Martes, 18 de mayo
La fiesta nacional fue todo un éxito, estupenda y de lo más tradicional. El sol desplegó todo su esplendor sobre el paisaje y los árboles de color verde penetrante, y la familia real estuvo saludando impertérrita y leal desde su espacioso balcón. Los niños, cansados y con pocas ganas de celebración, vestidos con sus estrechos trajes regionales impregnados del frío posinvernal, arrastraron las banderas por los suelos nacionales a pesar de los gritos sobreexcitados de sus padres. Los colegiales de último año, borrachos y con voz ronca, alborotaron como si aquel fuera su último día y procuraron conseguir el máximo nivel de embriaguez posible en su camino hacia el más allá. El pueblo noruego disfrutó del Día de la Constitución y de la deliciosa repostería tan típica en ese día, y todos coincidieron en que había sido un día inolvidable.
Salvo la Policía de Oslo, que sufrió todo aquello que la mayoría de la gente se libraba de ver: múltiples escándalos callejeros, un buen número de personas sobradamente ebrias, jóvenes pasados de vuelta, algún que otro conductor bebido y peleas domésticas. Todo muy previsible y, por ello, fácil de solucionar. De todos modos, un asesinato de una rara brutalidad y cinco episodios con arma blanca, aunque con consecuencias menos trágicas, estaban muy por encima de la media; y, como guinda, otros cinco casos de violación. Los festejos del 17 de Mayo de ese año pasarían a la historia como los más salvajes de la historia.
– No entiendo lo que está pasando con esta ciudad. Sencillamente, no lo entiendo.
El inspector Kaldbakken, placa A 2.11, miembro del Grupo de Homicidios de la comisaría de Oslo, tenía más horas de vuelo que todos los demás juntos en la sala. Era un hombre parco en palabras, y las que salían de su boca solían formar un murmullo indescifrable, pero todo el mundo entendió perfectamente lo que acababa de decir.
– Nunca he visto nada igual.
Los demás miraron hacia otro lado y nadie dijo nada. Comprendían muy bien lo que significaba esa nueva ola de criminalidad.
– Horas extras -susurró al final uno de los agentes, con la mirada clavada en un montaje fotográfico que colgaba de la pared y que representaba la fiesta de verano de la sección del pasado año-. ¡Horas extras, horas extras! La parienta está muy cabreada.
– ¿Quedan fondos en el capítulo de horas extras? -preguntó una joven agente con el pelo corto y rubio y con una visión todavía optimista de la vida.
Ni siquiera recibió respuesta, tan solo una mirada de reproche por parte del jefe de sección, que informó a los más veteranos del grupo de lo que todos los presentes ya sabían.
– Lo siento, señores, pero si esto sigue así, tendremos que posponer las vacaciones -dijo, evitando así contestar a la pregunta anterior.
Tres de los once policías de la sala se habían apuntado para agosto y septiembre, y ahora rezaban en silencio con la esperanza de que sus pretensiones veraniegas siguieran intactas, pues, para entonces, seguro que todo habría vuelto a la normalidad.
Se repartieron los casos de la mejor manera posible, sin tener en cuenta el volumen de trabajo ya existente. Estaban todos hasta el cuello de cargas y obligaciones.
Hanne evitó el asesinato, pero tuvo que apechugar con dos de las violaciones, además de con tres incidentes de malos tratos. Erik Henriksen, un policía de pelo dorado, iba a colaborar con ella, y esa idea pareció llenar al hombre de felicidad. Ella soltó un profundo suspiro, se levantó al finalizar el reparto de tareas y, de camino hacia su despacho, no dejó de preguntarse por dónde diablos tenía que empezar.
