– ¡Kristoffer! -sollozó la madre, corriendo a su encuentro.
Sorprendido por la emoción de su madre, se dejó coger en brazos y abrazar hasta casi perder la respiración.
– ¡He visto un pirata, mamá! -dijo orgulloso y entusiasmado-. ¡Un pirata de verdad!
– ¡Estupendo, hijo! -respondió ella-. ¡Estupendo! Pero tienes que prometerme que nunca te volverás a ir tan lejos. Mamá se ha asustado muchísimo, ¿entiendes? Ahora nos vamos a casa a tomar un poco de zumo, seguro que tienes mucha sed.
Miró a la mujer con profundo agradecimiento.
– Muchas gracias, señora Hansen, un millón de gracias, estaba tan angustiada…
– Bueno, bueno -sonrió la señora Hansen, y agarró una mano del niño para acompañar a la familia a casa.
– ¡Quiero enseñarte el pirata, mamá! -protestó, liberándose de las dos mujeres-. ¡Tienes que ver mi pirata!
– Hoy no, cariño, mejor volvemos a casa y jugamos con tu barco pirata.
El labio inferior del niño empezó a temblar.
– ¡No, mamá, quiero ver al pirata, de verdad!
Tozudo, se puso rígido, con las piernas separadas en medio de la calle, sin querer moverse del sitio. La señora Hansen intervino en el litigio.
– Nos vamos a ver a tu pirata y luego os venís tú y mamá conmigo a casa y nos lo pasaremos en grande, ¿vale?
Lo último estaba dirigido a la madre, que reiteró su agradecimiento con una sonrisa, tomó la mano del hijo y juntos entraron en el jardín frondoso. A decir verdad, las dos sentían cierta curiosidad por lo que había encontrado el crío.
A pesar de ser un domingo por la tarde, soleado y claro, la casa impresionaba un poco. La pintura exterior estaba desconchada en su práctica totalidad, y alguien, presumiblemente algún joven que no tendría nada mejor en que ocupar sus noches, había roto todas las ventanas. Había llovido mucho desde entonces, e incluso para las jóvenes almas inquietas, la edificación había perdido su atractivo. Ahora reposaba, abandonada y abierta, como una presa a merced de la voracidad del tiempo. Las ortigas trepaban hasta la altura del muslo por casi toda la parcela, pero detrás de la casa, donde nadie había pisado en años, algo parecido a un parterre luchaba por preservar la vida y había conseguido mantenerse en relativo buen estado. Aunque más que de césped, se podía hablar de hierbas.
Al doblar la esquina de la casa, el crío corrió escopetado hacia una caseta para guardar herramientas y utensilios que estaba situada al fondo del prado. La madre temió que el niño penetrase por la puerta entreabierta y gritó una advertencia, pero no fue necesario, el chiquillo no iba a entrar. Se acuclilló junto a uno de los paneles de madera, sonrió con una satisfacción extraordinaria a las dos mujeres, señaló con la pala un agujero y declaró a voz en grito:
– ¡Mira! ¡Es mi pirata!
Era una cabeza humana.
La mujer más joven agarró instintivamente al niño y se apartó varios metros, el crío no dejaba de chillar.
– ¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo!
La señora Hansen solo necesitó unos segundos para tomar el control con serenidad y en voz baja.
– Aléjalo de este lugar y dile a mi marido que llame a la Policía, yo me quedo aquí, ¡date prisa! -dijo, al observar que la joven madre se había quedado paralizada contemplando el orificio en la tierra.
Finalmente, consiguió liberarse de la grotesca visión y salir corriendo con el niño gritando y pataleando, dejando atrás en el suelo la pala y el cubo.
Kristoffer había cavado un cuadrado de unos cuarenta centímetros por lado. La cabeza estaba a tan solo treinta centímetros de la superficie. A la señora Hansen le costaba entender cómo una criatura había logrado excavar tal cantidad de tierra. Existía la posibilidad de que un animal hubiera iniciado la labor.
