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– No, ¡demasiado pronto! Suelen tardar semanas antes de mandar algo.

– Insiste con ellos, Wilhelmsen, dales caña. Estoy verdaderamente muy preocupado.

Se levantó con mucho esfuerzo y dificultad, y regresó tosiendo a su despacho.

Jueves, 3 de junio

No era tarea fácil tomarse algunos días libres, así, de sopetón. Sin embargo, sus dos compañeros se mostraron de lo más comprensivos. Se hicieron cargo de los pacientes con diligencia y buena voluntad, teniendo en cuenta el escaso tiempo de preaviso. Significaba un perjuicio económico, aunque, por otro lado, hacía muchos años que no se había regalado unas buenas vacaciones.

Tampoco podía llamarlo «vacaciones», pues tenía mucho que hacer. ¿Por dónde iba a empezar? No estaba muy seguro, así que decidió empezar con unos largos. La piscina estaba sorprendentemente llena de gente, a pesar de que eran las siete de la mañana. Los nadadores rezumaban olor a cloro, parecía como si acabaran de rellenar la piscina. Algunos deberían ser clientes habituales, saludaban y charlaban al borde de la piscina. Otros eran más conscientes de su objetivo, nadaban de un extremo al otro los cincuenta metros que medía cada largo, sin prestar atención a los demás, sin mirar a nadie, solo nadaban, nadaban y nadaban. Él también.

Al cabo de cien metros notó cierto cansancio. Al cabo de doscientos tuvo que reconocer que no solo llevaba demasiados años encima, sino que también cargaba con demasiada grasa. Empezó a clarear tras un par de largos más, al entrar en un ritmo que el corazón podía asumir. La cadencia era notablemente más lenta que la de los demás cuerpos, que resoplaban cuando pasaban por su lado con regularidad y sin descanso, hacia arriba y hacia abajo, hacia arriba y hacia abajo. Los musculosos torsos formaban estelas como pesados buques en miniatura. Se enganchó a la estela de un abigarrado bañador. Al alcanzar los setecientos metros, decidió que estaba listo. Era, sin duda, un comienzo de día inusitado, algo nuevo, distinto, y no podía recordar la última vez que se había tomado el tiempo de disfrutar tanto. En el momento de salir del agua, metió el vientre, sacó pecho y aguantó así hasta las escaleras que bajaban a los vestuarios. Soltó el aire comprimido entre los dientes y dejó que cayera la caja torácica al lugar que le correspondía.

Encontró su consuelo en la sauna, a casi cien grados de temperatura. Su piel era rubicunda, y los allí presentes no exhibían mejor aspecto. Mientras descansaba con la toalla ajustada púdicamente alrededor de su cintura, determinó que se dejaría caer por el edificio donde vivía su hija…, donde había vivido. Tenía que tomar alguna decisión acerca de ese piso, porque jamás volvería a mudarse a ese apartamento. Pero no quería forzarla a tomar una decisión en esos momentos. Tenían mucho tiempo por delante, de momento.

Se sintió limpio y más ligero, a pesar de sus casi cien kilos de peso. Lloviznaba fuera, si bien la temperatura no había bajado. Seguía haciendo demasiado calor para la época del año; incluso aunque hubieran estado en pleno julio, dieciocho grados a las ocho de la mañana era algo insólito. Aquello era casi alarmante, tal vez tuviera algo que ver con esa historia de la capa de ozono.

Tuvo menos problemas que habitualmente para sentarse en su coche, que se hallaba mal aparcado en un lugar reservado para minusválidos. La sesión de entrenamiento le había sentado de maravilla, lo tenía que repetir, se lo iba a tomar en serio.

Catorce minutos más tarde encontró un sitio lo bastante amplio, a tan solo cincuenta metros de la vivienda de su hija. Volvió a mirar el reloj y se dio cuenta de que era demasiado pronto para importunar a nadie. Los que tenían que trabajar no tendrían tiempo para hablar con él, y los que iban a quedarse en casa seguramente seguirían en la cama a esas horas. Así que compró un par de periódicos y entró en la panadería, que tentaba ya a muchos paseantes mañaneros con aromas deliciosos de bollería recién horneada.

