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El bronceado era igual de artificial que la musculatura. Lo primero, como resultado de la cantidad ingente de rayos UVA absorbidos, suficientes como para producir un cáncer de piel incurable a toda una compañía. Los músculos inflados, por su parte, recibieron la inestimable ayuda de preparados artificiales, más concretamente de distintas formas de testosterona y, en su mayoría, de esteroides anabolizantes.

Adoraba su físico. Siempre quiso tener ese aspecto, sobre todo cuando bizco, delgado y con el pelo ralo entró en la pubertad a razón de una paliza diaria que le propinaban los demás chavales. Su madre no había podido evitarlo. Con un aliento que olía a pastillas y alcohol, había intentado en vano consolarlo cuando regresaba a casa con los ojos hinchados, las rodillas ensangrentadas y los labios rotos. Pero ella se escondía detrás de las cortinas sin intervenir cuando los palurdos de la vecindad los desafiaban a ella y a su hijo, trasladando las peleas cada vez más cerca del bloque donde vivían. Él lo sabía porque, cuando, al principio, había pedido auxilio mirando en dirección a las cortinas de la cocina de la primera planta, había divisado el movimiento en el momento en que ella había dado un paso hacia atrás para esconderse. Se escondía siempre. Lo que ignoraba es que era ella, más que la figura endeble de su hijo, lo que provocaba todas esas palizas. Los chavales de su calle tenían madres de verdad: mujeres sonrientes y desenvueltas que invitaban a bocatas y leche; algunas trabajaban, aunque no a tiempo completo. Los demás tenían hermanas o hermanitos pesados, además de padres. No todos vivían allí, ciertamente, pues, a principios de los setenta, la tendencia a divorciarse había alcanzado también el pequeño pueblo en el que creció. Aun así, los papás llegaban en coche los sábados por la mañana, con la camisa remangada, la sonrisa ancha y con cañas de pescar en el maletero. Todos menos el suyo.

Los muchachos apodaron a la madre Alco-Guri. Cuando era pequeño, muy pequeño, le pareció que su madre tenía un nombre muy bonito, Guri. Después de aparecer el apodo de Alco-Guri, lo odiaba. Ahora, no aguantaba a las mujeres que tenían el mismo nombre. De hecho, no soportaba a las mujeres en general.

Después de la pubertad, dejaron de meterse con éclass="underline" tenía diecisiete años y había crecido 18 centímetros en año y medio. Ya no tenía granos en la cara y se ensanchó de hombros. La bizquera fue corregida mediante operación y tuvo que llevar un parche humillante en el ojo, lo que no aumentó precisamente su popularidad. El pelo era rubio y su madre dijo que era guapo. Pero, paradojas de la vida, no lograba entender cómo, por ejemplo, Aksel podía tener novia cuando a él nadie lo miraba. Aksel era un compañero de clase regordete y con gafas, que, además, medía una cabeza menos que él.

No eran, propiamente dicho, malos con él, solo lo evitaban y le soltaban algún que otro dardo envenenado de vez en cuando. En especial las chicas.

Cuando cursaba el penúltimo año de instituto, Alco-Guri acabó de trastornarse por completo y la internaron en un hospital psiquiátrico. La visitó una vez, justo después de su ingreso en el centro. Estaba acostada, entubada e ida por completo. No supo qué hacer ni qué decir. Mientras, callado, escuchaba las tonterías que profanaba su madre, el edredón se había resbalado, dejándola ligeramente destapada. Tenía el camisón abierto y uno de los pechos, un trapo arrugado y vacío con un pezón casi negro, le había mirado fijamente como un ojo acusatorio. Se fue y no volvió a verla nunca. Aquel día supo lo que quería ser y nadie jamás iba a volver a molestarlo.

Ahora se encontraba delante de un ordenador y se lo estaba pensando con mucho detenimiento. La elección no era fácil, tenía que apostar por los más seguros. A los que nadie echaría de menos. De vez en cuando se levantaba y se acercaba al armario archivador, sacaba carpetas y observaba la pequeña foto de pasaporte fijada con un clip en la parte superior de la primera página. Esas fotografías siempre mentían, lo sabía por su amarga experiencia. Pero, al menos, le proporcionaban alguna pista.

