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– Quería indagar un poco por mi cuenta -reconoció.

Por fin, lo dijo, no mintió y se sintió estupendamente bien. Vio que ella se había dado cuenta de que él había estado planteándose tomar cualquier otra salida.

– ¿Va a jugar a detective privado?

El comentario no era sarcástico. Había cambiado su carácter, el rostro era más suave, giró la silla hacia él y, por primera vez desde que llegó, mantuvo el contacto visual.

– Escuche, Håverstad. Evidentemente, no sé cómo lo está pasando, pero me lo puedo imaginar, más o menos. Han desfilado ya cuarenta y dos casos de violación por mi mesa, nadie llega a acostumbrarse del todo. Ninguno se parece, salvo en una cosa: son igual de repulsivos, tanto para las víctimas como para la gente que las quiere. Lo he visto tantas veces… -Se levantó, abrió la ventana y colocó un pequeño y espantoso cenicero de vidrio marrón en la abertura para evitar que se cerrara-. Con frecuencia…, ¡créame!…, con frecuencia le he dado vueltas en mi cabeza a cómo reaccionaría si fuera mi… -se mordió la lengua-, si fuera una persona muy cercana a mí la que hubiera pasado por algo así. Solo especulaciones, claro está, porque no estoy, afortunadamente, en la situación de haberlo vivido. -Su mano fina se cerró y golpeó tres veces la mesa-. Pero creo que me invadirían pensamientos de venganza. En primer lugar, me volcaría en el cuidado y la atención de otros. Se puede canalizar mucha desesperación en la ayuda y el apoyo a los demás. Pero no hace falta que me diga que no consigue aproximarse a ella, lo sé. Las víctimas de violaciones son difíciles de alcanzar y es cuando se revela la sed de venganza. La venganza… -Cruzó los brazos sobre el pecho y su mirada se perdió por encima de su cabeza en un punto remoto-. Creo que subestimamos nuestra necesidad de venganza. ¡Debería oír a los juristas! Si uno solo se atreve a mencionar que la venganza tiene cierto sentido en el hecho de castigar, sueltan toda la artillería, dándonos lecciones de historia judicial sobre que esa cuestión la dejamos atrás hace ya varios siglos. Aquí en el norte, la venganza no se considera un acto suficientemente noble. Es simple, abyecta y, ante todo… -Se mordió el labio mientras buscaba la palabra-. ¡Primitiva! ¡Lo vemos como un acto primitivo! Un error garrafal, esa es mi opinión. La necesidad de vengarnos es inherente al ser humano. La frustración que la gente siente cuando a los violadores les cae año y medio de cárcel no se atenúa con frases jurídicas vacías acerca de la seguridad pública y de las políticas de rehabilitación. ¡La gente exige venganza! Alguien que se ha comportado de un modo cruel debe padecer la misma crueldad, y punto.

Finn intuía adónde lo quería llevar aquella singular subinspectora. La incertidumbre seguía molestándolo, pero había algo en su desmesurado interés, en sus ojos, en los gestos que producía con todo el cuerpo para subrayar sus puntos de vista, que le decía que esa mujer nunca le haría daño. Era su manera de prevenirlo contra lo que estaba a punto de iniciar. Advertencia, desde luego, pero una advertencia compasiva y bienintencionada.

– Pero ¿sabe, usted?, las cosas aquí no funcionan de esta manera. El caso es que las personas no resuelven los delitos por su cuenta y no llevan a cabo sus venganzas en las noches oscuras y tenebrosas, para el regocijo secreto del público. Eso sucede en las películas y tal vez en Estados Unidos.

Llamaron a la puerta y una figura imponente entró sin esperar respuesta. Medía al menos dos metros, la cabeza pelada con un bigote abultado y rojo sin arreglar y una cruz invertida de pendiente.

– Ah, perdona -exclamó al ver a Håverstad, aunque lo dijo sin sentirlo y miró a la subinspectora-. La cervecita de los viernes a las cuatro. ¿Te vienes?

– ¡Si se permite participar con una cervecita del viernes «sin», a lo mejor!

– Entonces nos vemos a las cuatro -dijo el monstruo, y cerró la puerta con un estruendo.

– Es policía -aseguró, como queriendo disculparlo-. Es de Vigilancias, de Seguimientos. A veces son un poco raros.

