Volvió a echarse sobre ella y en un momento de indolencia pudo constatar que él mantenía su erección. No podía entender que estuviera ya listo para otra embestida unos minutos tras la eyaculación anterior.
Separó sus glúteos y la penetró. Ella no abrió la boca y se desmayó por segunda vez, pero le dio tiempo a repetir sus plegarias.
«Señor, tú que estás en los Cielos, no dejes que me muera. Solo tengo veinticuatro años, no dejes que me muera.»
No lo estaba o, al menos, abrigaba ese deseo. Continuaba tumbada en la misma posición, desnuda y boca abajo. En el exterior, el día apenas había iniciado su mañana dominical. Ya no era de noche. Una madrugada blancuzca de mayo entraba sigilosamente en el cuarto y su piel parecía casi azul. No se atrevió a moverse, ni siquiera para ver la hora en el despertador de la mesita. Se quedó así, en absoluto silencio, escuchando sus propios latidos durante tres horas. Entonces estuvo segura, se había ido.
Se levantó rígida y entumecida y bajó la vista para examinar su cuerpo. Los senos pendían inánimes, como si se lamentaran sobre su suerte o por su muerte. Los tobillos estaban muy hinchados y un hematoma en forma de anillo ancho abrazaba la parte inferior de ambas pantorrillas. El ano le dolía con intensidad, y una fuerte punzada subía desde la vagina hasta el estómago. Con serenidad y determinación casi imperturbables, despojó la cama de toda su ropa. Lo hizo con rapidez e intentó arrojarla al cubo de la basura, pero no era lo bastante grande. Llorando y con la cólera en aumento, trató en vano de introducirla con fuerza en la bolsa, pero tuvo que desistir y se quedó sentada, totalmente descompuesta, desnuda e indefensa sobre el suelo.
«Señor, ¿por qué no me dejaste morir?»
El timbre de la puerta sonó sin piedad y retumbó en todo el apartamento. El ruido la sorprendió y no pudo retener un grito.
– ¿Kristine?
La voz resonaba de lejos, muy remota, pero la inquietud atravesó las dos puertas.
– Vete -musitó, con la certeza de que no había oído nada.
– ¿Kristine? ¿Estás ahí?
El volumen de la voz era ya más potente y más preocupado.
– ¡VETE!
Toda la fuerza que le había faltado el día anterior, cuando más la había necesitado, se acumuló en ese único grito.
Al instante, se presentó delante de ella, intentando recobrar la respiración. Se le cayeron las llaves al suelo.
– ¡Kristine! ¡Mi niña!
Se agachó y rodeó con sus brazos el cuerpo desnudo y hecho un ovillo con mucho cuidado. El hombre temblaba de pánico y respiraba a toda velocidad. Ella quiso consolarlo, decir algo que hiciera que todo volviese a estar bien, decir que todo estaba en orden, que no había pasado nada. Pero cuando notó la tela rígida de la camisa de franela contra su rostro y el olor masculino, seguro y familiar, tuvo que rendirse.
Su imponente padre la abrazaba y la mecía de un lado a otro, como a una niña pequeña. Sabía lo que había sucedido. La ropa de cama que se salía del cubo de basura, la sangre alrededor de sus tobillos, la figura desnuda e indefensa, el llanto de desesperación que nunca había oído antes. La levantó, la trasladó al sofá y la tapó con una manta. La lana basta de la prenda le pinchaba sin duda la piel, pero decidió no ir por una sábana para no tener que soltarla. En cambio, se hizo a sí mismo una promesa sagrada mientras le acariciaba el cabello una y otra vez.
Pero no dijo nada.
Lunes, 31 de mayo
Era difícil acostumbrarse a esto. La chica de veinticuatro años, sentada frente a ella y que miraba al suelo, era la cuadragésima segunda víctima de violación de Hanne Wilhelmsen. Llevaba la cuenta porque consideraba que las violaciones eran lo más execrable. El asesinato era otra historia, de alguna forma lo podía hasta entender. Un momento frenético de emociones desmedidas y, tal vez, de rabia acumulada durante años. Podía, de algún modo, existir cierta comprensión. En ningún caso en la violación.
