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Alguien no paraba de moverse al otro lado y luego se quedó quieto. Håverstad lo intentó de nuevo y otra vez ruidos de trasteo. De repente, la puerta se abrió y apareció un hombre. De edad indeterminable, poseía esos rasgos extraños, casi asexuales, que suelen perfilar a los tipos raros. Rostro corriente, ni feo ni guapo, casi imberbe, pálido, de piel brillante y sin granos. A pesar de la temperatura ambiente, llevaba puesto un típico jersey regional de lana que no parecía molestarle.

– E -dijo, extendiendo una mano indiferente-. Mi nombre es E. ¿Qué quieres?

Håverstad se quedó tan estupefacto por la aparición que apenas pudo expresar el motivo de su visita. En cualquier caso, tampoco es que tuviera mucho que decirle.

– Eh… -empezó diciendo, pero se dio cuenta de que podía parecer que estaba repitiendo el nombre del individuo con jersey de lana-. Solo quería hablar con usted sobre un asunto.

– ¿Sobre qué?

No estaba siendo en absoluto descortés, solo antipático.

– Me preguntaba si está al tanto de lo que ocurre aquí, en esta vecindad -tanteó.

A todas luces funcionó. Un aire de satisfacción se dibujó en la comisura de sus labios.

– Entre -dijo, ofreciéndole algo que podía simular una sonrisa.

El hombre se apartó para permitir entrar a Håverstad. El piso estaba limpio y reluciente, y, en apariencia, deshabitado. Contenía muy pocas cosas que pudieran indicar que era un hogar. Una televisión enorme en una esquina con una solitaria silla delante de la pantalla. No había ningún sofá en la sala de estar ni tampoco una mesa. Delante de la ventana, que, por otro lado, carecía de cortina, se hallaba el sillón en el que Håverstad supuso había estado sentado el hombre, cuando lo divisó desde el apartamento de su hija. Era un butacón verde de orejeras, muy usado. Había un montón de cajas de cartón esparcidas por todo el salón, y reconoció el mismo modelo que él guardaba en la sala de archivos de su consulta. Cajas archivadoras de color marrón fabricadas en cartón duro. Estaban colocadas en fila alrededor de la silla, como soldados cuadrados y erguidos protegiendo su castillo verde. Encima del asiento del butacón reposaba una tabla sujetapapeles con un bolígrafo enganchado en un broche de metal.

– Aquí vivo yo -dijo E, con cierta complacencia-. Era mejor donde vivía antes, pero murió mi madre y tuve que mudarme.

Eso lo hizo compadecerse de sí mismo y trazó un aire de tristeza sobre su rostro inexpresivo.

– ¿Qué guarda en estas cajas de ahí? -preguntó Håverstad-. ¿Colecciona algo?

E, muy desconfiado, lo miró fijamente.

– Pues sí, lo cierto es que colecciono cosas -dijo, sin mostrar la mínima intención de querer contarle lo que encerraban las veinte o veinticinco cajas de cartón.

Håverstad tenía que abordar la cuestión desde otro ángulo.

– Seguro que se entera de un montón de cosas -dijo, en un tono interesado, acercándose a la ventana.

Aunque el cristal tenía el aspecto de ser tan viejo como el resto de la casa, estaba igual de limpio y resplandeciente. Percibió un leve aroma a limón.

– Aquí sí que estará bien sentado -reanudó, sin mirar al hombre, que agarró la tabla que había encima del sillón y la guardó pegada al cuerpo, como si tuviera un valor incalculable. Quizá lo tuviese-. ¿Hay alguna cosa en especial que siga más de cerca, que le interese más?

El hombre se mostraba desconcertado. Håverstad dedujo que muy pocas personas se tomaban la molestia de hablar con aquel patético personaje. Seguramente deseaba hablar, así que le iba a dejar el tiempo que necesitara para hacerlo.

– Bueno…, pues -dijo E-. La verdad es que son tantas cosas…

Sacó un recorte de periódico de una de las cajas de cartón. La mitad del rostro de una política le sonreía.

– Le interesa la política -sonrió, y se agachó para estudiar más de cerca el contenido de la caja.

E se adelantó a su intención.

– No toque -gruñó, cerrando la caja delante de sus narices-. ¡No toque mis cosas!

– ¡Por supuesto, faltaría más!

