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Hanne entró por la puerta. Constató con satisfacción que las cortinas nuevas colgaban en su sitio.

– Creí que estabas en el juzgado -dijo-. Al menos, me lo pareció esta mañana.

– Lo ventilamos en hora y media -contestó, y la invitó a tomar asiento-. ¡Tengo la respuesta! -dijo él. Håkon tenía las mejillas rojas, y no era por el calor-. Los números inscritos sobre la sangre de todas las masacres de los sábados, ¿sabes qué significan?

Hanne se quedó mirando fijamente al fiscal adjunto de la Policía durante veinte segundos. Él no cabía en sí de gozo y estaba a punto de reventar.

Su decepción fue apocalíptica cuando ella replicó:

– ¡NCE!

La mujer se levantó de un salto, cerró el puño y golpeó varias veces la pared.

– ¡Por supuesto! Pero ¿en qué estábamos pensando? ¡Estamos hartos de manejar esos números a diario!

Håkon no salía de su asombro y no lograba entender que ella lo hubiera averiguado antes de que él hubiera siquiera abierto la boca. La perplejidad en su mirada era tan llamativa que ella decidió apuntarle el tanto y mitigar su decepción.

– Lo hemos tenido delante de los ojos y no lo hemos visto, «los árboles no nos han dejado ver el bosque». Está claro que no le di las suficientes vueltas a esos números, hasta ahora. ¡Genial, Håkon! No lo habría averiguado sola, al menos tan pronto.

Él no hizo más preguntas y se tragó su vanidad herida. Empezaron a pensar en las consecuencias de lo que acababan de desentrañar, en silencio.

Cuatro baños de sangre, cuatro secuencias distintas de números, números de control de extranjeros, un cuerpo hallado, presumiblemente extranjero. Una extranjera con número de control.

– Puede que aparezcan otros tres -dijo Håkon, que rompió así el silencio-. Tres cadáveres más, en el peor de los casos.

En el peor de los casos. Hanne estaba de acuerdo. Pero había otro aspecto del caso que la atemorizaba casi tanto como que se escondieran otros tres cadáveres más allí fuera, en cualquier lugar bajo la turba.

– ¿Quién tiene acceso a los datos de los refugiados, Håkon? -preguntó en voz baja, aunque conocía de sobras la respuesta.

– Los empleados de la Dirección General de Extranjería -contestó al instante-. Y, por supuesto, los del Ministerio de Justicia. Unos cuantos. Y me imagino que alguna que otra persona adscrita o que trabaje en los centros de acogida -añadió, recordando a aquel tipo que había presenciado el altercado entre los dos refugiados sin intervenir.

– Sí -le contestó ella.

Pero estaba pensando en otra cosa muy distinta.

Todos los demás casos fueron aparcados hasta nueva orden. Con una eficiencia que pasmó a la mayoría de los efectivos involucrados, los recursos de la sección fueron reorganizados en menos de una hora. La sala de emergencias situada en la zona azul de la planta baja se transformó en un abrir y cerrar de ojos en un centro de operaciones de incesante actividad. Sin embargo, no era lo suficientemente amplia como para celebrar ahí la tan ansiada reunión convocada por el jefe de sección, con lo cual se tuvieron que congregar en la sala de juntas. Excelente idea, ya que el local sin ventanas servía, a su vez, de comedor. Era la hora del almuerzo.

Vio al comisario que dirigía la Brigada Judicial, inflado como un globo y con unas facciones ingenuas debajo de sus ricitos canosos. Libraba una batalla sin cuartel con un sándwich titánico. La mayonesa chorreaba entre las rebanadas de pan y se le pegó como un asqueroso gusano, reptando por el pantalón de su uniforme, demasiado estrecho. Sofocado, intentó barrerlo con el dedo índice y luego aminorar el desastre frotando la mancha oscura que, inexorablemente, no dejaba de aumentar.

– Esta situación es de suma gravedad -empezó diciendo el jefe de sección.

Era un hombre muy apuesto, atlético y ancho de espaldas, la cabeza lisa como una bola con una estrecha corona de pelo oscuro y muy corto. Los ojos estaban inusualmente hundidos, aunque, tras un reconocimiento más detallado, resultaban intensos, grandes y oscuros y de color castaño. Llevaba unos pantalones de verano, ligeros y claros, y un polo con cuello de camisa.

