El piso estaba recogido, bien cuidado y agradable. No era grande, y los agentes constataron pronto que estaba compuesto de un salón con cocina americana y un dormitorio espacioso con un escritorio en una de las esquinas. Las habitaciones daban a un estrecho y largo pasillo. El baño era tan pequeño que uno podía estar sentado en la taza, ducharse y lavarse los dientes a la vez. Estaba limpio, con un ligero aroma a lejía.
La Policía Científica ya había estado allí, por lo que sabía que no encontraría nada relevante, pero sentía curiosidad. La cama estaba sin hacer, aunque cuidadosamente tapada con un edredón. No era una cama doble, pero tampoco tan pequeña como para no albergar a dos buenos amigos. Estaba hecha de pino con decoraciones en la parte superior de cada pata. Justo debajo de ellas, observó un pequeño borde desigual de color oscuro. Se puso en cuclillas y dejó que los dedos acariciaran la huella. Se clavó unas astillas diminutas de la madera en los dedos. Suspiró profundamente, abandonó el cuarto y se quedó a esperar en la entrada del salón.
– ¿Qué es lo que buscamos? -preguntó Erik, lleno de dudas.
– Nada -dijo Hanne, mirando al vacío para resaltar su posición sobre el asunto-. No buscamos nada, solo quiero saber cómo es este piso, al que Kristine Håverstad nunca estará en condiciones de volver.
– Es una putada -murmuró el joven.
– Es más que eso -dijo Hanne-. Es mucho más que eso.
Cerraron con llave la puerta del apartamento, con las dos cerraduras de seguridad, y volvieron dando un rodeo en dirección a la jefatura. Erik estaba encantado. Después del viaje, no sabía si estaba más enamorado de Hanne o de su enorme Harley rosa.
Martes, 1 de junio
Kristine esperó sentir alguna forma de temor, pero no lo hizo, y lo cierto es que daba igual. No necesitaba ningún abogado, realmente no necesita a nadie. Solo deseaba quedarse en casa, en casa de su padre. Quería cerrar con llave todas las puertas y sentarse a ver la televisión. En cualquier caso, no quería ningún abogado. Pero la policía había insistido, le había mostrado una lista de nombres que ella denominaba «abogados asistenciales», y había destacado el nombre de Linda Løvstad como una buena elección. Al asentir con la cabeza y alzar los hombros, Hanne había llamado a la letrada en su nombre. Kristine ya podía personarse en el despacho a las 10.30 del día siguiente.
Ahora se encontraba justo delante de la dirección indicada e intentaba sentir algo de aprensión. Habían manipulado el rótulo debido al cambio de uno de los abogados, pero seguía siendo legible: «Abogados Andreassen, Bugge, Hoel y Løvstad, 2ª planta». Letras negras sobre latón desgastado.
Al abrir la puerta de cristal de la primera planta, un perro se acercó a ella moviendo la cola. Se sobresaltó, pero un hombre que, por su indumentaria, era imposible que fuera abogado, la tranquilizó. Llevaba vaqueros rotos y zapatillas deportivas. Sonrió y cogió al perro del collar y lo arrastró hasta un despacho, donde lo puso firmemente en su sitio. Al fondo de un larguísimo pasillo yacía otro perro, grande y gris, con la cabeza entre las patas delanteras y una expresión de tristeza, como si entendiese todo por lo que ella había pasado. Una chica delgada y bien arreglada, sentada tras un puesto que combinaba recepción y centralita, la invitó a seguir el pasillo hacia el gris y afligido perro.
– La penúltima puerta a la izquierda -dijo en voz baja y con una sonrisa.
– Entre -oyó, incluso antes de llamar a la puerta.
Tal vez el hombre del primer perro fuera abogado. Lo cierto es que esta abogada no calzaba deportivas, sino zapatillas chinas, vaqueros y una blusa que Kristine reconocía de H &M. Tampoco la oficina se caracterizaba por su ostentación; además, vio que un tercer perro del bufete estaba tumbado en una esquina. Tal vez fuese un requisito para trabajar ahí: tener un perro. Era uno de esos callejeros, delgado, feo y negro como un cuervo, pero con ojos grandes y bonitos.
