Lo intentó de nuevo, tirando una y otra vez, esforzándose frenéticamente a pesar de su sospecha de que la palanca estaba inutilizada, de que habían cortado el cable. Entonces notó que el coche abandonaba el asfalto. Sintió menos barquinazos, así que pensó que estaban avanzando sobre arena.
¿Se dirigían al mar?
¿Ella se ahogaría en ese maletero?
Gritó de nuevo, un estridente alarido de terror que se transformó en una frenética plegaria:
– ¡Dios mío, permíteme salir con vida de esto y te prometo…!
Cuando el grito se apagó, oyó música detrás de su cabeza. Una vocalista entonaba una especie de blues, una canción que ella no conocía.
¿Quién conducía el coche? ¿Quién le había hecho eso? ¿Por qué motivo?
Ahora la mente se le despejaba, retrocediendo, pasando revista a las imágenes de las horas anteriores. Empezó a recordar. Madrugón a las tres. Maquillaje a las cuatro. En la playa a las cinco. Con Julia, Darla, Monique y esa chica despampanante pero extraña, Ayla. Gils, el fotógrafo, bebía café con el equipo, y los hombres que remoloneaban alrededor de la escena, toalleros y corredores mañaneros embelesados por esas chicas con sus bikinis diminutos, por la maravilla de tropezarse con un rodaje de Sporting Life.
Kim evocó aquellos momentos, sus poses con Julia.
– Una sonrisa, Julia -decía Gils-. Estupendo. Divina, Kim, divina, así me gusta. Los ojos hacia mí, Perfecto.
Recordó que las llamadas telefónicas habían empezado después, durante el desayuno, y habían seguido todo el día.
Diez malditas llamadas, hasta que desconectó el teléfono.
Douglas la había llamado, le había dejado mensajes, la había acechado, la había enloquecido. ¡Douglas!
Y recordó que esa noche, después de la cena, ella estaba en el bar del hotel con el director artístico, Del Swann, encargado de supervisar el rodaje, de protegerla después, y Del había ido al baño de caballeros, y él y Gils, ambos gais, habían desaparecido.
Y recordó que Julia hablaba con alguien en el bar y Kim trató de llamarle la atención pero no lograba establecer contacto visual, así que salió a caminar por la playa. Y eso era todo lo que recordaba.
Había ido a la playa con el móvil colgado del cinturón, apagado. Y ahora empezaba a pensar que Douglas se había desquiciado. Perdía fácilmente los estribos y se había convertido casi en un acosador. Quizá le hubiera pagado a alguien para que le echara algo en la copa.
Ahora empezaba a comprender. Su cerebro funcionaba bien.
– ¡Douglas! -gritó-. Doug…
Y entonces, como si el mismísimo Dios hubiera oído su invocación, un móvil sonó dentro del maletero.
3
Kim contuvo el aliento y escuchó.
Sonaba un teléfono, pero no era el timbre del suyo. Era un zumbido sordo, no las cuatro notas de Beverly Hills de Weezer. De todos modos, si era como la mayoría de los teléfonos, estaría programado para activar el contestador después de cuatro tonos.
¡No podía permitirlo!
¿Dónde estaba el puñetero teléfono?
Palpó la manta y la soga le rasguñó las muñecas. Estiró las manos, tocó el suelo, percibió el bulto bajo un trozo de alfombra cerca del borde, pero lo alejó con sus movimientos torpes. ¡No!
El segundo tono terminó. El frenesí le había acelerado el corazón cuando por fin cogió el teléfono, un aparato grueso y anticuado. Lo aferró con dedos trémulos mientras el sudor le empapaba las muñecas.
Vio la identificación de la llamada, pero no había nombre, y no reconoció el número.
Pero no importaba quién fuera. Cualquiera daría igual.
Kim pulsó la tecla ok y se llevó el auricular al oído.
– ¡Hola! -gritó con voz ronca-. ¿Con quién hablo?
En vez de una respuesta oyó un canto. Esta vez era Whitney Houston. «I'll always love you-ou-ou», decía el estéreo del coche, sólo que con mayor claridad y volumen.
