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Mejor así, porque Hanne se dio la vuelta y permaneció recostada sin decir palabra. De repente, los edredones que siempre se solapaban y habían servido de abrigo común para las dos se fueron cada uno para su lado. Hanne se arrebujó en la colcha de pluma y siguió sin abrir la boca.

– No lo entiendo, Hanne. Lo he aceptado durante estos años, pero siempre dijiste que algún día las cosas serían distintas.

Hanne persistía en su silencio, en posición fetal, dándole la espalda, a modo de gélido rechazo.

– Dos números de teléfono. Nunca me has presentado a compañeros tuyos del trabajo y nunca he conocido a tus padres. Tu hermana es tan solo una persona de la que hablas para contar alguna anécdota de infancia. Tampoco podemos compartir la Navidad juntas.

Estaba embalada. Se sentó en la cama. Hacía más de dos años que no había tocado el tema y, aunque no albergaba la mínima esperanza de lograr nada con todo aquello, sintió que era de vital necesidad expresar que aún no se había acostumbrado a esa situación, que nunca se sentiría satisfecha de mantener esas mamparas herméticas contra todo lo que concernía a la vida de Hanne fuera del apartamento. Posó con cuidado la mano sobre la espalda de su compañera, pero la retiró inmediatamente.

– ¿Por qué todos nuestros amigos son médicos y enfermeras? ¿Por qué solo tenemos que relacionarnos con mi mundo? ¡Por Dios, Hanne, nunca he hablado con otro policía que no fueras tú!

– No se dice policía. -Las palabras salieron un poco ahogadas de entre las almohadas.

Cecilie intentó de nuevo poner su mano sobre la espalda que tenía delante, pero esta vez no tuvo que apartarla, el cuerpo entero respondió con una sacudida. Hanne no tenía nada que decir. Su amada cerró la boca. Llorando quedamente, se acostó con el cuerpo muy pegado a su mujer y, en ese preciso instante, decidió no volver a sacar el tema, al menos no hasta dentro de muchos años.

Sábado, 29 de mayo

No se dio cuenta del buen aspecto que presentaba hasta que transcurrió un buen rato. Alto, rubio y bastante ancho de espaldas. La ya muy consumida bombilla, cuya luz opaca iluminaba la puerta de entrada, reveló que su pelo se había batido en retirada en la zona de las sienes y que exhibía un moreno poco usual en esa época del año, a pesar del buen tiempo de las últimas semanas. Bajo la pálida luz, la piel de la mujer aparecía blanquecina como la leche, pero la del hombre era dorada, como la que produce el sol de Semana Santa.

Esquivó su propia sombra y sacó torpemente las llaves del amplio bolso de tela. Él seguía con detalle todos sus movimientos con un interés, cuando menos, llamativo, pensaba ella, como si hubiese apostado consigo mismo si la mujer estaba en condiciones o no de encontrar algo en todo este barullo.

– Vaya, parece que has encontrado las llaves; dicen que no se encuentra nada en un bolso de mujer.

Ella le obsequió con una sonrisa cansada. No tenía fuerzas para más, era demasiado tarde.

– Las chicas como tú no deberían estar fuera a estas horas de la noche -prosiguió, mientras ella abría la puerta.

La siguió al interior.

– Que duermas bien, ¿vale? -dijo, y desapareció subiendo las escaleras.

El buzón estaba vacío, igual que ella, que no se sentía muy bien. No había bebido mucho, un par de pintas; el problema eran aquellos locales llenos de humo. Los ojos le escocían y parecía que las lentillas estaban pegadas a sus globos oculares.

El edificio se había tranquilizado, solo un bajo lejano proveniente de un potente equipo de música vibraba ligeramente bajo sus pies.

La puerta tenía dos cerraduras de seguridad; «uno no podía ser lo suficientemente prudente; una mujer soltera en el centro de la ciudad…», opinaba su padre, que fue quien las montó. Solo una estaba en funcionamiento: «ya está bien de tanto pesimismo».

El olor y el calor hogareños le dieron la bienvenida. Dio un traspié en el tranco de la puerta. Apenas había penetrado con medio cuerpo al interior del piso, cuando él ya estaba ahí.

