– Si toda la sangre proviniera de un animal, la historia del gracioso cobraría más fuerza -susurró Hanne, al cabo de un rato, más para sus adentros que para Håkon-. El caso es que ahora no solo procede de un animal…
Miró el reloj y se alarmó.
– Tengo que salir pitando, la cerveza de los viernes con compañeros de promoción. Buen fin de semana.
– Sí, seguro que os sentará de maravilla -musitó, desalentado-. Me toca turno de guardia de sábado a domingo, todo un festín, con este tiempo. Ya no me acuerdo de la sensación que produce el frío.
– ¡Venga, feliz turno! -dijo sonriendo al salir por la puerta.
Una cervecita en contadas ocasiones con los viejos colegas de la academia, la fiesta de verano y la cena de Navidad constituían el escaso roce que mantenía con su quinta, en cuanto a su vida social, fuera del horario de oficina. Eran momentos amenos y muy distantes. Aparcó la moto y meditó si dejarla en un área tan abierta, en plena explanada de Vaterland, pero decidió tentar la suerte. Por si acaso, utilizó las dos cadenas para asegurarla mejor. Las enganchó a sendas ruedas y, a su vez, a dos postes metálicos adyacentes y muy oportunos.
Se quitó el casco, se sacudió el pelo, que se había quedado aplastado, y subió las escaleras del sospechoso antro que albergaba la parrilla urbana más recóndita de la ciudad; literalmente debajo de un puente de carretera.
Eran cerca de las cuatro y media y los demás llevaban ya unas cuantas pintas encima, a juzgar por el ruido. La recibieron con aplausos y gritos ensordecedores. Era la única mujer. De hecho, no había más gente en todo el local que los siete policías allí sentados. De entre los aposentos traseros salió una asiática menudita que se abalanzó sobre ellos.
– Una cerveza para mi chica -rugió Billy T., el monstruo que tanto había impresionado esa misma mañana a Finn Håverstad.
– No, no -dijo esquivando la invitación, y se pidió una Munkholm sin alcohol.
Al minuto tenía una Clausthaler encima de la mesa. Estaba claro que a la camarera le importaba poco un tipo de «sin» que otro; aunque a Hanne no le daba igual, no protestó.
– ¿Qué te traes últimamente entre manos, muñeca? -preguntó Billy T. arropándola con su brazo.
– Deberías deshacerte de este bigote -le contestó ella, tirando del enorme pelambre rojo, que había dejado crecer en un tiempo récord.
Hundió la cabeza entre los hombros haciéndose el ofendido.
– ¡Mi bigote! ¡Mi espléndido bigote! Tenías que haber visto a mis chicos, casi se mueren de miedo cuando me vieron la primera vez. ¡Y ahora quieren uno igual, todos!
Billy T. tenía cuatro hijos. Un viernes de cada dos, por la tarde, daba vueltas por la ciudad con su coche recogiendo en cuatro domicilios distintos a sus cuatro chavales. El domingo por la noche recorría la misma ruta de vuelta, entregando a cuatro chicos agotados y felices a la custodia más protectora de sus respectivas madres.
– Oye, Billy T., tú que lo sabes todo -empezó diciendo Hanne, después de que, ofuscado por el comentario bigotudo, el hombre retirara el brazo de su hombro.
– Ajá, y ¿se puede saber lo que estás buscando ahora? -bromeó.
– No, nada. Pero ¿sabes dónde conseguir sangre? ¿Cantidades ingentes de sangre?
Súbitamente, todos se callaron, salvo uno que estaba en medio de una buena historia y no se había percatado de lo que había dicho la mujer. Cuando se dio cuenta de que los demás se habían callado y de que estaban más intrigados por la pregunta de Hanne que por su chiste, agarró el vaso de cerveza y bebió.
– ¿Sangre? ¿Sangre humana? ¿Qué coño te pasa?
– No, sangre animal, de cerdo, por ejemplo, o de cualquier otra cosa, siempre que proceda de un animal y que se encuentre en Noruega, claro está.
– Pero, Hanne, si eso es elemental. ¡En un matadero, claro está!
Como si ella no hubiera llegado ya a esa conclusión.