Sábado, 22 de mayo
La noche no se había alargado más allá del programa de televisión Los hechos del sábado. Hanne ya se había dormido. Su pareja, una mujer de su misma edad (se llevaban solo tres semanas de diferencia), apenas la había visto en toda la semana. Incluso el Día de la Ascensión, Hanne desapareció al amanecer y volvió a las nueve de la noche para lanzarse de cabeza a la cama. Así que estaban recuperando algo del tiempo perdido. Habían dormido hasta tarde; habían dado una vuelta de cuatro horas en moto y habían parado en tres puestos de carretera a comer helado. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, se sentían como dos enamoradas. Aunque Hanne había estado dormitando a lo largo de una pésima mañana de sábado mientras Cecilie preparaba algo de comer, apenas probó la comida rociada con media botella de tinto, para volver a echarse en el sofá. Cecilie no supo muy bien si sentirse molesta o halagada. Se decidió por lo último, arropó a su amada y le susurró al oído:
– Debes de estar bastante segura de mis sentimientos, ¿verdad?
El dulce aroma de piel femenina mezclado con un suave perfume la retuvo. La besó con cuidado y acarició con la punta de su lengua la mejilla de la mujer dormida. Decidió despertarla.
Hora y media más tarde, sonó el teléfono. Era el de Hanne. Ambas lo reconocieron por el sonido. El de Cecilie tenía un timbre; el de Hanne repicaba. El hecho de que tuvieran dos números distintos hería profundamente a Cecilie. Nadie podía tocar el teléfono de Hanne, salvo ella misma, nadie en la comisaría de Oslo debía saber que compartía su hogar con otra mujer. El sistema telefónico era una de las pocas e indiscutibles reglas de sus quince años de convivencia.
El teléfono no dejaba de sonar; si hubiese sido el de Cecilie, lo habrían dejado que se cansara de llamar. Sin embargo, el ruido insistente hacía sospechar que podía tratarse de algo importante. Hanne exhaló una queja, se incorporó renqueante y quedó en pie, desnuda en el umbral de su dormitorio, mirando hacia la entrada.
– ¡Wilhelmsen, dígame!
– Aquí Iversen, de la guardia. Perdone que te llame tan tarde…
Hanne intentó vislumbrar el reloj de la cocina y pudo comprobar que era mucho más tarde de medianoche.
– No, ningún problema -contestó entre bostezos, sintiendo un escalofrío por la corriente de aire que venía del pasillo.
– Irene Årsby dijo que había que llamarte. Tenemos otra masacre del sábado noche para ti, tiene un aspecto espantoso.
Cecilie se aproximó inadvertidamente a su espalda y la envolvió con una bata rosa de felpa que lucía una fabulosa insignia de Harley-Davidson en el hombro.
– ¿Dónde?
– Una caseta modelo Moelv cerca del río Loelva. Estaba cerrada con un candado ridículo que cualquier niño habría conseguido abrir. No te puedes imaginar el horror que hay allí dentro.
– Sí, me imagino. ¿Habéis hallado algo que tenga algún interés?
– Nada, solo sangre por todas partes. ¿Quieres verlo?
Quería: los escenarios más sangrientos de crímenes inexistentes empezaban a interesarle cada vez más. Por otro lado, aunque la paciencia de Cecilie estaba hecha a prueba de bombas, no era inagotable y probablemente había alcanzado ya su límite.
– No, esta vez me basta con ver las fotos, gracias por llamar.
– ¡Vale!
Estaba a punto de colgar, cuando cambió bruscamente de idea.
– ¡Hola! ¿Sigues ahí?
– Sí.
– ¿Pudiste ver si había algo escrito en la sangre?
– Pues sí. Un número, varias cifras. Bastante ilegible, pero lo están fotografiando desde todos los ángulos.
– Bien, porque eso tiene mucha importancia. Buenas noches y… ¡gracias de nuevo!
– No hay de qué.
Hanne volvió a la cama de cabeza.
– ¿Es algo grave? -preguntó Cecilie.
– No, solo otro más de esos baños de sangre de los que te hablé. Nada importante.
Hanne se encontraba en el límite entre el sueño y la realidad, a punto de dormirse profundamente, cuando Cecilie la reenganchó a la vida.
– ¿Cuánto tiempo vamos a seguir con la división de teléfonos? -soltó con serenidad al aire, como si no esperara respuesta.