– ¿Arnt?

El hombre al que invitó a hablar separó la silla de la mesa, pero permaneció sentado.

– He comprobado los NCE en la sangre. No eran igual de legibles en todos los escenarios, pero, si elegimos este razonamiento… -sacó una lámina de cartón y la sostuvo en el aire-… y es la interpretación más creíble, estamos hablando de que todos los números corresponden a mujeres.

Hubo un silencio sepulcral entre los asistentes.

– Todas entre 23 y 29 años. Ninguna llegó a Noruega acompañada; ninguna tenía parientes antes de su llegada. Y, además…

Sabían lo que estaba a punto de decir. El jefe de sección notaba cómo el sudor resbalaba por las sienes. Con tanto calor, el comisario resoplaba como un bulldog. Hanne tenía ganas de irse.

– Todas han desaparecido.

Tras una larga pausa, el jefe de sección retomó la palabra.

– ¿Existe la posibilidad de que la fallecida sea una de las cuatro?

– Es demasiado pronto para asegurarlo, pero estamos trabajando desde esa perspectiva.

– Erik, ¿has averiguado algo más con respecto a la sangre?

El oficial se levantó, a diferencia de su compañero más experimentado, Arnt.

– He llamado a todos los mataderos -dijo, tragando su nerviosismo-. Veinticuatro en total. Cualquiera puede comprar sangre; en su mayoría, sangre de vaca. No obstante, casi todos los puntos de venta exigen que el pedido se haga por adelantado. El mercado ha desaparecido prácticamente. Parece que ya nadie se hace su propia morcilla. Ninguno ha podido informar sobre nada que les pareciera fuera de lo común, quiero decir, ninguna venta cuantiosa.

– De acuerdo -dijo el jefe de sección-. Aun así, sigue trabajando en el tema.

Erik Henriksen se dejó caer aliviado en la silla.

– El jefe de Extranjería -murmuró Hanne.

– ¿Qué has dicho?

– El jefe de UDI -dijo, más alto esta vez-. Escuché una entrevista con él en la radio hace poco. Decía que las autoridades «pierden» cada año quince mil refugiados solicitantes de asilo.

– ¿Pierden?

– Sí, es decir, desaparecen. Es evidente que la mayoría de los casos son deportaciones y expulsiones, algo de lo que ellos mismos deben de tener constancia. La Dirección General afirma que huyen sin ningún preaviso. A Suecia, tal vez, o más al sur; muchos, sencillamente vuelven a casa. Al menos es lo que opinaba ese alto cargo de Extranjería.

– ¿Y no hay nadie que los busque? -preguntó Erik, arrepintiéndose de lo que acababa de decir.

Creer que las autoridades de Extranjería iban a desperdiciar tiempo y esfuerzo en buscar a extranjeros desaparecidos, cuando estaban tan ocupados en echar fuera de las fronteras a los que seguían en el país, era un pensamiento tan absurdo que los más veteranos de la sala habrían soltado una sonora carcajada si no hubiese sido por las circunstancias y el calor. Y porque sabían que les quedaban exactamente cinco días para resolver el caso, si no querían encontrarse la madrugada del domingo analizando otro baño de sangre en algún lugar y con un nuevo NCE pintado en rojo.

Disponían de cinco días. Lo mejor era ponerse manos a la obra.

Kristine sentía que estaba al borde del abismo. Habían pasado nueve días y ocho noches y no había hablado con nadie. Algún que otro breve intercambio de palabras con su padre, naturalmente, pero era como si siguieran dando rodeos mutuos, alrededor de sí mismos. Ambos sabían que el otro deseaba hablar, pero no tenían la menor idea de cómo iniciar una conversación y, ya puestos, de cómo mantenerla más allá de unas pocas palabras. No lograban romper, ni para entrar ni para salir, lo que los mantenía unidos y que a la vez imposibilitaba su comunicación. Pero contaba con una victoria en su haber. El Valium se había ido por el desagüe, aunque el alcohol había ocupado su lugar. Su padre la estuvo observando con cierta preocupación, aunque sin protestar, cuando su bodega de vino tinto se fue vaciando y ella le pidió que «por favor» comprara más. Al día siguiente, hubo dos cajas en la despensa junto a la cocina.