La diminuta mujer sonrió moderadamente.
– Yo de Irán, sí.
– ¿Habla noruego o prefiere hablar inglés? -prosiguió, sopesando si sentarse o no. Decidió permanecer de pie. Si se hubiese sentado, habría obligado a la mujer a quedarse de pie o a sentarse a su lado en el sofá, lo que la habría hecho sentirse violenta.
– Yo entender bien noruego -contestó-. Hablar mal, a lo mejor.
– A mí me parece que se defiende muy bien -le dijo, para animarla. Empezaba a molestarle cada vez más aguantar de pie, así que cambió de idea y agarró la silla de madera, la arrastró hasta el sofá y le preguntó si le parecía bien que la usara.
– Sentarse, sentarse -dijo, claramente más sosegada. Ella misma se sentó en el borde del sofá.
– Como dije -carraspeó-, soy el padre de Kristine, Kristine Håverstad, la joven del piso que está encima de este. Quizá se haya enterado usted de lo que le pasó el sábado pasado.
Le costaba mucho hablar del tema, incluso con una desconocida mujer de Irán, que nunca había visto y que, presuntamente, nunca volvería a ver. Carraspeó de nuevo.
– Solo estoy investigando un poco por mi cuenta, para mí mismo, ¿sabe? ¿Ha hablado con la Policía?
La mujer asintió con la cabeza.
– ¿Estuvo aquí cuando ocurrió?
La vacilación era patente y no acababa de comprender por qué ella había optado por confiar en él. Tal vez, ella tampoco lo sabía.
– No, no estar yo aquí esa noche. Yo en Dinamarca ese fin de semana. Fin de semana pasado, en casa amigos. Pero eso yo no dije a mujer de policía. Yo dije yo dormir.
– Entiendo. Tiene usted amigos en Dinamarca.
– No. No amigos en Dinamarca. No amigos en Noruega, pero amigos en Alamana. Ellos quedar conmigo en Copenhague. No haber visto ellos en mucho mucho mucho tiempo. Yo vuelta aquí domingo muy tarde.
La mujer no era especialmente guapa, pero poseía un rostro enérgico y cálido. Tenía la tez más clara que otros iraníes que había visto antes y carecía de todos los rasgos que él relacionaba con aquella parte del mundo. De algún modo era morena, pero el pelo no era negro como el carbón, ni tampoco castaño oscuro. Era más parecido a lo que su mujer antaño habría llamado «color ayuntamiento». Aun así era brillante y espeso, ¡y tenía los ojos azules!
Con ayuda de las manos y un poco de inglés consiguió relatarle su triste historia. Vino como refugiada en busca de asilo y esperó trece meses largos y burocráticos hasta que las autoridades iniciaron los trámites de su solicitud de amparo en el reino de Noruega. La familia estaba dispersada a los cuatro vientos, al menos lo que quedaba de ella. La madre había fallecido de muerte natural hacía tres años, mucho tiempo después de que su padre huyera a Noruega. Fue abogada en el Irán del sah, y la familia había vivido sus años dorados, pero todo cambió al caer el régimen. Dos de sus hermanos murieron en las cárceles de los ayatolás, aunque su hermana y ella misma corrieron mejor suerte, hasta un año y medio atrás. Cogieron a un compañero de celda de sus hermanos y al cabo de tres días de interrogatorio se vino abajo. Lo ejecutaron al día siguiente. El día después, los soldados estaban delante de su puerta, pero para entonces ella había recibido un aviso y se encontraba ya al otro lado de la frontera con Turquía, gracias a la ayuda de gente que tenía una mejor tapadera que ella. Desde Turquía, tomó el avión en dirección hacia Noruega y hacia una vida que creía iba a compartir con su padre. En el aeropuerto, los de Extranjería le contaron que su padre había muerto tres días antes de un ataque al corazón. La instalaron en el centro de acogida en la ciudad de Bærum, y le asignaron un abogado de oficio. Este no tardó en averiguar que la mujer era la legítima legataria de una pequeña herencia que su padre había dejado. Constaba de un piso libre de cargas y pagado, cinco alfombras persas magníficas, unos cuantos muebles y cuarenta mil coronas en una cuenta bancaria. Vendió los muebles y las alfombras, cuya retribución, más de cien mil coronas, mandó a Irán con la idea de que su hermana pudiera sacarle provecho. No recibió respuesta alguna, lo que era de esperar, y solo le quedaba la esperanza de que todo saliera bien. Las cuarenta mil de la cuenta estaban destinadas a su manutención, de ese modo no sería una carga para la sociedad noruega.