Podía ser una mujer, a primera vista lo parecía. La parte inferior de la cara estaba fuertemente amordazada con un trozo de tela atado, a su vez, a la cabeza. El cadáver tenía abierta la boca, de modo que los dientes de la mandíbula superior sobresalían de la atadura. Debajo de la tela pudo observar con nitidez una cavidad donde la boca formaba una gran O. Las fosas nasales eran anormalmente grandes y estaban rellenas de tierra. Se distinguía solo uno de los ojos y estaba medio cerrado. El otro estaba tapado por un mechón de pelo oscuro y tupido, tan regular y liso que evocaba una cinta de pelo colocada de lado, casi como un pirata…
No pasaron muchos minutos hasta que la señora Hansen oyó que las sirenas de la Policía se acercaban al lugar. Se puso en pie, se frotó las piernas castigadas por las varices y se dirigió al portón para guiar a los policías.
Lunes, 7 de junio
Hanne estaba agobiada. Un asesinato truculento no era exactamente lo que necesitaba en aquellos momentos. Protestó con tal arrebato que el jefe de sección casi la dejó escapar de nuevo, pero solo casi.
– No hay nada de qué hablar, Hanne -dijo, zanjando la cuestión, en un tono de voz que no dejaba margen para la discusión-. Estamos todos sobrecargados de trabajo, este caso es tuyo.
Notó que estaba a punto de echarse a llorar, pero, para evitar hacer algo de lo que se arrepentiría más tarde, cogió los papeles que le tendía el hombre sin abrir la boca y abandonó el despacho en completo silencio. De vuelta a su propio despacho, respiró hondo repetidas veces, cerró los ojos y cayó de repente en el hecho de que aquello podía servir de excusa para cancelar la comida con Håkon Sand, prevista para el viernes. Algo bueno tenía que tener.
El cadáver era de una mujer, tal y como conjeturó la señora Hansen. Las comprobaciones superficiales en el lugar del crimen establecieron que se trataba de una mujer de veinte y pocos años, un metro sesenta de estatura, de origen extranjero, desnuda, con un trapo atado con fuerza sobre la boca y degollada. Las temperaturas elevadas y el hecho de que no estuviera ni tapada con plástico ni vestida dificultaban aún más determinar la hora de la muerte. El cuerpo se hallaba en un proceso de descomposición a todas luces muy avanzado. La hipótesis más probable estimaba que el cadáver llevaba enterrado un par de semanas. El médico forense había ordenado que se realizaran pruebas de la tierra, así como mediciones exactas de la profundidad en la que estuvo sepultada la mujer. Pronto tendría una hora de la muerte más aproximada. Analizarían el cuerpo con la intención de averiguar si se había producido algún abuso sexual. Si había sido asesinada justo después de un eventual coito, se podía comprobar la presencia de semen en la vagina durante un periodo de tiempo posterior muy largo.
Hanne examinó la fotografía tomada del cuello de la mujer. La incisión presentaba el aspecto característico de las heridas producidas por cortes e iniciadas con una punzada. Las señales habituales de un arma blanca consistían, por lo general, en una sucesión de puñaladas o pinchazos limpios, como pequeños gajos elípticos cuyo interior tenía una tendencia repelente a salirse. Las heridas provocadas por cortes en los que se utiliza el arma blanca para seccionar muestran las mismas particularidades, pero las hendiduras son más largas y más anchas, es decir, más delgadas hacia cada extremo y más anchas en el centro, en forma de barco. Pero en este caso se realizó una primera punzada justo debajo de la oreja. El tajo era abierto e irregular, como si el homicida se hubiera visto obligado a pinchar repetidas veces hasta pillar el punto adecuado. Luego salía un arco alrededor del cuello, una raja regular y menguante con los bordes limpios.
Desconocían su identidad. Habían repasado todas las denuncias de desaparecidos interpuestas en los últimos doce meses, a sabiendas de que era absolutamente imposible que el cadáver llevara tanto tiempo soterrado. Ninguna descripción coincidió.
Hanne empezó a marearse. Después del episodio de hacía unos meses, cuando fue golpeada a la puerta de su propio despacho y sufrió una severa conmoción cerebral, los mareos se manifestaban con cierta frecuencia y con bastante virulencia, sobre todo con aquel calor. Tampoco ayudaba que tuviera tanto trabajo. Se agarró a la esquina de la mesa hasta que comenzó a calmarse, se estiró y salió de su despacho. Eran las ocho y media. La semana no podía empezar peor.