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– ¿Por qué no me has traído antes a este lugar?

La mujer sentada al otro lado de la mesa para dos sonreía con un aire de reproche y le cogió la mano.

– Lo cierto es que no sabía si te gustaba este tipo de comida -contestó, visiblemente contento por lo acertado de su elección.

Los camareros paquistaníes, bien ataviados y con un dominio del idioma que hacía sospechar que habían nacido en el hospital de Aker y no en una maternidad de Karachi, les habían guiado amablemente a lo largo de toda la velada.

– El lugar está un poco apartado -añadió-. Aunque, por lo demás, es uno de mis restaurantes favoritos. Buena comida, servicio excelente y precios que casan bien con un funcionario del Estado.

– Así que has estado mucho por aquí -constató ella-. ¿Con quién?

No contestó, pero levantó la copa para ocultar cuánto lo había turbado la pregunta. Todas sus mujeres habían desfilado por este lugar, desde las más efímeras, muchas menos de lo que le gustaba pensar, hasta las tres con quienes había aguantado un par de meses. En todas y cada una de esas cenas había pensado en ella. Se imaginaba cómo sería estar allí sentado con Karen Borg. Lo estaba en este momento.

– No pienses en las que fueron las primeras, concéntrate en ser la última -bromeó al cabo de un rato.

– Eso sí que ha sido elegante -contestó ella, pero la voz encerraba una sombra de… no frialdad, sino de displicencia, algo que le aterraba. Nunca aprendía, siempre tenía que hablar de más.

A Karen no le apetecía hablar del futuro. Llevaban cuatro meses viéndose con cierta frecuencia, hasta varias veces por semana. Cenaban juntos e iban al teatro, salían a caminar por el bosque y hacían el amor en cuanto se presentaba la ocasión, lo que no ocurría con mucha frecuencia. Ella estaba casada, así que su piso no figuraba en la lista. Afirmaba que su marido estaba al tanto de su relación, pero habían llegado a un acuerdo tácito de no quemar todas las naves antes de asegurarse de que era realmente eso lo que ambos deseaban. Evidentemente, podían usar el piso de su colega, algo que él siempre proponía cuando salían juntos, pero ella se negaba en redondo. «Si me voy contigo a tu casa, habré tomado una decisión», declaraba, de un modo ilógico por completo. Håkon opinaba firmemente que la decisión de hacer el amor con él era mucho más dramática que la elección del escenario, pero no le servía de nada.

El camarero se encontraba ya junto a la mesa, con la cuenta, tan solo veinte segundos después de que se la hubieran pedido. Colocó el papel a la vieja usanza, correctamente doblado encima de un platillo y frente al hombre. Karen se apoderó del recibo y él no tuvo el valor de protestar. Una cosa era que ella ganara cinco veces más que él y otra que se lo recordara constantemente. Cuando devolvieron la American Express Oro a su propietaria, él se levantó y le separó la silla. El escultórico camarero pidió un taxi y ella se acurrucó en los brazos de su acompañante en el asiento trasero del coche.

– Me imagino que te irás directamente a casa -dijo, adelantándose a su propia decepción.

– Sí, mañana es día de trabajo -confirmó ella-. Nos vemos pronto, te llamo yo.

Una vez que estuvieron fuera del coche, volvió a inclinarse hacia dentro y le dio un leve beso.

– Gracias por esta deliciosa noche -dijo en voz baja, sonrió discretamente y se retiró de nuevo.

El hombre suspiró y le indicó una nueva dirección al conductor. Las señas mostraban el otro lado de la ciudad: le iba a sobrar tiempo para volver a sentir esa pequeña punzada de dolor que notaba siempre que regresaba a casa solo, tras compartir una noche con Karen.

Domingo, 16 de mayo

– Esto sí que es insólito.

En eso Håkon y Hanne estaban totalmente de acuerdo. Era inexplicable.

La tan esperada y deseada llovizna fina caía por fin sobre la ciudad, tras semanas de un inusual calor tropical. El edificio de aparcamientos era del tipo abierto. Sus plantas se apoyaban sobre pilares con algunos metros de separación entre cada poste. Así pues, no existía protección alguna entre el cielo abierto y algún que otro coche abandonado en la triste edificación. A pesar de la intemperie, no daba la impresión de que la sangre se hubiera limpiado.