La chica había traído a su padre, no era infrecuente. Un padre, una amiga y, a veces, un novio, pero, rara vez, una madre. Curioso. Quizás una madre sea alguien demasiado cercano.
El hombre era voluminoso y no encajaba bien en la estrecha silla. No es que tuviera sobrepeso: era, sencillamente, monumental. Al menos, le sentaban bien esos kilos de más. Debía de medir más de metro noventa, una apariencia cuadrada, eminentemente masculino y poco agraciado. Un puño gigantesco se posó sobre la delicada mano de su hija. Se parecían de un modo indefinido. La mujer revelaba una constitución muy distinta: poco menos que endeble, a pesar de haber heredado la complexión espigada de su padre. El parecido residía en los ojos: la misma forma, igual color y con idéntica expresión. Igual que el semblante perdido y afligido que, sorprendentemente, era más notable en el gesto del gigantón.
Hanne estaba turbada, no acababa de acostumbrarse a las violaciones. Pero era muy competente, y los buenos policías no muestran sus sentimientos, al menos no cuando se sienten consternados.
– Tengo que formularte varias preguntas -dijo en voz baja-. Algunas no son muy agradables, ¿te importa?
El padre se retorcía en la silla.
– Estuvo ayer prestando declaración durante varias horas -dijo-. ¿Es necesario volver a hacerla pasar por lo mismo?
– Sí, lo siento. La denuncia en sí no es muy detallada. -Dudó un instante-. Podríamos esperar hasta mañana, pero…
Se mesó el cabello con la mano.
– Es que nos tenemos que dar prisa, es importante actuar con rapidez en este tipo de investigación.
– Está bien.
Esta vez fue la mujer quien contestó. Se acomodó en la silla para hacer frente de nuevo a lo que había ocurrido el sábado noche.
– Está bien -volvió a decir, ahora mirando a su padre.
La mano de la hija consolaba ahora a la del padre.
«El padre lo está pasando mucho peor», pensó, e inició el interrogatorio.
– ¿Quieres comer, Håkon?
– No, ya he comido.
Hanne miró el reloj.
– ¿Que ya has comido? ¡Si son solo las once!
– Sí, pero te acompaño a tomar un café y te hago compañía. ¿El comedor o el despacho?
– El despacho.
Se dio cuenta nada más entrar, las cortinas era nuevas. No es que fueran muy policiacas, de color azul rey con flores silvestres.
– ¡Qué bonito te ha quedado! ¿De dónde lo has sacado?
No le contestó, se acercó al armario y sacó un bulto de telas elegantemente envueltas.
– Las he cosido para ti también.
Él se quedó mudo.
– Costaron solo siete coronas el metro, en Ikea. ¡Siete coronas el metro! Por lo menos son más acogedoras y mucho más limpias que estos harapos, propiedad del Estado, que cuelgan por ahí.
Apuntaba con el dedo a la cortina gris de suciedad que asomaba de la papelera, la cual se mostraba profundamente ofendida por el comentario.
– ¡Muchísimas gracias!
Él tomó el montón de telas con entusiasmo y volcó de golpe su taza de café sobre ellas. Una flor marrón se esparció entre todas las florecitas azules y rosas. Hanne liberó un suspiro descorazonado, casi inaudible, y recogió las cortinas.
– Las voy a lavar.
– ¡No, ni hablar, ya las lavo yo!
El aroma de un perfume envolvía el despacho, desconocido y algo fuerte. La fragancia procedía de una fina carpeta verde situada encima de la mesa entre ambos.
– Por cierto, este es nuestro caso -dijo, tras evitar que el derramamiento del café provocara un daño mayor, y le alcanzó los papeles.
– Violación. Jodidamente horrible.
– Todas las violaciones son horribles -murmuró él; tras haber leído algunos párrafos, estuvo de acuerdo-. ¿Qué impresión te dio?