Después de tres bollos, un cuarto de litro de leche fresca y dos tazas de café, había llegado la hora de ponerse manos a la obra. Se acercó al coche y añadió algunas monedas al parquímetro, antes de dirigirse hacia la puerta de entrada. Sacó las llaves y entró en el bloque. Había dos pisos por cada una de las cinco plantas. Empezaría por la primera.

Un tosco letrero de porcelana anunciaba que Hans Christiansen y Lena Ødegård residían en el piso de la izquierda. Se puso bien derecho y llamó al timbre. No hubo respuesta. Volvió a intentarlo y nada.

Desde luego, no era un buen comienzo: lo intentaría de nuevo por la tarde. La puerta de enfrente no tenía ningún rótulo con el nombre del inquilino. Se había fijado en el portal de entrada en que la vivienda la ocupaba un extranjero. Fue para él imposible juzgar si se trataba de una mujer o de un hombre. En cualquier caso, fuera quien fuera, no había estimado necesario cambiar la placa que antaño había adornado la puerta: un espacio perfilado en la madera con dos agujeritos en cada extremidad.

Se oyó un zumbido muy nítido proveniente del piso cuando pulsó el botón. A continuación, oyó unos pasos al otro lado de la puerta, pero no ocurrió nada. ¡Bzzzz! Lo intentó de nuevo. Ninguna reacción, pero ahora estaba convencido de que ahí había alguien. Irritado, volvió a llamar al timbre, esta vez pulsando durante un buen rato. «Un tiempo largo y descortés», pensó, y volvió a llamar.

Por fin, oyó que alguien estaba hurgando en una cadenita y la puerta se abrió levemente. La puerta apenas se abrió unos diez centímetros. Al otro lado apareció una mujer. Era bajita de estatura, un metro cincuenta y cinco centímetros. Vestía ropa anticuada, barata y presumiblemente compuesta al cien por cien de telas sintéticas, que relucía a la luz del pasillo. La mujer parecía muy asustada.

– ¿Tú policía?

– No, no soy de la Policía -dijo, y trató de sonreír lo más amablemente posible.

– Tú no policía, tú no entrar -dijo la mujer, intentando cerrar la puerta.

Como una centella, puso el pie en la minúscula abertura justo a tiempo para evitar que se cerrara la puerta. Se arrepintió al descubrir el pánico en sus ojos.

– Tranquilícese -intentó decirle a la desesperada-. Tranquilícese, solo quiero hablar un poco con usted. Soy el padre de Kristine Håverstad, la chica de la segunda planta, encima de este. Second floor -añadió, con la esperanza de que le entendería mejor. Entonces se dio cuenta de que se había equivocado-. First floor, I mean. My daughter. She lives upstairs.

Tal vez le creyera o puede que, después de pensárselo mejor, viera muy improbable que alguien viniera a acosarla a las nueve y media de la mañana. Al menos, acabó soltando la cadena y abrió la puerta con mucho cuidado. Él la miró con un aire interrogante y ella hizo ademán como invitándolo a entrar.

El apartamento estaba amueblado con una increíble sencillez. Era idéntico al de su hija, pero, aun así, parecía más pequeño. Debía de ser por la falta de muebles. Un sofá se apoyaba contra una de las paredes de la sala de estar. Apenas había nada más, con lo cual difícilmente se le podía denominar salón. Era evidente que servía, a su vez, de cama, porque cuando echó un vistazo al dormitorio pudo constatar que estaba vacío, salvo por dos maletas que había en una esquina. La sala de estar estaba, además, dotada de una mesita de comedor con una silla de madera. Asimismo, en la pared opuesta al sofá reposaba otra mesita con un televisor viejo encima, que debía de ser en blanco y negro. El suelo y las paredes estaban desnudos, salvo por una foto de gran tamaño desprovista de marco de un hombre suntuosamente vestido, de nariz aguileña y que portaba un uniforme condecorado hasta la exageración. Reconoció de inmediato el último sah de Persia.

– ¿Es usted iraní? -preguntó, feliz de haber encontrado un tema para iniciar la conversación.

– ¡Irán, sí!