– ¿Nada más? ¿Ningún arma u objeto? ¿Ninguna joven desaparecida?

Las preguntas eran del fiscal adjunto, que vestía un chándal y una cazadora deportiva de marca Helly-Hansen. Bostezaba, a pesar de donde se encontraba. Una de las esquinas de la segunda planta del aparcamiento estaba rociada de sangre. Había litros y litros de sangre por todas partes.

– Gracias por llamarme -dijo, intentando ahogar otro bostezo y mirando discretamente a su Swatch.

Eran las cinco y media de la mañana del domingo. Un coche lleno de estudiantes salió volando de la nada, dejando una estela de estruendoso ruido y concierto de cornetas. Inmediatamente después, les envolvió ese silencio tan particular que se da cuando todos los trasnochadores han vuelto a sus casas y se han acostado, conscientes de que no necesitarán levantarse pronto.

– Sí, tenías que ver esto. Afortunadamente, fue una compañera de promoción que se encontraba en ese momento de guardia quien recordó que yo ya había estado presente en la primera de estas… -Hanne no sabía muy bien cómo definir estos casos absurdos- estas masacres de sábado -finalizó, tras una pequeña pausa-. Llegué hace media hora.

Los dos hombres de la Policía Científica estaban en pleno proceso de tomar huellas, recabar pruebas y tomar fotos del lugar del crimen. Llevaban a cabo la tarea con rapidez y precisión, y ninguno de los dos hablaba mientras trabajaban. Hanne y Håkon mantuvieron, a su vez, la boca cerrada un buen rato. Allá a lo lejos, el coche estudiantil se había topado con otro semejante y el encuentro provocó otra salva de rugidos y escándalo.

– Esto tiene que tener algún significado. ¡Mira allí!

Håkon intentó seguir la línea recta que partía del dedo índice de su compañera hasta la pared. Había poca luz, pero se podían discernir los números con relativa nitidez si se les prestaba la suficiente atención.

– Nueve-uno-seis-cuatro-siete-ocho-tres-cinco -recitó en voz alta-. ¿Te dicen algo estas cifras?

– Absolutamente nada, salvo que estamos hablando de la misma cantidad de números que en Tøyen, y que los dos primeros son idénticos.

– ¿No será un número de teléfono?

– No existe ese prefijo. Ya había pensado en eso.

– ¿Un número de identificación personal?

Algo desalentada, evitó contestar.

– No, por supuesto -dijo él, contestando a su propia pregunta-. Ningún mes tiene el número noventa… Además, o bien sobran dos dígitos, o bien faltan tres. Pero en muchos países la fecha de nacimiento se escribe al revés -prosiguió, entusiasmado por su descubrimiento-. ¡Empiezan con el año!

– Vale. Entonces tenemos un asesino nacido el 78 del 64 de 1991.

Se produjo un silencio embarazoso, pero Hanne poseía la suficiente sensibilidad para no dejar que durara demasiado tiempo.

– Están analizando la sangre. Además, tienen que aparecer huellas dactilares en alguna parte. Bueno, ya es hora de volver a casa, no hay mucho más que podamos hacer aquí. Espero que no te importara que te llamara. Nos vemos mañana.

– ¿Mañana? ¡Pero si mañana estamos a 17!

– ¡Mierda, es verdad! -dijo, ahogando un bostezo-. Boicoteo ese día, aunque un día libre no le viene mal a nadie.

– ¿Boicoteas el 17 de Mayo?

Estaba realmente sorprendido.

– Un día para vestir de traje regional, izar la bandera y demás chorradas nacionalistas. Prefiero arreglar las flores de la terraza.

No sabía muy bien si hablaba en serio y, en tal caso, era la primera vez que contaba algo sobre sí misma. Eso le hizo sentirse bien de regreso a casa, aunque a él le encantaba el 17 de Mayo, el Día de la Constitución, el día de la fiesta nacional noruega.