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Håkon conversaba con un compañero cerca de las escaleras, que iban desde la primera hasta la octava planta, en la esquina oeste del vestíbulo de entrada. Iba trajeado y no parecía sentirse nada a gusto con ello. A sus pies yacía uno de esos grandes maletines que tan bien conocía.

Se le iluminó algo el rostro cuando reparó en Hanne. Concluyó la charla con el colega, que desapareció por el corredor hacia la zona amarilla.

– Estoy impaciente porque llegue el viernes -dijo, con su mejor sonrisa.

– Yo también -contestó, intentando que sonase sincero.

Permanecieron apoyados en la barandilla mirando hacia abajo, a la inmensa sala abierta situada debajo de ellos. Uno de los laterales estaba inusualmente vacío.

– No habrá nadie que necesite pasaporte estos días -dijo Håkon, intentando buscar una explicación que justificara que las mujeres de las ventanillas, en general tan atareadas, hoy parloteaban entre ellas sin nada más que hacer-. En tal caso, sería para volar hasta Alaska o Svalbard. Bueno, no se necesita pasaporte para el archipiélago -añadió, un poco avergonzado de lo que dijo antes.

El otro lado de la sala estaba más concurrido, si bien los noruegos no se agolpaban para conseguir su pasaporte, los extranjeros se amontonaban a lo largo del tabique donde se ubicaba la Policía de Extranjería. Tenían el semblante sombrío, pero, al menos, no sufrían mucho por el calor.

– Pero ¿qué diablos están haciendo allí abajo? -preguntó Hanne-. ¿Están contando todos los extranjeros de la ciudad?

– Se podría decir que sí. Están efectuando una de esas acciones excéntricas de las suyas. Sacan las redes de arrastre en todos los lugares públicos, pescan a todos los morenos y averiguan si residen aquí legalmente. Qué manera más provechosa de hacer uso de los recursos públicos, especialmente ahora.

Suspiró, tenía que estar en los juzgados al cabo de veinte minutos.

– El jefe de la Policía Judicial sostiene que hay más de cinco mil extranjeros en situación ilegal en esta ciudad. ¡Cinco mil! No me lo trago. ¿Dónde están?

A Hanne no le pareció que la cifra fuera tan descabellada. Lo que era indignante era que se invirtiera tantos y tan necesitados recursos para encontrarlos. Además, hacía unos días, le había oído decir en el telediario de las seis al jefe de la UDI, la Dirección General de Extranjería, que «perdían» mil quinientos solicitantes de asilo cada año. Gente que habían registrado a su entrada en el país, pero que luego nunca volvían a ver. «Con lo cual, se podía reducir la cifra a tres mil quinientas personas», concluyó cansada.

– La mitad parece estar allí abajo -contestó a la pregunta que le habían hecho hacía un buen rato; señaló a la muchedumbre debajo de ellos.

Håkon miró su reloj, tenía prisa.

– Hablamos luego -exclamó antes de salir a toda prisa.

La historia era completamente rocambolesca. Dos demandantes de asilo se habían enzarzado por un asunto de comida en el centro de acogida Urtegata; eran un iraní y un kurdo. A Håkon no le extrañaba que se les fuera la olla de vez en cuando. Ambos llevaban esperando más de un año a que sus solicitudes se tramitasen; los dos eran jóvenes en su mejor edad laboral para poder desempeñar cualquier tarea. Disfrutaban de cinco horas semanales de enseñanza del noruego y el resto del tiempo era un mar de frustraciones, inseguridad y mucha ansiedad.

Un viernes por la noche llegaron a las manos, con el consiguiente resultado de una nariz rota para el más débil, el kurdo: «Párrafo 229, apartado 1 y medida alternativa primera sobre cumplimiento de pena del Código Penal». Aunque el iraní acabó con un ojo morado, algunos funcionarios aplicados se habían encargado de que, incluso en un caso tan banal, la imparcialidad prevaleciese por encima de cualquier consideración. El chico estaba representado por un abogado de la asociación Asistencia Jurídica Libre; con toda seguridad, apenas había intercambiado algunas palabras con su defendido y, aún menos, había leído los documentos de la causa. Se trataba de una pura rutina, también para Håkon.

