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Aferró el teléfono, temiendo que la voz de la operadora fuera demasiado fuerte y la delatara. Pero no quería colgar para no perder la conexión GPS entre ella y la policía, su mayor esperanza de rescate.

Una llamada telefónica podía rastrearse. Eso era así, ¿o no?

– Me han secuestrado -jadeó.

La llave giró a izquierda y derecha, pero la cerradura no atinaba a abrirse. En esa fracción de minuto, Kim repasó desesperadamente su plan. Todavía le parecía acertado. Si el secuestrador quería acostarse con ella, podría sobrevivir a eso, pero obviamente tendría que ser lista, entablar amistad con él, y recordarlo todo para luego contarlo a la policía.

El maletero se abrió por fin y el claro de luna le bañó los pies.

Y el plan de seducir al secuestrador se esfumó. Kim encogió las rodillas y lanzó una patada a los muslos del hombre. Él saltó hacia atrás, eludiendo sus pies, y antes de que ella pudiera verle la cara, le echó una manta encima y le arrebató el móvil de la mano.

Kim sintió el pinchazo de una aguja en el muslo.

Oyó la voz mientras su cabeza se inclinaba hacia atrás y la luz se desvanecía.

– Es inútil que te resistas, Kim. No se trata de nosotros dos, sino de algo mucho más importante, créeme. Aunque, pensándolo bien, ¿por qué ibas a creerme?

5

Recobró el conocimiento acostada boca arriba en una cama, dentro de un cuarto reluciente y pintado de amarillo. Tenía los brazos sujetos y trabados detrás de la cabeza. Sus piernas, muy separadas, estaban amarradas al armazón metálico de una cama. Tenía una sábana de satén blanco hasta la barbilla, metida entre las piernas. No podía estar segura, pero le pareció que estaba desnuda bajo la sábana.

Tironeó de la cuerda que le sujetaba los brazos, teniendo aterradores vislumbres de lo que podría ocurrirle, nada que congeniara con la tranquilizadora promesa de que «todo saldría bien». Luego oyó gruñidos y chillidos que nacían en su garganta, sonidos que nunca había emitido.

No logró hacer nada con las cuerdas, así que irguió la cabeza y echó un vistazo al cuarto. Parecía irreal, como un plató.

A la derecha de la cama había dos ventanas cerradas cubiertas con cortinas de gasa. Bajo las ventanas había una mesa llena de velas encendidas de toda altura y color, y flores autóctonas de Hawai.

Estrelicias y jengibre, flores muy masculinas a su entender, realmente sexuales, erectas en un jarrón junto a la cama.

Otro vistazo y detectó dos cámaras. De tipo profesional, montadas en trípodes a ambos lados.

Vio luces sobre pedestales y un micrófono en el que no había reparado antes, situado sobre su cabeza.

Oyó el fragor del rompiente, como si las olas se estrellaran contra las paredes. Y allí estaba ella, clavada como una mariposa en el centro de todo.

Inhaló profundamente.

– ¡Socorro! -gritó.

Cuando cesó el grito, una voz sonó detrás de su cabeza.

– Calma, Kim, calma. Nadie puede oírte.

Ella movió la cabeza a la izquierda, estiró el cuello con gran esfuerzo, y vio a un hombre sentado en una silla. Usaba auriculares y se los quitó de la cabeza para apoyárselos en el pecho.

Su primera visión del hombre que la había capturado.

No lo conocía.

Tenía pelo rubio oscuro más o menos largo, y frisaba los cuarenta. Tenía rasgos regulares e imprecisos que casi podían considerarse agraciados. Era musculoso, y usaba ropa ceñida de aspecto caro, además de un reloj de oro que ella había visto en Vanity Fair. Patek Philippe. El hombre de la silla se parecía a Daniel Craig, el actor que había protagonizado la última película de James Bond.

Volvió a ponerse los auriculares y cerró los ojos mientras escuchaba. No le prestaba atención.

– ¡Oye, amigo, te estoy hablando! -gritó Kim.

– Tendrías que oír esto -dijo él. Le dijo el nombre de la pieza musical, le dijo que conocía al artista, que ése era el primer corte del estudio.

Se levantó, le acercó los auriculares y le apoyó uno en la oreja.

– ¿No es maravilloso?

El plan de fuga de Kim se evaporó. Había perdido su gran oportunidad de seducirlo. «Hará lo que quiera hacer», pensó. Aunque todavía podía suplicar por su vida. Decirle que sería más divertido si ella participaba. Pero su mente estaba embarullada por la inyección que él le había puesto y se sentía demasiado floja para moverse.

Escrutó los ojos grises del hombre y él la miró como si sintiera afecto por ella. Quizá pudiera valerse de eso.

– Escúchame -dijo-, la gente sabe que he desaparecido. Gente importante. Life Incorporated. ¿Has oído hablar de ellos? Tengo un toque de queda, como todas las modelos. La policía ya me está buscando.

– Yo no me preocuparía por la policía, Kim -dijo James Blonde-. He sido muy cuidadoso. -Se sentó en la cama junto a ella y le apoyó la mano en la mejilla, con admiración. Luego se puso guantes de látex.

Kim reparó en el color de los guantes porque eran azules. Él tomó algo de un clavo de la pared, una especie de máscara. Cuando se la puso, sus rasgos se distorsionaron. Y eran escalofriantes.

– ¿Qué vas a hacer? ¿Qué vas a hacer?