Una gigantesca mesa en forma de arco ocupaba casi todo el espacio. Las estanterías eran sencillas y no muy llenas, y en el suelo, apoyado contra la pared, tropezó con un gigantesco y grotesco gato de peluche. No era especialmente bonito y tampoco muy gracioso, pero, junto con un cochecito de Policía, carteles baratos y una maceta blanca con abundantes alegrías, confería al despacho una sensación menos inquietante.
La abogada se levantó y extendió la mano en cuanto Kristine entró por la puerta. Era delgada y larguirucha, plana como una tabla, con el pelo rubio y ralo, al que se intentaba en vano darle volumen recogiéndolo en forma de moño. Pero el rostro era amable; su sonrisa, hermosa; y el apretón de manos, firme. La invitó a un café, sacó una carpeta vacía de color crema y empezó a anotar los datos personales.
Kristine no tenía la menor idea de lo que hacía en ese lugar. Bajo ninguna circunstancia soportaría volver a contar toda la historia.
La mujer era adivina.
– No es necesario que me relates la violación -dijo, tranquilizándola-. Recibo la documentación de la Policía.
La pausa que siguió no fue para nada embarazosa, solo tranquilizadora. La abogada la miró con una sonrisa, hojeó algunos papeles que no podían concernirla y esperaba, tal vez, que dijera algo. Kristine se quedó mirando el gato de peluche mientras frotaba el brazo de la silla. Al ver que la abogada seguía sin dar señales de querer decir algo, alzó ligeramente los hombros y echó la mirada al suelo.
– ¿Recibes ayuda? ¿Psicólogo o algo parecido?
– Sí, bueno, en realidad es una asistente social. Está bien.
– ¿Encuentras alguna ayuda en eso?
– No lo siento así ahora mismo, pero sé que es importante, a largo plazo, quiero decir. Pero solo he estado una vez con ella, fue ayer.
La letrada Løvstad asintió con la cabeza como para animarla.
– Mi tarea es muy limitada. Seré como un nexo entre tú y la Policía, y, si hay algo que necesitas saber, no dudes en ponerte en contacto conmigo. La Policía me mantendrá puntualmente informada. Son a veces un poco chapuzas en esto, pero has tenido suerte con la investigadora principal. Es una mujer que suele seguir muy de cerca estos casos.
Ahora sonreían ambas.
– Sí, parece de muy buen trato -confirmó.
– Y te ayudaré con la indemnización.
La joven parecía desconcertada.
– ¿Indemnización?
– Sí, tienes derecho a una indemnización, ya sea por parte del autor, ya sea por parte del Estado. Han creado un precepto legal propio para estas cuestiones.
– ¡No me interesa ninguna indemnización!
A Kristine le extrañó su propia y violenta reacción. ¿Indemnización? Como si alguien pudiese algún día entregarle una suma de dinero lo suficientemente cuantiosa para reparar todo el dolor, para borrar la espantosa y oscura noche que lo puso todo patas arriba. ¿Dinero?
– ¡No quiero nada!
Si no hubiese sido porque las glándulas lacrimales estaban completamente secas, habría empezado a llorar. Ella no quería dinero. Si pudiera elegir, se pediría un reproductor de vídeo y su vida en una cinta manipulable. Rebobinaría los días y se iría a casa de su padre aquel sábado en vez de acabar destrozada en su propio piso. Pero no podía elegir.
El labio inferior y toda la mandíbula le temblaban con fuerza.
– ¡Quiero recuperar mi vida, no una indemnización!
La última palabra fue escupida como si fuera veneno.
– Tranquila.
La abogada se recostó sobre la mesa y retuvo su mirada.
– Podemos hablar de todo esto más tarde. Tal vez opines lo mismo entonces, con lo cual no te vamos, por supuesto, a obligar. A lo mejor cambias de parecer, lo dejamos así. ¿Necesitas ayuda con algo ahora mismo? ¿Otra cosa?
Miró a su abogada durante unos segundos eternos. Finalmente, ya no aguantó más. Se echó sobre la mesa de despacho con la cabeza entre los brazos y el pelo caído hacia delante, tapando su rostro. Lloró media hora a lágrima viva; la letrada no pudo hacer otra cosa que acariciar la espalda de su cliente y susurrarle palabras de consuelo.