Recibió algunas llamadas de amigos alarmados porque llevaba una semana sin aparecer por la sala de lectura de la facultad. Era la primera vez en cuatro años. Consiguió armarse de valor y hablar en tono jovial para quejarse de una fuerte gripe y asegurar que «en absoluto» necesitaba recibir visitas porque acabarían contagiándose, «chao, nos vemos». Nada acerca del horror. No había nada que decir sobre eso. Solo de pensar en toda la atención que despertaría la agobiaba. Se acordaba con demasiada claridad de aquella estudiante de Veterinaria que hacía dos años había vuelto a la sala de lectura tras algunos días de ausencia. La chica había contado a su círculo de amistades más íntimo que acababa de ser violada por un compañero de estudios, después de una juerga considerablemente notoria. Al poco tiempo, todo el mundo lo sabía. La Policía había sobreseído el caso y, desde entonces, la chica vagaba por las aulas como una flor marchita. Kristine había sentido auténtica lástima por ella. Se había juntado con unas amigas y se habían plantado delante de la casa del agresor guaperas de Bærum, gritando y echando pestes de él. Pero nunca habían tomado una iniciativa concreta en favor de la afrentada. Al contrario, era como si algo se hubiese adherido al cuerpo de la víctima, algo absurdo e irracional; claro que la creían, al menos las chicas. Sin embargo, deambulaba como desconcertada, y arrastraba algo intangible, algo que repelía a la gente y la mantenía alejada de ella.
Kristine no quería acabar así.
Lo peor de todo era ver a su padre. Ese hombre fuerte y robusto que siempre estuvo ahí, al que siempre acudía corriendo cuando el mundo era demasiado cruel. El sentimiento de culpabilidad por todas las veces que no se había acordado de él, es decir, cuando había que festejar algo, caía sobre ella desde todos los recovecos de su ser. Nunca se dio cuenta de la carga que había supuesto para él estar solo y ocuparse de ella. La certidumbre de saber que en el fondo fue ella quien impidió que encontrara otra mujer siempre estuvo latente. Pero ella era una niña que había que cuidar. No deseaba una nueva madre. No sintió que su padre necesitara una nueva esposa hasta que ella misma alcanzó la madurez. Sentía una profunda vergüenza.
Lo peor no era la sensación de estar destrozada. Lo peor era la sensación de que su padre lo estaba.
Había hablado con la asistente social, cuyo aspecto se correspondía con su profesión y que se había comportado como tal, aunque, a todas luces, creía ser una psiquiatra. No tenía sentido. Si no hubiese sido porque Kristine comprendía lo importante que era no rendirse a la primera, habría mandado a la mujer a paseo. Pero le iba a conceder otra oportunidad.
En primer lugar, quería darse una vuelta por la cabaña. No llevaría gran cosa consigo, no era necesario, pues solo estaría un par de días, a lo sumo. Compraría comida en la tienda rural.
Su padre pareció alegrarse cuando se lo comunicó la noche anterior. Le dio dinero en abundancia y la exhortó a que se quedara allí una temporada. De todos modos, tenía mucho trabajo, le dijo mientras se servía otro plato de la cena. Últimamente había bajado de peso. Antes tenía reservas para aguantar y no se le notaba apenas cuando adelgazaba un poco, pero observó que la ropa le colgaba más suelta. Además, la cara había cambiado; no se veía particularmente más demacrada, sino más marcada y perfilada, con surcos más hondos. Ella misma había perdido tres kilos, tres kilos que le faltaban.
Decidió marcharse, más en un intento de agradar a su padre que por su propia apetencia. A su jefe no le sentó muy bien cuando ella llamó para comunicarle que la enfermedad se prolongaba y que no acudiría al trabajo hasta dentro de varios días. El trabajo en el centro de la Cruz Azul, la organización multiconfesional y diaconal que promueve una sociedad sin drogas ni alcohol, ni estaba bien pagado ni era especialmente interesante, y no entendía muy bien por qué lo había mantenido durante todo un año. Le gustaban los alcohólicos, esa podía ser la razón. Eran las personas más agradecidas del mundo.