Håverstad levantó ambas manos, enseñando las palmas en un gesto de rendición y empezó a preguntarse si no era mejor marcharse ya.

– Puede ver esto -dijo E de repente, como si hubiese leído el pensamiento del otro y se hubiera dado cuenta de que, a pesar de todo, le apetecía tener la compañía de alguien.

Agarró la caja número dos, empezando por el principio de la fila, y se la entregó al invitado.

– Críticas de cine -explicó.

Efectivamente, se trataba de reseñas y críticas de películas, sacadas de los periódicos, perfectamente recortadas y pegadas en hojas A4. En la parte inferior, debajo de cada recorte, aparecía el nombre del periódico y la fecha del artículo anotada con pulcritud con rotulador negro.

– ¿Va mucho al cine?

Håverstad no ardía en deseos de conocer las costumbres de E, pero al menos era un buen comienzo.

– ¿Cine? ¿Yo? Nunca. Pero salen en televisión al cabo de un tiempo y para entonces es bueno conocer de qué van.

Por supuesto. Una explicación con sentido. La situación era absurda y lo mejor que podía hacer era marcharse.

– También puede ver esto.

Ahora su disposición de ánimo había mejorado notablemente. Se atrevió a dejar la tabla, aunque con los papeles hacia abajo. El dentista recibió su segunda caja, que pesaba más que la anterior. Miró a su alrededor para encontrar algún sitio donde sentarse, pero el suelo era la única posibilidad. El butacón estaba tomado por la tabla y la silla de madera delante del televisor no invitaba a sentarse, sobre todo a un cuerpo como el suyo.

Se puso en cuclillas y abrió la caja. E se puso a su lado de rodillas, como un niño pequeño y ansioso.

Eran números de matrículas de coches. Las hojas estaban colocadas en tres perfectas columnas hasta el fondo de la caja. Cada número estaba inscrito milimétricamente justo debajo del anterior. Parecía que lo hubiera escrito a máquina.

– Matrículas de coches -puntualizó E de forma innecesaria-. Las llevo coleccionando catorce años. Las primeras dieciséis páginas corresponden a esta dirección, el resto es de donde vivía… antes.

De nuevo ese semblante desconsolado y esa mirada auto-compasiva, pero esta vez desapareció enseguida de su rostro.

– Mire aquí. -Señaló con el dedo-. Ninguno de los números son iguales; si no, sería trampa. Solo hay números nuevos. Coches que puedo ver desde la ventana. Aquí… -Volvió a marcar con el índice-. Aquí ve la fecha, algunos días consigo apuntar hasta cincuenta números. Otros días solo veo matrículas que ya he anotado. Los fines de semana, por ejemplo, hay pocos cambios.

Håverstad sudaba a chorros, el corazón le latía como una barca de pesca con problemas de motor, y tuvo que sentarse directamente en el suelo para evitar el esfuerzo de mantenerse en cuclillas.

– ¿No habrá, por un casual…? -resoplaba-. ¿No tendrá por casualidad las matrículas del fin de semana pasado? ¿Del sábado 29 de mayo?

E sacó una hoja y se la entregó. En la esquina superior izquierda ponía «Sábado, 29 de mayo» y, a continuación, siete matrículas de coches. ¡Solo siete números!

– Bueno, se trata solo de los coches que aparcan -reveló E, emocionado-. No vale apuntar los coches que solo circulan por la calle.

Las manos del dentista temblaban. No sentía ninguna alegría por el hallazgo, solo una forma de satisfacción postrada y apagada. Como cuando conseguía finalizar con éxito una endodoncia sin que el paciente sufriera demasiado.

– ¿Cree que podría anotarme estos números?

E estuvo dudando unos segundos, pero se encogió de hombros y se puso de pie.

– Vale.

Media hora más tarde, ya estaba de vuelta en casa con una lista de siete matrículas de coche y un teléfono ante él. Afortunadamente, Kristine se había ido a la cabaña, así que disponía de mucho tiempo. Ahora se trataba solo de investigar cuáles de estas matrículas pertenecían a coches rojos y quiénes eran sus propietarios. Llamó a información y obtuvo el número de teléfono del Registro de Bienes Muebles de Brønnøysund, así como el de cinco comisarías de la región Este de Noruega y se puso manos a la obra.