¿La llamaban desde el asiento delantero?
– ¡Doug? ¿Doug? -gritó por encima de la voz de Whitney-. ¿Qué diablos sucede? Respóndeme.
Pero él no respondía y Kim temblaba en el estrecho maletero, amarrada como un pollo, sudando a mares, y la voz de Whitney parecía burlarse de ella.
– ¡Doug! ¿Qué diantre estás haciendo?
Entonces lo adivinó: él quería enseñarle lo que se sentía cuando no te prestaban atención, le estaba dando una lección; pero no podría salirse con la suya. Estaban en una isla, ¿verdad? ¿Cuán lejos podían ir?
Así que Kim se valió de su furia para estimular la mente que le había permitido iniciar la carrera de Medicina en Columbia, y pensó en cómo disuadir a Doug. Tendría que manipularlo, decirle cuánto lo lamentaba, y explicarle dulcemente que él debía entender que no era culpa de ella. Lo ensayó mentalmente.
«Comprende, Doug, no puedo recibir llamadas. Mi contrato me prohíbe estrictamente revelar dónde estamos rodando. Podrían despedirme. Lo entiendes, ¿verdad?»
Le insinuaría que, aunque ya habían roto su relación, aunque Doug actuaba como un demente al cometer ese acto criminal, él aún era su chico.
Pero tenía otros planes. En cuanto él le diera la oportunidad, le propinaría un rodillazo en los testículos o le patearía las rótulas. Sabía suficiente yudo para amansarlo, aunque él fuera corpulento. Luego pondría pies en polvorosa. ¡Y después los polis se encargarían de él!
– ¡Doug! -gritó al teléfono-. Responde, por favor. Te lo ruego. Esto no tiene ninguna gracia.
De pronto el volumen de la música bajó.
– A decir verdad, Kim, tiene su gracia, aparte de ser maravillosamente romántico.
Kim no reconoció la voz.
No era Doug.
4
Un nuevo temor la embargó como un fuego helado y estuvo a punto de desmayarse. Pero recobró la compostura, juntó las rodillas, se mordió la mano y se mantuvo alerta. Reprodujo mentalmente el sonido de esa voz.
«A decir verdad, Kim, tiene su gracia, aparte de ser maravillosamente romántico.»
No conocía esa voz, no la conocía en absoluto.
Todo lo que había imaginado un momento atrás, la cara de Doug, su debilidad por ella, el año que había pasado aprendiendo cómo apaciguarlo cuando se descontrolaba, todo eso se había esfumado.
Ahora había una nueva verdad.
Un desconocido la había maniatado y arrojado al maletero de un coche. La habían secuestrado. Pero ¿por qué? ¡Sus padres no eran ricos! ¿Qué le haría? ¿Cómo escaparía? Ella estaba… pero ¿cómo?
Kim escuchó en silencio.
– ¿Quién es usted? -preguntó al fin.
Cuando volvió a oírse, la voz sonó meliflua y serena.
– Lamento ser tan grosero, Kim. Me presentaré enseguida. Dentro de poco. Y no te preocupes. Todo saldrá bien.
La comunicación se cortó.
Kim se calmó cuando se cortó la llamada. Era como si también le hubieran desconectado la mente. Luego se agolparon los pensamientos. La voz tranquilizadora del desconocido le infundía esperanza. Así que se aferró a eso. Él era amable. «Todo saldrá bien», había dicho.
El coche viró a la izquierda y Kim rodó contra el flanco del maletero y apoyó los pies en el metal. Notó que aún aferraba el teléfono.
Se acercó el teclado a la cara. Apenas podía leer los números a la luz tenue de la pantalla, pero aun así logró pulsar el 911.
Escuchó tres tonos y luego la voz de la operadora.
– Nueve once. ¿Cuál es su emergencia?
– Me llamo Kim McDaniels. Me han…
– No la entiendo bien. Por favor, deletree su nombre.
Kim rodó hacia delante cuando el coche frenó. Luego oyó la portezuela del conductor, y el chasquido de la llave en la cerradura del maletero.