Los gritos de Kim rebotaron en el cuartucho.

– Eso ha sido sensacional -dijo el hombre-. ¿Puedes hacerlo de nuevo? ¿Estás preparada, Kim?

Se aproximó a cada una de las cámaras, revisó el ángulo a través de las lentes, las encendió. Las brillantes luces resplandecieron.

Kim siguió los guantes azules mientras le apartaban la sábana de satén. La habitación estaba fresca, pero el sudor le perló la piel de inmediato.

Supo que él iba a violarla.

– No tienes que hacerlo así-le dijo.

– Claro que sí.

Kim se puso a gemir, un lloriqueo que se convirtió en grito. Desvió la cara hacia las ventanas cerradas, oyó que el cinturón del desconocido caía al suelo. Rompió a llorar sin reservas al sentir la caricia del látex en los senos, la sensación en la entrepierna mientras él la abría con la boca, la brusquedad con que él la penetraba, los músculos que se tensaban para cerrarle el paso.

Él le habló al oído, respirándole suavemente en la cara.

– No te resistas, Kim. No te resistas. Lo lamento, pero es un trabajo que estoy haciendo por mucho dinero. Los espectadores son grandes admiradores tuyos. Trata de entender.

– Muérete -dijo ella. Le mordió la muñeca, haciéndole sangre, y él la pegó, le abofeteó con fuerza cada mejilla, y las lágrimas le escocieron la piel.

Quería desmayarse, pero aún estaba consciente, bajo el cuerpo de ese desconocido rubio, oyendo sus gruñidos, sintiendo… demasiado. Así que procuró bloquear todas las sensaciones salvo el fragor de las olas y los pensamientos sobre lo que le haría cuando escapara.

6

Kim despertó sentada en una bañera de agua tibia, con la espalda apoyada en el borde curvo, las manos atadas bajo las burbujas.

El desconocido rubio estaba sentado en un taburete, lavándola con una esponja con toda naturalidad, como si la hubiera bañado muchas veces.

A Kim le dio una arcada y vomitó bilis en la bañera. El desconocido la alzó con un movimiento vigoroso, diciendo «Arriba». Ella volvió a notar cuán fuerte era, y esta vez reparó en un leve acento. No podía identificarlo. Quizá ruso. O checo. O alemán. Luego él quitó el tapón de la bañera y abrió la ducha.

Kim se contoneó bajo la lluvia y él la alzó y le sostuvo el cuerpo mientras ella gritaba y forcejeaba, tratando de patearlo pero perdiendo el equilibrio. Estuvo a punto de caerse, pero él la sostuvo de nuevo, riendo.

– Eres una criaturilla especial, ¿verdad?-le dijo.

Luego la envolvió en toallas blancas muy mullidas y la arropó como a un bebé. La sentó en la tapa del retrete y le ofreció una copa de algo para beber.

– Bebe esto. Te ayudará. De veras.

Kim meneó la cabeza.

– ¿Quién eres? -preguntó-. ¿Por qué me haces esto?

– ¿Quieres recordar esta velada, Kim?

– ¿Bromeas, maldito pervertido?

– Este brebaje te ayudará a olvidar. Y te convendrá estar dormida cuando te lleve a casa.

– ¿Cuándo me llevarás a casa?

– Todo terminará pronto -dijo él.

Kim alzó las manos y notó que la cuerda que le sujetaba las muñecas era diferente: azul oscuro, probablemente seda, y la forma de los nudos era intrincada, casi hermosa. Aceptó el vaso y lo vació.

A continuación, el desconocido le pidió que agachara la cabeza. Ella obedeció y él le secó el cabello con la toalla. Luego lo cepilló, haciendo rulos y rizos con los dedos, y sacó frascos y cepillos del largo cajón del mueble que rodeaba el lavabo.

Le aplicó maquillaje en las mejillas, los labios y los ojos con mano diestra, cubriendo una magulladura cerca del ojo izquierdo, mojando el cepillo con la lengua, combinando todo con la base.

– Soy muy bueno en esto, no te preocupes -le dijo.

Terminó su trabajo, la rodeó con los brazos, alzó el cuerpo envuelto por la toalla y la llevó a la otra habitación.

La cabeza de Kim cayó hacia atrás cuando él la depositó en la cama. Notó que él la estaba vistiendo, pero no lo ayudó en nada mientras le subía la braguita de un bikini por los muslos. Luego le ató el sujetador del traje de baño a la espalda.

El traje se parecía mucho al Vittadini que Kim había usado al final de la filmación. Rojo con una pátina plateada. Debió de haber murmurado «Vittadini», porque James Blonde le respondió:

– Es mejor aún. Lo escogí personalmente cuando estaba en St. Tropez. Lo compré sólo para ti.

– Tú no me conoces -dijo ella, torciendo el gesto.

– Todos te conocen, primor. Kimberly McDaniels, bello nombre, por lo demás. -Le movió el cabello a un costado y

le anudó el cordel del sujetador sobre la nuca. Hizo un lazo y se disculpó por haberle tirado del pelo.

Kim quiso hacer un comentario, pero se olvidó de lo que iba a decir. No podía moverse. No podía gritar. Apenas podía mantener los ojos abiertos. Escrutó aquellos ojos grises que la acariciaban.

– Asombroso -dijo él-. Estás bellísima para un primer plano.

Ella intentó decir «Vete a la mierda», pero las palabras se enredaron y salieron como un suspiro largo y cansado.

– Veieeerda.