La vida a solas con la pequeña Kristine fue difícil. Él mismo acababa de terminar la carrera, en una época en la que el antaño lucrativo oficio de dentista era menos productivo, tras veinte años de asistencia odontológica pública. Pero les había ido bien. A mediados de los años setenta, la lucha feminista alcanzaba su cénit, algo que, paradójicamente, lo ayudó. Un padre soltero que insistía en criar a su hija se beneficiaba de todas las ayudas públicas posibles, cosechaba simpatías del entorno, así como ayuda y apoyo por parte de las compañeras de trabajo y de las vecinas. Les fue bien.
No hubo muchas mujeres, alguna que otra relación, pero nunca muy duraderas. Kristine se había encargado de que así fuera. Tres veces se había atrevido a hablarle de una mujer, pero otras tantas veces fue rechazado, de un modo arisco e insolente; además, ella no aceptaba la más mínima insinuación. Ella siempre ganaba, y él adoraba a su hija. Indiscutiblemente, entendía que todos los hombres amaban a sus hijos y, de un modo racional, pensaba que, visto así, no se diferenciaba mucho de la población varonil noruega. No obstante, insistía ante sí mismo y su entorno en que la relación entre su hija y él era especial. Solo se tenían el uno al otro; él había sido padre y madre a la vez. Había estado velando durante las enfermedades, se había preocupado de vestirla siempre limpia y había consolado a la adolescente cuando su primer amor se fue al traste a las tres semanas. Cuando la niña de trece años le mostró, con una mezcla de espanto y alegría, una braguita ensangrentada, fue él quien la llevó a un restaurante a comer solomillo con vino ligeramente aguado para festejar que su hija estaba de camino a convertirse en una mujer. Fue él quien durante dos años tuvo que negar cada petición insistente para comprar un sujetador, teniendo en cuenta que las picaduras de mosquito que debían alojarse en dicha prenda eran tan insignificantes que cualquier sostén habría parecido ridículo. Con nadie pudo compartir la alegría por las espectaculares notas que sacaba su hija en la escuela, ni tampoco el amargo dolor cuando ella eligió celebrar con amigos la confirmación de su ingreso en la Facultad de Medicina de Oslo, hacía cuatro años.
Amaba a su hija, pero no conseguía llegar a ella. Cuando fue a buscarla, ella lo siguió voluntariamente, y fue ella misma quien había pedido en Urgencias que lo llamaran. Quería por tanto ir a casa, a su casa, pero no dijo nada. Una vez en el coche, de camino a casa, intentó cogerla de la mano y ella lo dejó. Aun así, no hubo respuesta, tan solo una mano flácida que se dejaba sostener con pasividad. No pronunciaron palabra alguna. Ya en casa, quiso tentarla con algo de comida: pan recién horneado con fiambres y ensaladillas, que sabía que le encantaba; rosbif y ensaladilla de gambas, y el mejor tinto de su bodega. Ella agarró la botella, pero dejó la comida. Al cabo de tres copas, se llevó la botella, se disculpó con educación y se retiró a su cuarto.
Pasaron tres horas y no se oyó ruido alguno desde su habitación. Se levantó entumecido del sofá, un modelo americano, profundo y demasiado blando. Las velas que se habían consumido pálidamente con la luz del atardecer primaveral empezaban a rezongar por la falta de cera. Se detuvo ante la puerta que daba a la habitación de la niña y permaneció en silencio absoluto durante varios minutos, hasta que tuvo el coraje de llamar. No hubo respuesta. Dudó un poco más y decidió dejarla en paz.
Se fue a la cama.
