– En serio -insistió-. ¿Qué harías? ¿Qué sentirías?
La otra mujer se levantó perezosamente, apoyándose en sus antebrazos y se giró a medias hacia ella. La lucecita verde de la pantallita del inmenso aparato de música iluminaba su rostro, confiriéndole un aspecto supraterrenal.
– Eres el fantasma más guapo del mundo -dijo Hanne en voz baja y soltando una carcajada-. Indiscutiblemente, el fantasma más hermoso del planeta.
Cazó un rizo de la larga melena rubia y se lo enroscó en el dedo.
– Por favor -volvió a insistir-, ¿no puedes decirme lo que harías?
Finalmente, Cecilie comprendió que hablaba en serio. Se incorporó un poco y enderezó la espalda como si ese gesto la ayudara a concentrarse mejor. Entonces dijo alto y claro y con voz grave:
– Mataría al tío. -Se detuvo bruscamente y reflexionó durante diez segundos-. Sí, lo mataría sin dudarlo.
Era justo la respuesta que Hanne quería oír. Se levantó y besó a su novia con ternura.
– Respuesta correcta -dijo brindándole una sonrisa-. Ahora tenemos que dormir.
Viernes, 4 de junio
Finn Håverstad se adentraba rara vez en la zona este de la ciudad. Su despacho estaba ubicado en una mansión colosal, vieja y muy costosa de mantener, en el acomodado barrio de Frogner, al oeste. El bajo estaba ocupado por un estudio de arquitectura, uno de los pocos que habían sobrevivido a la prolongada crisis del sector. En la primera planta se alojaban los tres dentistas, en unos locales atractivos con mucha luz, sol y aire por los cuatro costados.
La casa familiar estaba en Volvat, un lugar céntrico y al mismo tiempo rural sobre un terreno de unos mil quinientos metros cuadrados. Si bien la clínica dental había sido muy rentable durante los últimos quince años, fue sobre todo un buen pellizco como adelanto de la herencia lo que le había permitido estar en condiciones de comprarla en 1978. Su hija adoraba esa casa, y él podía llegar hasta su despacho en un paseo de veinte minutos, aunque no lo hacía nunca.
Este lado de la ciudad era distinto, no era especialmente más sucio, tampoco más vulgar, sino que… olía más. El humo de los coches formaba capas más densas y la ciudad aquí desprendía un olor más fuerte, como si hubiese olvidado echarse desodorante. Además, el ruido era bastante más elevado. No se sentía a gusto.
Típicamente noruego, emplazar la comisaría en la zona más desoladora de la ciudad. El Estado compraría el solar por cuatro duros; encima, las posibilidades de aparcar eran penosas. Conducía el BMW con prudencia al entrar por el acceso oscuro, situado al pie de la cuesta que subía hasta el edificio. Tuvo que aguardar diez minutos hasta lograr aparcar. Un chaval salió rugiendo de su plaza conduciendo un viejo Volvo Amazon y rozó la esquina de piedra en la última curva al salir del aparcamiento. La pared presentaba unas franjas amarillas y negras que indicaban que el chico no había sido el primero en topar con esa esquina. El dentista quedó advertido, por lo cual maniobró lo necesario para dejar el coche en su sitio y dudó si bajarse o no, ya que llevaba un cuarto de hora de retraso.
Ella no comentó su demora de dieciocho minutos, estaba sonriente y atenta, simple y llanamente agradable. Eso lo dejó muy desconcertado.
– No estaremos mucho tiempo -dijo, para tranquilizarlo-. ¿Café? ¿Tal vez té?
Hanne fue por café para ambos y encendió un cigarrillo, tras asegurarse de que no le molestaba lo más mínimo a su invitado.
Durante un espacio de tiempo interminable, se quedó sentada, sin decir palabra, soltando bocanadas por todo el cuarto y siguiendo las nubes de humo con la mirada turbia. Él empezó a moverse inquieto en la silla, en parte por su incomodidad. Al final no aguantó más el silencio.
– ¿Deseaba algo en especial de mí? -dijo, y se sorprendió por el tono moderado de su propia voz.
