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Algo que en teoría no tenía la menor importancia.

Se sobresaltó al oír ruidos en el pasillo, como si la fueran a pillar con las manos en la masa. La adrenalina corría impetuosamente por sus venas y recogió a toda velocidad los trocitos de plástico, intentando esconderlos entre el montón de CD tirados a sus pies. Acto seguido volvió el llanto.

Últimamente, todo la asustaba. Por la mañana, un pajarito se estampó contra el ventanal panorámico del salón, mientras ella intentaba ingerir algo de comida. El ruido la asustó y pegó un salto hasta el techo. Supo enseguida lo que era, pues aquellas pobres criaturas se estrellaban continuamente contra la ventana. Salían casi siempre indemnes y a veces se quedaban tiradas media hora hasta ponerse de pie titubeando y aleteando para despertar antes de salir volando dando tumbos. Esta vez salió a recoger el pajarillo y notó cómo latía su corazoncito, cosa que le produjo una profunda consternación. Al final, el pájaro murió, por miedo y porque ella lo había recogido. Se sintió culpable y avergonzada.

Su padre se inclinó sobre ella, la incorporó y ella se tambaleó como si no estuviese en condiciones físicas de mantener erguido su cuerpo enclenque. No recordaba que estuviera tan delgada y se estremeció al sujetarla por sus enjutas muñecas para evitar que se cayera. La llevó con cuidado hasta el sofá, y ella se dejó apoltronar entre los cojines profundos, apática y sin protestar. Él se sentó a su lado dejando un espacio entre ambos. Luego cambió de idea y se acercó más, pero se detuvo bruscamente cuando ella mostró signos de querer separarse. Dubitativo, cogió su mano. Ella se lo permitió.

No existía ningún otro contacto físico entre ellos, algo que Kristine agradeció. No era capaz de hacer el mínimo esfuerzo, lo deseaba tanto, al menos quería decir algo, cualquier cosa.

– Lo siento, papá, lo siento tanto.

Lo cierto es que él no oyó lo que dijo, además lloraba con tanta fuerza que no lograba pronunciar la mitad de las palabras, pero habló. Estuvo dudando un instante si debía contestarle algo. ¿Interpretaría ella su silencio como un signo de desánimo? ¿O tal vez era precisamente lo mejor, no decir nada, solo escuchar? Como solución intermedia, carraspeó.

Fue a todas luces lo correcto. Se deslizó mansamente hacia él, casi recelando, pero al final pegó el rostro contra su cuello y ahí permaneció quieta. Estaba muy incómodo, pero, como una columna de sal, con un brazo protegiéndola y con la otra mano cogiendo la suya, se quedó inmóvil durante media hora. En aquel preciso segundo comprendió que la decisión que había tomado cuando encontró a su hija en el suelo, hacía menos de una semana, deshecha y destrozada, una determinación que había puesto en tela de juicio durante su visita a la Policía aquella la mañana, había sido la correcta.

– ¿Existe alguna posibilidad de encontrar algo sensato en todo esto?

Como todos los sumarios eran ya de cierta envergadura, nadie tenía el monopolio sobre la llamada sala de emergencias. En todo caso, no era como para tirar cohetes, pero, al fin y al cabo, era un cuarto tan útil como cualquier otro.

Erik Henriksen sudaba más de lo habitual y estaba rojo como un tomate, hasta tal punto que parecía un semáforo ambulante. Estaba sentado ante una mesa inclinada con un mar de informes y notificaciones encima. Eran pistas sobre el caso de Kristine Håverstad.

El oficial levantó la mirada y puso los ojos en Hanne.

– Aquí hay de todo -dijo, riéndose-. Escucha esto: «El retrato se parece sobremanera al juez de primera instancia Arne Høgtveit. Saludos de Ulf, el Norteño».

Hanne dibujó una sonrisa de oreja a oreja. Ulf, el Norteño, era un conocido criminal que pasaba más tiempo dentro que fuera de la cárcel. Era probable que el juez Høgtveit se hubiera encargado de sus últimas estancias.

– Tampoco es ninguna tontería, se parece un poquito -dijo, arrugando el papel y apuntando a la papelera junto a la puerta-. ¡Canasta!

