– Está a punto de llegar el cometa -suspiró Hanne, que leía una vez al año los libros de los Humin, de Tove Jansson.
Estaba sentada en la terraza con los pies apoyados en la barandilla leyendo el periódico del sábado. Eran casi las diez y media de la noche, pero hacía demasiado calor para estar metida en casa viendo la tele.
– ¡Miedica! -dijo Cecilie, ofreciéndole una copita de Campari con tónica-. Si estuviéramos en el sur de Europa, dirías que esto es una maravilla. Alégrate de que tengamos aquí en el norte, aunque sea por una vez, una temperatura agradable.
– No, gracias, me duele un poco la cabeza. Debe de ser el calor.
Cecilie tenía razón, hacía buenísimo. No recordaba haber estado en la calle, en pantalones cortos y camiseta de tirantes, tan tarde y haber pasado tanto calor. No en Noruega y, desde luego, no a principios de junio.
Dos familias con chiquillos habían montado una fiesta en el césped debajo de la terraza. Cinco niños, dos perros y dos parejas de padres habían hecho una barbacoa, habían jugado y cantado, disfrutando a la vieja usanza durante varias horas, a pesar de que ya no eran horas para los niños. Una hora antes, Cecilie se había preguntado lo que iba a tardar la señora Weistrand, la del primero, en salir a protestar. La mujer había dado ya algún que otro portazo con la puerta de la terraza, como protesta demostrativa por el griterío de los niños. Cecilie acertó, como no podía ser de otra forma. A las once, un coche patrulla hizo su entrada en el aparcamiento comunitario y dos oficiales de Policía en uniforme de verano cruzaron con determinación el jardín en dirección a la escena bucólica.
– Míralos, Cecilie -dijo Hanne, riéndose por lo bajo-. Caminan al compás, es imposible evitarlo. Cuando era oficial de primer año, juré que nunca lo haría, parecía tan militar… Pero está claro que es imposible evitarlo, es como cuando oyes la música de la banda municipal.
Los oficiales se parecían como dos gotas de agua. Dos hombres de pelo corto y de idéntica estatura. Se detuvieron dubitativos ante la pequeña reunión familiar, hasta que uno de ellos se dirigió a uno de los hombres que aparentaba más edad.
– Lo sabía -se rio Hanne, disimuladamente, golpeándose el muslo-. ¡Sabía que se dirigirían a uno de los hombres!
Las dos mujeres se levantaron y apoyaron los codos en la balaustrada. La gente se encontraba a escasos veinte metros y el sonido les llegaba muy bien en aquella noche veraniega.
– Señores, tienen que recoger -dijo uno de los agentes gemelos-. Nos han avisado de que están molestando, o sea, los vecinos.
– ¿Qué vecinos?
El hombre que había tenido la suerte de ser interpelado abrió los brazos de par en par.
– Están todos en la calle -añadió, señalando el inmueble, cuyos inquilinos adornaban todos y cada uno de los balcones.
– ¡No creo que molestemos a nadie!
– Lo siento -insistió el agente, acoplando la gorra en su sitio-. Tendrán que seguir dentro de casa.
– ¿Con este calor?
En ese momento, la señora Weistrand hizo su entrada en escena. Bajaba con paso ancho y movimiento decidido de cadera desde su jardincillo, que daba directamente al verde vecinal.
– ¡Hace más de dos horas que llamé! -ladraba-. ¡Es una vergüenza!
– Mucho trabajo, señora -se disculpó el otro gemelo, ajustándose, a su vez, la gorra.
Hanne comprendía perfectamente lo que se sufría con esa gorra puesta, con aquel calor. Decidió intervenir.
– Cecilie, de verdad, me duele la cabeza. ¿Te importa prepararme un té? Eres un cielo.
«Té contra el dolor de cabeza, fabuloso remedio», pensó la médica, que sabía a la perfección la razón de su destierro a la cocina. Pero no dijo nada, solo alzó los hombros y entró en casa.