La Estación Central estaba repleta de gente y tuvo que hacer casi veinte minutos de cola hasta que el número que apareció en la pantalla LCD coincidió con el número de su reserva. Le proporcionaron lo que había pedido, pagó y salió hacia la sala de espera. Faltaban diez minutos para que saliera su tren.
Atravesó el vestíbulo y entró en un quiosco de prensa. Los diarios sensacionalistas lucían las mismas portadas con el cadáver de una mujer encontrado en un jardín recóndito. «La Policía se emplea a fondo», pudo leer. Era probable, porque, desde luego, no trabajaban en su caso; de eso estaba convencida. Esa misma mañana llamó a la abogada asistencial Linda Løvstad para consultar si había aparecido algo nuevo en su caso. La mujer se lamentó de no tener ninguna novedad, pero prometió mantenerla informada.
Kristine cogió un ejemplar del diario Arbeiderbladet, dejó el importe exacto sobre el mostrador y se encaminó hacia el andén correspondiente. Leía mientras caminaba y se tropezó con una bolsa de deportes abandonada. Para evitar que ocurriera de nuevo, plegó el periódico y lo introdujo en su bolsa.
Fue cuando lo vio. En estado de shock, paralizada, se quedó durante unos segundos petrificada y sin mover un solo músculo. Era él, el violador, transitando por la Estación Central de Oslo un abrasador lunes de junio. No reparó en ella, solo caminaba y hablaba con el hombre que andaba a su lado. Dijo algo gracioso, porque el otro echó la cabeza hacia atrás soltando una carcajada.
Un temblor terrorífico la recorrió; arrancó alrededor de las rodillas pero fue ascendiendo por los muslos y estuvo a punto de impedirle acercarse a un banco para sentarse. Se dejó caer, de espaldas a aquel tipo. Pero no fue solo el hecho de tropezárselo lo que le produjo tal estremecimiento.
Ahora sabía dónde encontrarlo.
Aproximadamente en el mismo instante, el padre de Kristine se encontraba en el piso de su hija mirando por la ventana. El edificio de enfrente no estaba tan bien cuidado. Se veían grandes desconchados de pintura en la fachada y había dos ventanas rotas. No obstante, todas las viviendas estaban ocupadas y, a esa distancia, algunas parecían hasta acogedoras. No registró ningún movimiento, la mayoría de sus ocupantes estarían trabajando. Sin embargo, desde su posición, advirtió una silueta en una de las ventanas de la tercera planta, en diagonal hacia la derecha. Tenía toda la apariencia de ser un hombre. A tenor de la distancia entre el marco de la ventana y el rostro, el hombre debía de estar sentado en un cómodo sillón y debía de tener unas vistas óptimas sobre el apartamento de Kristine.
Finn se levantó como un resorte y salió corriendo del piso. Cerró la puerta enérgicamente y la atrancó con la cerradura principal y las dos de seguridad, que él mismo había instalado sin fortuna. Cuando salió a la calle, calculó con rapidez cuál de los timbres correspondía a la vivienda que acababa de avistar. No aparecía ningún nombre en el portero automático, pero se arriesgó. Tercero izquierda. El tercer botón empezando desde abajo en la fila de la izquierda. Nadie contestó, pero tras unos segundos oyó que alguien había pulsado la apertura automática. El ruido eléctrico y característico era nítido y, con ligeras sacudidas, intentó abrir la puerta exterior, que cedió dócilmente.
El vestíbulo estaba tan deteriorado como dejaba entrever la fachada del inmueble, pero exhalaba un olor fresco a friegasuelos. Subió hasta la tercera planta con determinación. La puerta de entrada era de color azul con cristales alargados desde el picaporte hasta el marco superior; a sus pies había un felpudo. Encima del timbre, colgaba una pequeña cartulina, clavada con una chincheta de plástico de cabeza roja: «E». Ponía E y nada más. Llamó al timbre.