En definitiva, estaba satisfecho con el resultado. Notaba cómo aumentaba la tensión, como un chute, muy parecido a cuando se medía los músculos y sabía que sus bíceps habían aumentado un centímetro desde la última medición.

El plan era genial, y lo más genial de todo era que engañaba a otros, los engañaba y los fastidiaba. Sabía cómo lo estaban pasando esos imbéciles de la Brigada Judicial, allá en la jefatura. Se estaban volviendo locos con aquello. Incluso sabía que lo denominaban: «las masacres de los sábados». Sonrió. No eran lo suficientemente listos como para entender las pistas que dejaba, el hilo conductor. Idiotas, todos ellos.

Se sentía pletórico.

– Oye, ¿me puedes decir dónde te metes últimamente? -preguntó Hanne, dejándose caer en el sillón de invitados en el despacho de Håkon.

Estaba luchando con un trozo de picadura de mascar demasiado líquido y el labio superior adoptó una forma espasmódica extraña para impedir que penetrara en su boca el sabor amargo del tabaco.

– ¡Casi no te veo el plumero!

– Los tribunales -masculló, intentando colocar con la lengua el polvillo de tabaco en su sitio. Pero tuvo que desistir, pasó el dedo índice por debajo del labio y vació los desechos de rapé. Sacudió el dedo contra el borde de la papelera y secó el resto en el pantalón.

– ¡Cerdo! -murmuró Hanne.

– Estoy hasta el cuello, tengo demasiado trabajo -dijo, e hizo caso omiso del comentario-. En primer lugar, estoy en los tribunales casi a diario; por otro lado, me como demasiados turnos con excesiva frecuencia, ya que la gente se da de baja un día sí y otro no. No doy abasto. -Señaló con el dedo a uno de los habituales montones de carpetas verdes que en esos días parecían perseguirlos a todos-. No he dispuesto de tiempo siquiera para echarles una ojeada. ¡Ni los he mirado!

Hanne se inclinó hacia la mesa, abrió una carpeta que llevaba consigo y la posó delante de él. Luego empujó la silla hasta colocarla a su lado, de modo que quedaran emparejados como alumnos de primaria compartiendo el mismo libro de lectura.

– Pues aquí te voy a enseñar algo muy emocionante: las masacres de los sábados. Acabo de hablar con el laboratorio forense; están todavía trabajando en ello, pero las pruebas provisionales son extraordinariamente interesantes. Mira esto.

La carpeta rígida contenía una serie de láminas con dos fotos pegadas en cada una: en total había tres planchas y seis fotografías. Había flechitas blancas fijadas en dos o tres puntos de cada foto, tomadas desde diversos ángulos. Le costaba mantener la carpeta abierta, era muy rígida y tendía a cerrarse continuamente. La sostuvo con las dos manos y la partió en dos. Eso ayudó.

– Estas son de la primera escena, la leñera de Tøyen. Les pedí que realizaran tres pruebas tomadas en sitios diferentes.

«¿Con qué propósito?», se preguntó Håkon, pero no dijo nada.

– Pues el caso es que fue una idea cojonuda -dijo Hanne, la mentalista-. Porque aquí… -indicó la foto número uno con las dos flechas blancas- hubo sangre humana, de una mujer. He pedido un estudio exhaustivo, pero llevará su tiempo. Pero aquí -prosiguió, señalando la otra flechita, pasando a la siguiente lámina y señalando una nueva flecha sobre una foto que llevaba tres-, aquí es otra cosa, ¿entiendes? ¡Sangre de animal!

– ¿Sangre de animal?

– Sí, presuntamente de cerdo, pero no lo sabemos aún, lo sabremos pronto.

La muestra de sangre humana había sido tomada desde el centro del baño de sangre. La sangre animal pertenece al área periférica.

Cerró la carpeta, pero permaneció sentada a su lado sin hacer ademán de querer moverse. No hablaron. Hanne percibió un aroma suave y agradable de after shave que no reconocía, olía bien. Ninguno de los dos tenía la menor idea de lo que podían significar las dos muestras de sangre.