El soleado salón estaba muy bien cuidado y en él predominaban dos jaulas enormes. Cada una encerraba un loro colorido de gran tamaño; entre los dos armaban bastante alboroto. Unas plantas verdes adornaban toda la estancia, y de las paredes colgaban cuadros de marcos dorados. El sofá era durísimo, como una piedra, e incómodo. Erik no sabía muy bien qué hacer y se quedó de pie junto a uno de los papagayos.
– ¡Solo un momento y preparo un poco de café!
El anciano estaba emocionado. Hanne intentó evitar el café, pero comprendió que era inútil. Al poco rato, se enfrentaron a un par de tazas de porcelana y una pequeña fuente con pastitas. La mejor maestra es la experiencia, así que ella rechazó amablemente las pastas, aunque se atrevió a tomar media taza de café. Erik no era tan curtido y se sirvió con avidez. Bastó con un solo trozo. Le embargó el pánico y buscó con desesperación algún lugar para deshacerse de los tres trozos que había echado en su propio plato. No halló salida alguna y se pasó el resto de la visita intentando tragar las galletitas.
– ¿Tal vez sepa por qué estamos aquí?
El hombre no contestó a la pregunta. Se limitó a sonreír e intentó colocarle un pastel de almendras.
– Somos de la Policía -dijo, esta vez más alto-. Lo entiende, ¿verdad?
– La Policía, sí.
Su cara irradiaba felicidad.
– La Policía. Gente muy maja, sí, chica muy maja.
La mano arrugada y seca del anciano tenía la piel sorprendentemente suave y le acarició varias veces el dorso de la mano. Ella le cogió la mano con delicadeza y logró cazarle la mirada. Los ojos eran de color azul celeste y tan pálidos que se confundían con el globo ocular. Las cejas eran fuertes y pobladas y se alzaban como un arco optimista en el centro, donde el pelo era más largo. Parecían las diminutas astas de un pequeño, agradable y bienintencionado diablillo.
– Un crimen, tuvo lugar un crimen en el piso de al lado, la noche del sábado a domingo.
Hanne se sobresaltó al oír el eco que salió de una de las jaulas.
– ¡Noche sábado, noche sábado!
Erik se asustó aún más y soltó la bandeja de pastelitos, pues tenía el pico del loro pegado a su oído. Se sintió mal por el destrozo, pero feliz porque el pedazo de pastel restante yaciera ahora junto a los fragmentos de porcelana en el suelo. Se disculpó entre balbuceos y con la boca llena.
El anciano seguía tan contento y fue por una escoba y un recogedor seguido de Erik, que insistía en limpiarlo él. El hombre tapó las jaulas con sendos manteles negros y se hizo un silencio repentino.
– Así. Ahora podemos hablar. No necesitan levantar la voz; oigo bien.
Volvieron a situarse uno frente al otro.
– Un crimen -murmuró para sí-. Un crimen. Ocurren tantas cosas de esas ahora. En los periódicos, todos los días. Yo me mantengo, por lo general, en casa.
– Desde luego, es lo mejor -aseguró Hanne-. Lo más seguro.
El apartamento era cálido. Un reloj de mesa palpitaba pesada y fatigadamente. Ella permaneció sentada a esperar hasta que se percató de que se estaban acercando a las cuatro. Vacilante y con un tremendo esfuerzo sonaron cuatro golpes huecos.
– Estamos comprobando con los vecinos si han visto u oído algo.
El hombre no contestó, solo sacudió la cabeza.
– Hay algo que no va bien en este reloj, antes no era así, el sonido ha cambiado, ¿no cree?
Hanne suspiró.
– Es difícil saberlo, nunca lo había oído antes. Pero estoy de acuerdo, sonó algo…, algo triste. ¿Tal vez debería llevárselo a un relojero para que lo vea?
Es posible que no estuviera conforme porque no dijo nada, solo siguió con el ligero movimiento de cabeza.
– Oíste…, ¿oyó usted algo desde aquí, la madrugada del domingo? Es decir, la noche de ayer…
Aunque el anciano había dejado claro que no tenía problemas de audición, ella no pudo evitar levantar la voz.
