos, y luego se aproximó a mí.

– Salgamos a la calle: aquí no podemos hablar.

Una vez fuera me dijo:

– Bueno, vamos a ver. Ustedes se dirigen al Urianhai. Los billetes del Banco de los soviets carecen de valor, y nada podrán adquirir aun cuando los naturales del país les ofrecerán cibelinas, zorros, armiños y polvo de oro a cambio, sobre todo, de fusiles y cartuchos. Ya tienen ustedes una carabina cada uno; yo les entregaré otra con un centenar de cartuchos si me da usted su magnifico pantalón.

– No necesitamos armas; nuestros papeles nos protegen suficientemente – le contesté, fingiendo no comprenderle.

– No, no – me interrumpió el bolchevique -; ese fusil lo puede usted cambiar por pieles o por oro. Voy a dárselo inmediatamente.

– Pues si es así, un fusil no basta para pagar un pantalón nuevo como el mío. En toda Rusia no encontraría uno igual; verdad que toda Rusia va casi en cueros, y en cuanto a su fusil, me darán por él una cibelina, y ¿para que quiero yo una sola piel?

Poco a poco obtuve lo que se me antojó. El miliciano recibió mis pantalones y yo obtuve un fusil, cien cartuchos y dos pistolas automáticas con cuarenta cartuchos cada una. Henos, pues, bien armados para defendernos. Además convencí al afortunado propietario de mis pantalones para que nos proporcionase un permiso de usar armas. La ley y la fuerza estaban ya de nuestro lado.

En una aldea apartada contratamos a un guía, compramos galletas, carne, sal y manteca, y después de veinticuatro horas de descanso emprendimos nuestra expedición remontando el Amyl hacia los montes Sayans, en la frontera del Urianhai. Allí nos prometíamos no volver a encontrar bolcheviques, ni listos ni tontos. A los tres días de haber abandonado la desembocadura del Tuba atravesamos el último pueblo ruso, próximo a la frontera del Urianhai: tres días de contacto constante con una población sin fe ni ley, entre continuos peligros y con la posibilidad siempre presente de la muerte imprevista. Solamente una voluntad de hierro, una serenidad de ánimo y una tenacidad a toda prueba, pudieron sacarnos de tantos riesgos y salvarnos de caer en el fondo del precipicio donde yacían otros desgraciados que habían fracasado en sus tentativas de ascensión hacia las cimas de la libertad que nosotros habíamos alcanzado. Quizá les faltó la energía o la entereza de carácter; tal vez carecieron de inspiración poética para cantar himnos a la gloria de los puentes, las carreteras y las minas de oro, o puede ser que no tuviesen unos pantalones de repuesto.

CAPITULO IX

HACIA LOS MONTES SAYANS Y LA LIBERTAD

Espesos bosques vírgenes nos rodeaban. En la hierba, crecida y ya amarillenta, nuestra pista serpenteaba, apenas visible, entre las matas y los árboles, que empezaban precisamente a perder sus hojas multicolores. Es la antigua y ya casi olvidada ruta del valle del Amyl.

Hace veinticinco años servía para el transporte de provisiones, maquinas y trabajadores a las numerosas minas de oro, abandonadas ocultamente. El camino seguía el curso del Amyl, ancho y rápido en aquel paraje, y luego se internaba en pleno bosque, contorneando un pantano lleno de esas peligrosas hondonadas siberianas, a través de tupidos matorrales y entre montañas y vastas praderas.

Nuestro guía no tenia, sin duda, la menor sospecha acerca de nuestras verdaderas intenciones; a veces, mirando el suelo con recelo, decía:

– Tres jinetes con caballos herrados han pasado por aquí. Puede que sean soldados.

Su inquietud desapareció cuando comprobó que las huellas se dirigían a un lado del camino para volver a tomar la vereda.

– No han ido más allá – observó, sonriendo maliciosamente.

– Lastima – le respondí -; hubiera sido más agradable viajar reunidos.

Pero el campesino se limitó a acariciarse la barba, riendo. Evidentemente no se dejó engañar por nuestra afirmación.

Pasamos junto a una mina de oro que antes había sido explotada y organizada con arreglo a los últimos perfeccionamientos, pero que a la sazón se hallaba abandonada, estando destruidos todos sus edificios. Los bolcheviques se habían llevado las maquinas, los abastecimientos e incluso parte de las barracas. En la proximidad se encontraba una iglesia sombría y triste, con las ventanas rotas, el crucifijo arrancado y el campanario quemado y derruido, lastimoso y típico emblema de la Rusia de hoy. El guarda y su familia, muertos casi de hambre, vivían en la mina entre las privaciones y continuos peligros. Nos refirieron que en aquella región forestal una banda de rojos recorría el país robando cuanto quedaba aprovechable en el terreno de la mina, extrayendo lo que podían de la parte más rica, y, provistos de las pepitas que hallaban, iban a vender y jugar a los garitos de los pueblos próximos, donde los aldeanos fabricaban con bayas y patatas vodka de contrabando, que vendían a peso de oro. Si caíamos en manos de la banda, era la muerte. Tres días después traspasamos la parte norte de la cordillera de los Sayans, cruzamos el río que forma la frontera, llamado el Algiak, y desde entonces estuvimos en el territorio del Urianhai.

Esta comarca admirable, que posee las más variadas riquezas naturales, está habitada por una raza mongola que cuenta aún con unos setenta mil individuos, pero que se halla en vísperas de desaparecer poco a poco; hablan una lengua completamente distinta de los otros dialectos de la raza, y su ideal de vida es la doctrina de la eterna paz.

El Urianhai ha sido, desde hace tiempo, una especie de campo de batalla de los experimentos administrativos de los rusos, mongoles y chinos, pues todos han reivindicado la soberanía de la región. Los desventurados habitantes, los soyotos, han tenido que pagar tributo a estos tres imperialismos. He aquí por qué la región no era para nosotros un refugio seguro. Nuestro miliciano nos había hablado ya de la expedición que se preparaba a entrar en el Urianhai, y luego supimos por los campesinos que los pueblos del Yenisei, de más al Sur, habían organizado destacamentos rojos que saqueaban y mataban a cuantos hacían prisioneros. Últimamente habían matado a sesenta y dos oficiales que intentaron atravesar el Urianhai hasta la Mongolia; habían aniquilado una caravana de mercaderes chinos y degollado a unos prisioneros alemanes que pretendían escapar del paraíso de los soviets. Al cuarto día llegamos a un valle enfangado, donde, en medio de los bosques, se levantaba una sola casa rusa. Allí nos despedimos de nuestro guía, que se apresuró a regresar antes que las nieves interceptasen los pasos de los Sayans. El amo del establecimiento consintió en conducirnos hasta el Seybi por diez mil rublos en billetes de Banco de los soviets. Como nuestros caballos estaban rendidos, nos vimos precisados a dejarlos descansar, por lo cual decidimos pasar allí veinticuatro horas.