– O este -prosiguió Erik Henriksen-: «El autor de los hechos debe de ser mi hijo, pues lleva desde 1991 poseído por espíritus del mal. Ha cerrado su puerta al Señor».

– Bueno, no está mal -dijo Hanne-. ¿Has indagado algo?

– Sí, el hombre es pastor en la iglesia de Drammen, y su mujer, o sea, la madre del chico, está internada en el psiquiátrico de Lier desde 1991.

Ahora soltó una tremenda carcajada.

– ¿Son todos de esa índole?

Echó un vistazo a todos los montículos de papel esparcidos por la mesa de un modo, aparentemente, caótico, aunque respondía sin duda a un sistema concreto.

– Estos… -Henriksen dio una palmada sobre el montón situado arriba a la izquierda-… son auténticas chorradas.

Por desgracia, era la pila más voluminosa.

– Estos… -el puño golpeó el montón de menor tamaño situado debajo- son abogados, jueces y policías.

A continuación, recorrió con los dedos las pilas restantes.

– Aquí tenemos a antiguos violadores; aquí, a hombres normales aunque desconocidos para nosotros; aquí hay personas que, supuestamente, son demasiado mayores, y aquí… -recogió los cinco folios solitarios-, son mujeres.

– Mujeres -contestó Hanne, bromeando-. ¿Han entrado avisos sobre mujeres?

– Sí, ¿lo tiramos?

– Sin duda. Guarda el montón con los juristas y los policías, y tal vez el de los rarillos, pero no pierdas tiempo con ellos, de momento. Concéntrate en los agresores sexuales y en los hombres normales aunque desconocidos. Partiendo de la base de que los informadores son medianamente serios, ¿cuántos nos quedan?

El recuento fue expeditivo.

– Veintisiete hombres.

– Que a ciencia cierta no lo habrán hecho -suspiró Hanne-. Pero cítalos a todos lo antes posible y avísame si ves algo especialmente interesante. ¿Funciona este teléfono?

Sorprendido, el oficial contestó que suponía que sí. Levantó el auricular y se lo acercó al oído para probar.

– Al menos tiene tono de línea. ¿No se supone que debería funcionar?

– Siempre hay problemas con el equipo en esta sala, solo basura que nadie quiere.

Sacó un papelito del bolsillo de sus ajustados vaqueros y marcó un número de Oslo.

– Especialista jefe Bente Reistadvik, gracias -soltó a bocajarro, en cuanto alguien al otro lado le contestó.

Enseguida la especialista se puso al teléfono.

– Soy Wilhelmsen, de Homicidios, jefatura de Oslo. Tenéis un par de casos míos por ahí. Primero…

Volvió a leer el papel.

– Sumario 93-03541, la víctima es Kristine Håverstad. Hemos pedido un análisis de ADN y, además, hemos mandado algunas fibras, pelos y diferentes residuos.

Se hizo un silencio largo sin que Hanne anotara nada, la mirada perdida.

– Pues nada, ¿cuándo podrá estar, así, aproximadamente?… ¿Tanto?

Exhaló un lamento, se dio la vuelta y apoyó el trasero en el escritorio.

– ¿Qué hay de nuestra masacre del sábado? ¿Tienes algo para mí?

A los diez segundos miró fijamente al oficial pelirrojo con una expresión de asombro.

– ¡No me digas! Vale.

Hubo una pausa larga, luego se giró y empezó a buscar algo sobre lo que escribir hasta que el otro le alcanzó una hoja y un bolígrafo. Se llevó el cable esquivando la esquina de la mesa y se sentó a un lado de los dos escritorios colocados uno enfrente del otro.

– Interesante. ¿Cuándo podré tenerlo por escrito?

Nuevamente una pausa.

– ¡Estupendo y gracias!

Hanne puso el auricular en su sitio y siguió anotando cosas durante minuto y medio. Luego releyó lo que había escrito sin decir ni media palabra. A continuación, plegó dos veces la hoja, se levantó de la silla, se metió el papel en el bolsillo trasero del pantalón y se marchó de la habitación sin siquiera despedirse de Erik, que se quedó allí, bastante decepcionado.