La sala de audiencia número 8 era minúscula y no estaba en muy buen estado. Obviamente, carecía de aire acondicionado y el ruido que provenía de la calle hacía imposible abrir las ventanas. Tras aprobarse la construcción de un edificio que albergara los nuevos juzgados, estaba descartado gastar un solo céntimo en el viejo inmueble, aunque los nuevos tribunales tardarían en entrar en funcionamiento.

La toga negra, usada por cientos de fiscales, solía ser pestilente y no iba a mejorar ese día. Se lamentó para sí y miró de soslayo al abogado defensor, que ocupaba el otro estrado. Sus miradas se cruzaron y acordaron en silencio la rápida ejecución del juicio.

El iraní de veintidós años declaró primero, mientras un intérprete con el semblante inexpresivo tradujo sus palabras en versión abreviada; primero habló el acusado durante tres minutos y, a continuación, habló el traductor durante treinta segundos. Estas cosas solían irritar mucho a Håkon Sand, pero ese día no estaba de humor. Luego le tocó el turno al kurdo. Su tabique nasal seguía torcido y parecía no haber recibido el mejor tratamiento que la Sanidad Pública noruega pudiera proporcionar.

Para finalizar, un empleado del centro de acogida entró y prestó juramento. Un noruego, «cómo no», había presenciado la pelea. El inculpado atacó al agraviado e intercambiaron varios golpes. Al final el kurdo cayó al suelo, como un saco de patatas, tras un impresionante golpe de su rival.

– ¿Intervino usted? -preguntó el abogado defensor, cuando llegó su turno-. ¿Intentó interponerse entre ellos?

El noruego miró un poco avergonzado al suelo del estrado en el que se encontraba:

– No se puede decir que hiciese exactamente eso, pues impone un poco eso de las broncas entre dos extranjeros; además siempre aparece algún arma blanca en esos líos.

Volvió la mirada hacia los conjueces en busca de apoyo, pero solo encontró miradas vacías.

– ¿Vio algún cuchillo?

– No.

– ¿Existía alguna otra razón que hiciera suponer la presencia de un cuchillo en esa trifulca?

– Sí, bueno como dije, suelen siempre…

– Pero ¿vio algo en esa situación concreta? -cortó el defensor, exasperado-. ¿Tenía esta riña algo de especial que hizo que optara por no intervenir?

– No, bueno…

– Gracias, no tengo más preguntas.

El procedimiento duró veinte minutos. Håkon guardó sus cosas con la certidumbre de que también esta vez iba a caer una sentencia condenatoria. Al introducir los exiguos documentos en su maletín, una cartulina rosa cayó al suelo. Era un mensaje interno escrito por el investigador. Recogió el papel y lo ojeó antes de guardarlo en su sitio.

En la parte superior aparecía el nombre, el mensaje estaba redactado a mano y en el encabezamiento ponía: «Relativo al NCE 90045621, Shaei Thyed, atentado a la integridad física».

De pronto, lo descifró. Los números grabados en la sangre, en todos los escenarios de las masacres de los sábados por la noche, correspondían a números de control de extranjeros. Todos los extranjeros poseían uno: un NCE.

Un magnífico ejemplar de la diosa de la justicia lucía sobre su escritorio. No obstante, su emplazamiento era un tanto inadecuado. Una preciosa escultura de bronce, sin duda carísima, presidía una parva y muy pública oficina de ocho metros cuadrados. Llenaba con bolitas de papel los dos platillos de la balanza que la diosa sujetaba con el brazo tendido. Las diminutas bandejitas subían y bajaban según el peso que soportaban.