– Sí, eso ya lo sé -dijo pacientemente-. Pero ¿puede cualquiera entrar en un matadero, como Pedro por su casa, y pedir lo que quiere, así, sin más? ¿Es posible comprar grandes cantidades de sangre en un matadero?
– Recuerdo que mi madre compraba sangre cuando era crío -soltó el más flaco de los policías-. Volvía a casa con la asquerosa sangre en una caja, hacía morcillas y cosas así, también tortitas de sangre.
Hizo una mueca rememorando el recuerdo de infancia.
– Sí, lo sé -dijo Hanne, aguantando con paciencia-. Existen carnicerías que todavía la venden. Pero, no dejaría de ser una circunstancia llamativa que alguien llegara y solicitase diez litros de sangre, ¿no creéis?
– ¿Tiene algo que ver con las masacres de los sábados, con respecto a lo que estás trabajando actualmente? -preguntó Billy T., ahora con más interés-. ¿Os han confirmado que es sangre animal?
– Algo por el estilo -informó Hanne, sin entrar en detalles sobre su propia apreciación.
– Pues comprueba en los mataderos de esta ciudad si alguien ha mostrado un interés llamativo por comprar sangre con descuento al por mayor. Es una tarea factible, incluso para vosotros, los vagos de la Sección Once.
Ya no estaban solos en el lúgubre local, dos chicas de veintitantos se habían sentado en el otro extremo del establecimiento. Un detalle que siete hombres en su mejor edad no dejaron pasar. Un par de ellos mostraron incluso cierta fascinación y Hanne sacó la conclusión de que se trataba de los dos del grupo que no tenían novia. Ella misma disparó una mirada fugaz a las chicas y le dio un vuelco el corazón. Eran lesbianas. No lo supo porque presentaran una estampa que respondiera a un patrón característico, pues una de ellas llevaba el pelo largo, y ambas tenían un físico de lo más corriente. Pero Hanne, al igual que todas las demás lesbianas, poseía un radar interno que hace posible descifrar estas cosas en una décima de segundo. Cuando, espontáneamente, las dos chicas se acercaron y se besaron dulcemente, no fue ya la única en saberlo.
Estaba furiosa, tal comportamiento la sacaba de sus casillas, se sentía provocada.
– Bolleras -susurró uno de los policías, el que, en principio, se sintió más atraído por las dos recién llegadas.
Los demás soltaron una ruidosa carcajada, todos menos Billy T. Uno de los chicos, fornido y rubio, alguien que nunca le había gustado a Hanne, solo le aguantaba, esbozó un chiste verde aprovechando la coyuntura. Billy T. lo interrumpió.
– Corta ya -le ordenó-. No nos importa un huevo lo que hagan esas chicas. Además… -un índice de increíbles dimensiones se hundió en el pecho del compañero rubio-, tus chistes no valen una mierda, escuchad este.
Treinta segundos después bramaron todos de risa. Una nueva ronda de pintas aterrizó sobre la mesa, pero para Hanne era ahora solo cuestión de dejar pasar el tiempo suficiente entre el episodio desafortunado del «bolleras» e irse de allí. Media hora debía bastar.
Se levantó, se puso la cazadora de cuero, les lanzó una sonrisa que significaba: «Suerte en vuestra travesía del viernes» y a punto estaba de irse cuando…
– Espera un poco, guapa -flirteó Billy T., y la cogió por el brazo.
– ¿Me vas a abrazar?
Se inclinó a regañadientes cuando él detuvo de golpe el movimiento y la miró fijamente, con una gravedad en los ojos que ella nunca había visto en él.
– Te quiero mucho, Hanne, ¿sabes? -dijo en voz baja, y le dio un fuerte abrazo.
Sábado, 5 de junio
La naturaleza estaba totalmente desquiciada. El aroma del cerezo aliso se proyectaba a lo largo de todos los caminos y los rosales en los jardines habían culminado ya su floración. Los tulipanes que, normalmente, deberían estar pletóricos, mostraban un aspecto desolador, con los pétalos caídos, a punto de marchitarse. Los insectos zumbaban aturdidos entre tanta diversión. Los alérgicos al polen habían sufrido de lo lindo, e incluso los más fervorosos amantes del verano miraban de reojo al sol, que apenas descansaba unas horas cada noche antes de volver al día siguiente a la carga, a las cinco de la mañana, ardiente y descansado. Algo no cuadraba.