Hanne clavó su mirada en él, como si no supiera que llevaba ahí un buen rato.
– Sí, claro -dijo, en un tono casi jocoso-. Quiero algo especial de usted. Pero primero…
Apagó el cigarrillo, le lanzó una mirada interrogativa y, a todas luces, recibió la respuesta que buscaba, porque el hombre extendió el brazo en un gesto de conformidad y ella encendió inmediatamente otro pitillo.
– Debería dejar esto -dijo en tono confidente-. Tengo un jefe aquí, ha fumado así durante treinta años. Debería oír esa tos que tiene ¡Escuche!
Se quedó quieta y ladeó la cabeza. Desde lejos, del fondo del pasillo, llegaba el eco de un acceso de tos estertoroso.
– Lo oye, ¿verdad? -dijo, triunfante-. ¡Esta sustancia es altamente letal!
Fulminó el paquete de tabaco semivacío con una mirada de desagrado y se distrajo un instante.
– Bueno, pues a lo que íbamos -dijo, tan de golpe y tan fuerte que el hombre pegó un salto en la silla.
Notó que había empezado a sudar y se pasó el dedo índice, lo más discretamente posible, por el labio superior.
– En primer lugar, las formalidades -dijo en tono neutral, escribiendo el nombre, la dirección y el número de identificación según se lo iba dictando-. A continuación, tengo que advertirle lo siguiente: debe decir la verdad a la Policía, está sancionado con penas de cárcel declarar en falso, ya que es usted testigo… -sonrió y le miró-, y no está inculpado en ningún proceso penal. ¡Los procesados sí que pueden mentir todo lo que quieran! Bueno, casi. Es injusto, ¿no cree?
La enorme cabeza asentía. En ese momento estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa que viniese de esa mujer, porque le asustaba más de lo que aparentaba. La primera vez que la vio, el lunes anterior, se había fijado en que era muy atractiva. Bastante alta, delgada, aunque con las caderas bien rollizas y el pecho prominente. Ahora se parecía más a una amazona. Volvió a pasar el dedo bajo la nariz, pero no le sirvió de nada. Sacó un pañuelo recién planchado y se secó a la altura de las dos sienes.
– ¿Tiene usted calor? Lo siento, este edificio es totalmente inadecuado para las altas temperaturas que padecemos estos días.
No hizo ademán de querer abrir la ventana.
– Por cierto -dijo-, no es obligatorio que hable, puede negarse. Pero no lo hará, ¿verdad?
Él sacudió la cabeza con tanto ímpetu que tuvo la sensación de ver volar las gotas de sudor.
– Bien -determinó la mujer-. Entonces, empecemos.
Durante media hora, Hanne le hizo preguntas rutinarias y de carácter general. A qué hora llegó al piso de su hija el pasado domingo y dónde estuvo ella sentada exactamente cuando entró. Si estaba vestida y si él había retirado algún objeto del lugar. Si había notado algo diferente o poco común más allá del estado físico y mental de su hija, como olores, ruidos y cosas por el estilo. Sobre el estado actual de su hija, cuáles habían sido sus reacciones en los días posteriores. Sobre cómo se encontraba él.
Aunque hablar del caso le dolía en lo más profundo de su ser, empezó a sentir cierto alivio. Sus hombros se relajaron y el cuarto pareció menos asfixiante. Para colmo, bebió un poco de café mientras ella hacía una pausa en el interrogatorio para pasar las anotaciones a la vetusta máquina de escribir eléctrica de bola que tenía delante.
– No es precisamente el último grito -comentó el hombre con cautela.
Sin parar y sin mirarlo, le contó que estaba en la lista de espera para obtener su propio PC, tal vez llegara la siguiente semana, puede que dentro de un mes.
Tardó veinte minutos en mecanografiarlo todo y se encendió un cigarro.
– ¿Qué hizo ayer en casa de los vecinos de Kristine?
Resultaba incomprensible que la pregunta lo cogiera por sorpresa de esa manera, porque sabía que llegaría tarde o temprano. Repasó al vuelo en su mente las consecuencias que tendría mentir, y una larga vida de medio siglo en el lado obediente de la sociedad ganó la partida.