Hanne y Håkon estaban en un banco contra la pared. Ella se había recogido las perneras del pantalón por encima de las rodillas y estaba descalza. Él pudo constatar de reojo que no se depilaba las piernas. Poco importaba, porque su escaso vello era suave, rubio y femenino, y la hacía parecer aún más hermosa que si hubiese tenido las piernas afeitadas. Su piel lucía ya un leve color moreno.
– ¿Has pensado en una cosa? -preguntó Håkon, con la boca llena. Acabó de masticar, plegó con cuidado el envoltorio del bocadillo y se tragó lo que quedaba del cartón de leche- ¿Te has dado cuenta de que el sábado noche no hubo ninguna de esas «masacres»? ¿Quiero decir, este sábado pasado?
– Sí.
Hanne había acabado hacía un buen rato su pequeño almuerzo, que había consistido en un yogur y un trozo no muy grande de colinabo. Asombrado, Håkon le había preguntado si llevaba alguna dieta. Ella no contestó.
– Sí, lo he pensado -volvió a confirmar-. Extraño, tal vez nuestro hombre se haya cansado. El caso es que hemos conseguido blindar la historia contra las garras de los periódicos. Seguro que, a la larga, para nuestro personaje resulta un poco aburrido molestarse tanto solo para fastidiarnos. Sin duda esperaba algo más, si es que la teoría de que esto es obra de algún gracioso es acertada, claro está.
– Tal vez se haya, simplemente, quedado sin sangre…
– Sí, puede ser.
El balón se acercó a su posición tras describir un gran arco. Hanne se levantó, lo atrapó con una sonrisa y se giró hacia su compañero.
– ¿Jugamos un poco?
Un arrebatado y esquivo movimiento de manos apagó cualquier esperanza de ver a Håkon jugar al fútbol con la chavalería paquistaní. Hanne les devolvió la pelota de un puntapié. Se sentó y empezó a frotarse el empeine dolorido.
– Estoy en baja forma.
– ¿Qué opinas de este caso? -preguntó Håkon.
– A decir verdad, no lo sé. Esperemos que sea una broma, pero hay algo en todo esto que no acaba de gustarme. Pese a todo, este follón ha tenido que acarrearle muchas molestias a ese tipo.
– Puede que sea una mujer.
– Sinceramente, me parece muy poco probable que una mujer esté detrás de todo esto. Tanta sangre es, digamos, demasiado…, masculina.
– Pero imagina por un momento que no se trata de ninguna broma. Imagina que los tres parajes representen cada uno el escenario de un crimen real. Imagina que…
– ¿Tienes poco que hacer, Håkon? ¿Crees que es necesario despilfarrar el tiempo con los «imagínate»? Pues sigue así y te auguro un futuro de lo más animado.
Algo irritada, se puso los calcetines y los zapatos y se bajó las perneras.
– Game over -ordenó-. Hay que volver al tajo.
Entraron a paso lento por la puerta principal. Una chatarra dorada que pendía del techo en el gigantesco vestíbulo y cuya función, al parecer, era meramente decorativa amenazaba en cualquier momento con venirse abajo, debido al excesivo calor. Reflejaba la luz del sol con tanta intensidad que era imposible sostener la mirada.
«Si se derrumba esta mierda al suelo, no será una gran pérdida», pensó Hanne.
Subió con el ascensor hasta la segunda planta.
Las reflexiones de Håkon acerca de las masacres la atormentaban, se sentía agobiado. Tenía que lidiar con cinco violaciones, siete lesiones corporales graves y una sospecha de incesto. Más que suficiente. Lo cierto es que disponían de un grupo que llevaba los casos de abusos a menores, el Grupo de Operaciones Especiales. Pero la cotización de los niños como objetos sexuales se había disparado durante esta absurda primavera y todo el mundo tenía que arrimar el hombro.
El suyo era un típico caso de sobreseimiento. Clínicamente, no se encontraron pruebas de que algo estuviera mal. El hecho de que el crío hubiera cambiado radicalmente de carácter, para profunda desesperación de su madre y de la guardería, y que un psicólogo pudiera aseverar con total convencimiento que algo había pasado estaba, aun así, tan lejos de cualquier condena como de la Luna. «Algo» no era una definición muy precisa, desde un punto de vista jurídico. Sin embargo, iba en contra de sus instintos policiales más profundos no seguir perseverando en el caso. El chiquillo habló bastante durante la vista oral, pero se quedó completamente mudo cuando Hanne intentó, con mucha delicadeza, sacarle una explicación acerca de quién había exhibido un pene muy raro con leche dentro. Otra vista oral significaría la última baza en juego, pero eso tenía que esperar, al menos, un par de semanas.
«Imagina que…»
Hanne estaba sentada con los pies sobre la mesa, las manos detrás de la nuca y los ojos entornados.
«Imaginemos que hubiera ocurrido algo de verdad en la leñera de Tøyen, en la barraca de Loelva y en el aparcamiento de Vaterland.» En tal caso, era grotesco. Era imposible que la sangre emanara de una única persona y, aunque fueran tres o cuatro, cuyo macabro destino las esperaba en cada uno de los escenarios, era tan radicalmente improbable que, de momento, debía descartar aquella posibilidad.
Pegó un salto cuando el inspector Kaldbakken entró por la puerta y de un manotazo le apartó las piernas, que se estamparon contra el suelo del escritorio.
– ¿Tienes poco que hacer, Wilhelmsen? -dijo gruñendo-. Pásate por mi despacho, ¡así tendrás con qué entretenerte!
– No, por Dios. Tengo más que de sobra, como todos.
El jefe se sentó.
– ¿Has progresado algo con la violación del sábado? ¿Esa estudianta?
El inspector Kaldbakken debía de ser la única persona en este mundo en llamar a las mujeres estudiantes: «estudiantas». Según decían los rumores, también él solía ponerse el sombrero de borlas de estudiante el 17 de Mayo.
– No, nada en especial, lo normal. Nadie ha visto ni oído nada. A ella misma le cuesta muchísimo darnos algo más que una vaga descripción. Tú mismo has visto el retrato. Se parece a todos y a nadie. Hemos recibido medio centenar de pistas que Erik se ha encargado de cotejar. No parecen muy fiables, ninguna de ellas, al menos es lo que él dice. Echaré un vistazo yo misma.
– No me gusta -dijo, carraspeando, y siguió tosiendo durante unos minutos.
– Deberías dejar de fumar Kaldbakken -le dijo en voz baja, y advirtió que la carraspera sonaba a esa enfermedad pulmonar obstructiva crónica, el EPOC, en su penúltimo estadio. Ella misma debería dejar de fumar.
– Es lo que dice mi mujer -contestó, medio ahogado y finalizando el ataque de tos escupiendo gargajos que, sin duda, soltaban un montón de porquería de aspecto inmundo.
Se tapó la boca con un pañuelo usado de gran tamaño para recoger la materia. Hanne se dio la vuelta con mucho tacto y descansó la mirada sobre dos gorriones que se peleaban en el marco exterior de la ventana. El calor era insoportable también para ellos.
– No me gusta -insistió-. Las violaciones precedidas de agresiones vienen raras veces solas. ¿Sabes algo de los médicos forenses?