– No, oír algo… no lo creo, pienso que no oí nada, salvo lo que oigo todas las noches, claro está. Los coches y el tranvía, claro, cuando pasa, aunque no suele pasar por las noches, así que seguro que no lo oí.
– Suele usted…
– Tengo el sueño muy ligero, ¿sabe? -interrumpió-. Es como si hubiese dormido ya todo lo que tenía que dormir a lo largo de mi extensa vida. He llegado a los ochenta y nueve años, mi mujer murió a los sesenta y siete. Tome, sírvase otro pastelito. Los ha hecho mi hija…, no, quiero decir, mi nieta. A veces mezclo un poco esas cosas, de hecho mi hija murió, ¡así que no pudo haber hecho estos pasteles!
Sonrió y dibujó una hermosa y tímida sonrisa, como si hubiese comprendido que el tiempo no solo lo había alcanzado, sino que lo había dejado atrás hacía mucho tiempo.
Viaje en balde. Hanne apuró su café, agradeció amablemente la invitación y finalizó la conversación.
– ¿Qué tipo de crimen se ha cometido? -preguntó, de repente interesado, mientras los policías recogían sus cascos y cazadoras de cuero en el pasillo que daba a la puerta de salida.
Ella se volvió hacia él y dudó por un instante si molestar a ese encantador anciano contándole cosas del lado oscuro y cruel de la capital. Pero se dijo: «ha visto tres veces más de la vida que yo».
– Violación. Ha sido una violación.
Se estremeció e hizo aspavientos con los brazos.
– Y esa preciosa joven… -dijo-. ¡Es terrible!
La puerta se cerró tras ellos y el anciano arrastró los pies hasta sus amigos plumíferos y destapó las jaulas. Fue recompensado con una cacofonía agradecida e introdujo el dedo en una de las jaulas para que uno de ellos lo mordisqueara con delicadeza.
– Violación, es espantoso -le dijo al papagayo, que asintió con la cabeza para mostrar que estaba de acuerdo-. ¡Es posible que haya sido alguien de este edificio! No, ha tenido que ser alguien de fuera. Tal vez fue aquel hombre del coche rojo, no había visto ese vehículo antes.
Retiró el dedo y procedió lentamente a sentarse en su desgastado y confortable butacón, situado cerca de la ventana. Solía reposar en él cuando las noches en vela lo sacaban del calor de su lecho. La ciudad era su amiga, siempre y cuando se quedara dentro de sus seguras paredes. Había vivido en el mismo piso toda su vida y había visto cómo eran sustituidos los carruajes por ruidosos automóviles, los faroles de gas por luz eléctrica, y cómo los adoquines eran recubiertos de asfalto negro. Conocía su vecindario, al menos lo que permitía la observación desde una ventana de la primera planta. Estaba al tanto de los coches que pertenecían a su portal y de quiénes eran sus propietarios. No había visto nunca antes el coche rojo y tampoco había reconocido al individuo joven y alto que se había sentado detrás del volante aquella madrugada. Debía de ser él.
Continuó sentado durante un rato e incluso echó una cabezadita. Luego se dirigió discretamente a la cocina para calentarse un poco de sopa.
Ninguno de los vecinos había oído o visto nada. La mayoría de ellos habían reparado en la visita de los policías el domingo por la mañana, por lo que los rumores se habían hecho con el edificio. Todo el mundo sabía bastante más que el simpático anciano del primero, aunque aquella información carecía de interés. Eran historias contadas una y otra vez entre los propios vecinos de escalera. Relatos encendidos por encima del pasamanos, incluyendo movimientos de cabeza horrorizados de incredulidad, especulaciones y promesas recíprocas de que todos iban a estar más atentos de ahora en adelante.
Kristine Håverstad no estaba en casa. Hanne lo sabía, pero quiso asegurarse. Llamó al timbre y esperó unos segundos antes de abrir la puerta. Obtuvo las llaves durante el interrogatorio, de la propia inquilina, que declaró de paso su intención de mudarse a casa de su padre durante un periodo de tiempo indefinido.