– ¡Hola! -llamó Hanne, dirigiéndose a los dos oficiales, nada más desaparecer Cecilie-. ¡Hola, chicos!
Todos los presentes alzaron la cabeza en su dirección y los dos agentes se encaminaron vacilantes hacia ella en cuanto se dieron cuenta de que les hablaba a ellos. Hanne no los conocía, pero supuso presuntuosamente que ellos sí sabrían quién era ella. Así era. Cuando se acercaron lo bastante, sus rostros se iluminaron.
– ¡Hola! -contestaron ambos al mismo tiempo.
– Déjelos, no molestan -recomendó Hanne, guiñando un ojo-. No hacen el menor ruido, es la abuela del primero, que es un poco difícil. Dejad que los niños disfruten.
El consejo de la subinspectora Wilhelmsen bastó para los dos oficiales. Saludaron, tocando la gorra con la mano, se giraron sobre los talones y volvieron a la pequeña congregación.
– Bueno, tienen que procurar hacer menos ruido -dijo uno de los agentes, y se llevó a su compañero a enfrentarse a misiones presumiblemente más importantes.
La señora Weistrand volvió zumbando y furiosa a su guarida, mientras el mayor de los asistentes se acercó a Hanne.
– ¡Muchas gracias! -dijo, formando con la mano derecha un gesto de victoria, igual que el que aparecía en los distintivos de los votantes del «Sí a la CEE» en 1972, cuando Noruega celebró el primer plebiscito sobre su entrada en dicha comunidad.
Hanne sonrió y movió la cabeza. Cecilie había vuelto y posó la taza de té encima de la mesa haciendo ruido y se zambulló en el periódico sin mediar palabra.
Cuando el reloj marcó las dos y media, los niños llevaban acostados un buen rato y la noche se había templado lo suficiente, tanto que ambas tuvieron que ponerse un jersey. Hanne constató que Cecilie no había intercambiado con ella más que monosílabos desde la marcha de los agentes. El motivo por el que seguían en silencio era porque a ninguna de las dos le apetecía tumbarse junta a la otra; además, era una noche realmente mágica. Hanne lo había intentado todo, pero de nada servía. Ahora estaba cavilando sobre qué inventarse para no prolongar esta situación hasta el día siguiente.
Entonces sonó su teléfono.
Cecilie desgajó el periódico en dos.
– Si eso es trabajo y tienes que irte, te mato -refunfuñó, manifiestamente enojada. Tiró las hojas de periódico, entró a zancadas en casa y cerró la puerta del dormitorio de un portazo. Hanne contestó a la llamada.
Aunque se sentía mentalmente preparada -una llamada en plena noche, entre el sábado y el domingo, no hacía presagiar nada bueno-, notaba que la piel del cuello se le erizaba. Una nueva masacre del sábado. Era Håkon quien llamaba, se encontraba ya en el lugar de los hechos, una estación de metro en una de las más antiguas ciudades dormitorio del este, y el panorama era devastador. Tras los últimos informes que apuntaban a la posibilidad de que parte de la sangre pudiera tener procedencia humana, dedujo que ella quería verlo con sus propios ojos.
Hanne se lo pensó durante diez segundos.
– Voy -dijo, claro y conciso.
Se plantó delante de la puerta del dormitorio y llamó muy suavemente.
– También es tu dormitorio -resonó con acritud desde el interior.
Se arriesgó a entrar. Cecilie se había quitado la ropa y estaba sentada en la cama con un libro y las horripilantes gafas de leer, que sabía que Hanne odiaba.
– He oído que vas a salir -dijo en un tono arisco.
– Sí, y tú también.
– ¿Yo?
Bajó el libro y miró a Hanne, por primera vez en muchas horas.
– Sí, ya es hora de que veas las cosas que me traigo entre manos cuando deambulo por ahí a altas horas de la noche. Ese baño de sangre no será peor que algunos de tus quirófanos.
Cecilie no la creyó y siguió leyendo, pero estaba ostensiblemente más preocupada por lo que iba a decir Hanne.