El susto fue más fuerte que el dolor en el momento de caer al suelo. Oyó que la puerta se cerraba a su espalda. La mano dura y fría sobre su boca la paralizó enteramente. La rodilla del hombre oprimía con fuerza y dureza la región lumbar y tiraba del cabello para levantar la cabeza. Su espalda estaba a punto de partirse en dos.

– Estate muy quieta, sé buena chica y todo irá bien.

La voz sonaba muy distinta a la que habló hacía tres minutos, pero sabía que era él y sabía lo que estaba buscando. Una chica de veinticuatro años que vive sola en el centro de Oslo no posee muchas cosas de valor que digamos. Salvo lo que él deseaba. Y ella lo sabía.

Pero no lo temía, podía hacerle lo que quisiera mientras no la matara. Tenía miedo a la muerte, solo a la muerte.

El dolor intenso le nubló la vista, ¿o fue porque hacía un buen rato que no había respirado? Soltó poco a poco la garra de su boca mientras le advertía que permaneciera en silencio. No fue necesario, la laringe estaba hinchada como si un enorme, doloroso y silencioso tumor lo bloqueara todo.

«¡Oh Señor! no dejes que me muera. No dejes que me muera. Que acabe rápido, rápido, rápido.»

Era su único pensamiento. Estaba aterrada.

«Puede hacer lo que quiera, pero, Señor, amado Señor, no dejes que me muera.»

Las lágrimas brotaron solas, un fluido silencioso, como si los ojos hubieran reaccionado por iniciativa propia. Parecían llorar de un modo inconsciente. De repente, el hombre se puso de pie. La espalda se quejó al recobrar su postura original y ella quedó yaciendo de cara al suelo. Pero no duró mucho tiempo. Él la agarró por la cabeza, una mano en la oreja derecha y la otra tirando del pelo, y la arrastró así hasta el salón. El dolor era descomunal. Intentó gatear, reptando, pero iban demasiado deprisa y los brazos no lograban mantener el mismo paso. El cuello se estiró desesperadamente tras él para no quebrarse. Se le volvió a nublar la vista.

«Señor mío, te lo ruego, no dejes que me muera.»

No encendió la luz. Una farola de la calle iluminaba el pasillo a través de la ventana, proporcionando la suficiente visión. La soltó en mitad del salón. Encogida en posición fetal, empezó a llorar de verdad, sin hacer mucho ruido entre sollozos y temblores. Se tapó la cara con las manos con la vana esperanza de que el hombre no siguiera ahí cuando volviera a mirar.

Súbitamente, estaba de nuevo encima de ella. Introdujo un trapo en su boca, era la bayeta de la cocina. El sabor rancio casi la ahoga. Sintió fuertes arcadas y se desmayó.

Cuando se despertó, la bayeta había desaparecido. Estaba tumbada en su propia cama y notó que estaba desnuda. El hombre estaba tendido encima de ella, sintió su pene entrar y salir con violencia, aunque el dolor alrededor de los tobillos era más intenso. Los pies estaban atados a las patas de la cama, con algo que no conseguía reconocer. Era cortante y parecía hilo de acero.

«Señor, santo Dios, no dejes que me muera. Nunca volveré a quejarme de nada.»

Finalmente sucumbió, no podía hacer nada. Intentó gritar, pero las cuerdas vocales seguían agarrotadas.

– Estás muy buena -jadeó el hombre entre dientes-. ¡Una tía tan buena como tú no puede pasearse la noche del sábado sin una polla!

El sudor de su frente goteaba sobre la cara de la mujer. Le quemaba la piel y ella empezó a mover la cabeza de un lado a otro para evitarlo. Durante un instante, el hombre soltó una de sus muñecas para propinarle una potente bofetada.

– ¡No te muevas!

Tardó mucho, no supo cuánto tiempo. Cuando hubo terminado, permaneció con todo el peso de su cuerpo encima de ella, resoplando. Ella no dijo nada, no hizo nada, apenas si existía.

Él se levantó poco a poco y le soltó las ataduras alrededor de sus pies. Era alambre de acero y tenía que haberlo traído consigo, pensó, pues no guardaba nada de eso en el piso. Aunque se hallaba libre para poder incorporarse, permaneció apática y tumbada. Él le dio la vuelta para colocarla boca abajo y ella no ofreció ninguna resistencia.