El ambiente cambió, había acabado la conferencia. Posó las dos hojas mecanografiadas delante de él para que pudiera repasarlas. No tardó nada. No ponía nada de lo que habían hablado -de lo que ella había dicho- durante la última media hora. Hanne puso el dedo índice en la parte inferior del segundo folio y él firmó.

– Aquí también -añadió, y apuntó al margen del primer folio.

Indudablemente, ya se podía marchar. Se levantó, pero ella apartó la mano que el hombre le ofrecía para despedirse.

– Lo acompaño hasta la salida.

Cerró el despacho con llave y caminó a su lado por el pasillo de baldosas y puertas azules. Gente ajetreada subía y bajaba correteando por el corredor, ninguno llevaba uniforme. Ambos pararon cuando alcanzaron las escaleras. Ahora estaba dispuesta a aceptar el apretón de manos.

– Acepte un buen consejo de mi parte: no se mezcle en asuntos que le pueden venir muy grandes, dedíquese a otra cosa. Llévese a su hija de vacaciones, a la montaña, al sur de Europa, lo que sea. Pero deje que nosotros hagamos nuestro trabajo.

El hombre murmuró algunas palabras de despedida y bajó por las escaleras. Hanne lo siguió con la mirada hasta que él se acercó a las pesadas puertas metálicas que mantenían encerrado el sofocante calor. Luego se acercó a las ventanas que daban al oeste y, justo en ese momento, apareció en su campo de visión. Avanzaba pesadamente y cabizbajo, casi como un anciano. Se detuvo un instante para enderezar la espalda hasta que desapareció por las escaleras que daban al aparcamiento subterráneo.

En ese momento, Hanne sintió verdadera lástima por aquel hombre.

En otras circunstancias, Kristine habría disfrutado de estar en casa sola. Pero en aquel momento, no estaba en condiciones de disfrutar de nada. Estaba despierta cuando su padre se levantó, pero se quedó en la cama hasta las siete y media, cuando oyó la puerta de entrada cerrarse detrás de él. Luego agotó toda el agua caliente. Primero se duchó durante veinte minutos, frotándose hasta dejar la piel roja y dolorida, y después se tomó un largo y humeante baño de espuma. Se había convertido en una rutina, casi un ritual cada mañana.

Ahora vestía un chándal viejo y un par de zapatillas de piel de foca desgastadas y ojeaba su colección de CD. Cuando se fue de casa, hacía dos años, se llevó solo los más recientes, así como sus favoritos. El montón que había dejado atrás era bastante voluminoso. Sacó un viejo CD de A-ha: Hunting High and Low: el título era muy acertado. Tenía la impresión de estar buscando algo cuyo paradero desconocía, e ignoraba de qué se trataba. En el momento de abrir la funda, esta se cayó al suelo. Una de las fijaciones de plástico de la tapa se había partido y profirió juramentos en voz baja cuando las piezas no se dejaron armar. Enojada, intentó conseguir lo que ya sabía que era imposible, y la otra fijación también acabó rompiéndose. Furiosa, arrojó ambas partes al suelo y empezó a llorar. Vaya mierda de fábricas de CD. Estuvo llorando media hora.

Morten Harket, el vocalista de A-ha, no se dividió en dos. Sentado e inclinado hacia delante, con los brazos musculosos y rígidos, tenía los ojos fijos en un punto situado detrás de ella. La mirada en blanco y negro era impenetrable. Kristine había estudiado Medicina durante cuatro años y estaba muy familiarizada con la anatomía. Sacó la cartulina de la portada de entre los trozos rotos de la funda de plástico. Aquel músculo no era visible en personas normales, se necesitaba mucho entrenamiento para eso, muchas pesas. Se palpó sus propios brazos delgados. El tríceps estaba en su sitio, solo que no se notaba a la vista. El de Morten Harket era muy visible. Sobresalía en la parte inferior del brazo, potente y definido. Se quedó observándolo fijamente.

El hombre estaba en forma y se podían ver sus tríceps. Cuando intentaba retroceder a aquella terrible noche, le era imposible recordar en qué momento lo había vislumbrado. Quizá no lo viera, tal vez solo lo había sentido, pero estaba segura al cien por cien, el agresor tenía los tríceps abultados.