Kristine estaba en una habitación de niña, con cortinas amarillas de cuadros, sentada con un osito de peluche en el regazo; ante ella, una botella de tinto vacía sobre una mesa lacada de blanco. La cama era estrecha. Sentía calambres en las piernas después de permanecer mucho tiempo en posición fetal. La contracción era bienvenida, dolía cada vez más y se concentraba en sentir hasta qué punto le hacía realmente daño. Todo lo demás desapareció, solo notaba la protesta punzante y dolorosa en los miembros que no habían recibido suficiente sangre desde hacía un buen rato. Finalmente, no aguantó más y se tumbó en la cama estirando las piernas. El malestar aumentó enseguida. Sujetó uno de los muslos con las dos manos haciendo presa y apretó con todas sus fuerzas hasta que le empezaron a caer las lágrimas. Cualquier cosa para que perdurara el sufrimiento. Pero no podía continuar con eso, así que al cabo de un rato se soltó. El dolor en el pecho reapareció, la región interna estaba totalmente hueca, una enorme cavidad llena de un dolor indefinible. Corría por todo su cuerpo a una velocidad de vértigo y tuvo que levantarse por unas pastillas que le habían dado en Urgencias, Valium 0,5 mg. Una diminuta caja cuyo contenido encerraba una esperanza de paz en cada comprimido. Se quedó de pie con la caja en la mano izquierda durante una eternidad. Luego se la llevó al baño, abrió el envoltorio, sacó la caja con las píldoras y la vació en el agua clorada de color azul. Las cápsulas se mantuvieron a flote un instante hasta que fueron hundiéndose lánguidamente hacia el fondo de porcelana blanca y desaparecieron en las cloacas. Por seguridad, tiró dos veces de la cisterna. A continuación, se lavó la cara con agua muy fría y salió a la sala de estar. Estaba todo a oscuras; tan solo la lamparita encima del televisor arrojaba un fulgor débil y amarillo sobre las suaves alfombras del salón. Salió a la cocina a por otra botella de tinto, con cuidado para no despertar al padre, si es que dormía. Se quedó sentada en el mejor sillón, la vieja butaca de su padre, hasta vaciar también esa botella.
En ese momento, apareció en el umbral de la puerta su padre, en pijama. Imponente, aunque con los hombros caídos y las manos extendidas hacia ella en un gesto de abatimiento. Ninguno de los dos habló. Estuvo dudando un rato largo, pero, finalmente, entró en la sala y se puso en cuclillas ante ella.
– Kristine -la llamó en voz baja, más por decir algo que porque tuviera algo que decir-. Kristine, hija.
Quería tanto poder contestar. Habría querido ir a su encuentro, inclinarse hacia delante y dejar que la reconfortara y después consolarlo a él, por encima de cualquier otra cosa. Deseaba decirle que estaba apenada por lo que le había infligido, que estaba triste por haberlo defraudado y por haberlo estropeado todo, por ser tan tonta y dejarse violar. Deseaba con todas sus fuerzas poder tachar aquellos últimos y espantosos días, borrarlo todo y, tal vez, retroceder a los ocho años y a la felicidad de entonces, dejarse lanzar por los aires y aterrizar en sus brazos. Pero, sencillamente, no era capaz. No podía hacer nada para que las cosas volvieran a ser como antes: le había destrozado la vida. Lo único que pudo hacer fue extender la mano y dejar que la yema de los dedos le acariciara la cara. Desde la piel suave debajo de las sienes, bajando por las mejillas rugosas sin afeitar hasta detenerse en la hendidura de la barbilla.
– Papá -dijo en voz baja, y se levantó.
Al principio titubeó un poco, recobró el equilibrio y regresó a su cuarto. A la altura de la puerta, se giró un poco y vio que él seguía en el mismo sitio, en cuclillas, con el rostro entre las manos. Cerró la puerta y se tumbó en la cama con la ropa puesta. Al cabo de unos minutos, dormía profundamente, con la mente vacía de todo y libre de sueños.
Miércoles, 2 de junio
La cuesta adoquinada que ascendía de la calle Grønland hasta la comisaría de Policía de Oslo estaba en plena ebullición. La gente y los taxis subían y bajaban sin cesar, y de los vehículos se apeaba todo tipo de personas, desde hombres trajeados que acudían a reuniones importantes, hasta ancianas de piernas flacas y torpes, ataviadas con acertados zapatos de paseo, que se personaban disgustadas para denunciar la desaparición de un caniche. El sol brillaba implacable y los dientes de león del césped habían empezado ya a amarillear. Incluso el centro penitenciario Bots, situado al fondo de la avenida de álamos, aparentaba ser un lugar agradable. Era como si Egon Olsen estuviera a punto de salir canturreando por el portón, listo para llevar a cabo nuevos atracos. La zona estaba poblada de personas semidesnudas, sentadas o tumbadas entre los edificios, algunas disfrutando de su pausa para comer; otras, como los parados y las amas de casa, disfrutando del único espacio verde del antiguo barrio de Gamle Oslo. Niños de piel oscura jugaban al fútbol entre los que tomaban el sol; algunos de ellos se irritaban, al salir de su estado de sueño a golpe de sobresalto cada vez que la pelota aterrizaba sobre sus vientres untados de aceite. Los chavales se reían y no mostraban signos de querer trasladar el partido a otro campo.