– Yo suerte, no necesitar vivir en Tanum, vivir aquí más mejor para mí.
El viaje a Dinamarca fue ilegal, pues, como solicitante de asilo, no tenía pasaporte y, por tanto, no podía abandonar el país. Pero con su aspecto atípico pudo pasar por escandinava ante la mirada de los aduaneros sobrecargados de trabajo. Tuvo suerte, aunque eso significaba que no estaba en condiciones de proporcionarle ninguna información acerca del asunto por el que se encontraba ahí.
Se levantó.
– Bueno, pues gracias por la charla, y mucha suerte en el futuro.
Se detuvo en la puerta y le tendió la mano.
– Espero que la Policía sea comprensiva con usted.
No estaba seguro, pero creyó advertir una expresión de inseguridad en sus ojos durante un instante.
– Quiero decir que espero que pueda quedarse en el país -precisó.
– Esperar yo también -le contestó ella.
Se encaminó hacia la siguiente planta y oyó el estruendo de la puerta al cerrarse a sus espaldas. El ruido de la cadena intentando colocarse en su sitio lo acompañó hasta llegar a la segunda planta. Permaneció un momento quieto en el rellano de la escalera con la extraña sensación de que se le había pasado algo. Se sacudió la idea de encima al cabo de unos segundos y llamó al timbre.
Habían pasado cuatro días desde la terrible violación en el barrio de Homansbyen y no se había acercado ni una pizca a nada que se pudiera llamar solución o aclaración, sino todo lo contrario. Hanne tenía asombrosamente poco que escribir acerca de sus pesquisas en el caso. Se sentía muy frustrada.
Pero ¿qué podía hacer? La mayor parte del día anterior se le había esfumado en tomar declaración a un par de testigos, en relación con dos de los casos de agresión. Además, no pudo sacar mucho de eso, y un montón de trabajo se le acumulaba en una buena pila de documentos. En uno de los sumarios, el más grave, le quedaba por interrogar a cinco personas. Era un caso entre unos navajeros, que habían tenido cierta suerte, ya que el cuchillo no había tocado la arteria principal del muslo del agredido por unos pocos milímetros. No sabía cuándo podría tomar aquellas cinco declaraciones.
El caso de incesto pendía sobre su cabeza como una factura impagada de tamaño considerable y cuyo plazo de vencimiento hubiera rebasado hacía tiempo. La mala conciencia y las pesadillas la despertaron la noche anterior y estaba decidida a acudir a la nueva vista oral antes de la fecha prevista. Eso le llevaría un día entero. En primer lugar, tocaba la visita al domicilio y una ronda de «reconocimiento». A continuación, un refresco en la cantina y una vuelta en el coche patrulla para la ronda de «confíen ustedes en la Policía». No disponía de toda la jornada, ni siquiera de media.
Los montones de papeles dispuestos en fila ante ella le provocaban náuseas. Si los habitantes de esta ciudad tuvieran un mínimo presentimiento de la situación de desamparo en la que se encontraba la Policía, luchando contra unos delitos que parecían sobrepasarles, levantarían un clamor de indignación que conllevaría una inmediata inyección de cien millones de coronas y cincuenta nuevos puestos de trabajo. En esos momentos, la idea de que la Policía pudiera resolver todos los crímenes era una mera ilusión. «Es el momento idóneo para cometer un atraco de cierta envergadura. Habría un noventa y nueve por ciento de posibilidades de escapar», pensó.
No tenía que haberlo pensado.
En ese momento, la megafonía se activó y la voz profunda y monótona del jefe de sección llamó la atención de todos los agentes. Acababan de atracar la caja de ahorros Sparebanken Nor del distrito de Sagene, y todo el mundo estaba citado en la sala de juntas. Como un relámpago, Hanne cogió el casco de moto y la chupa de cuero.