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Recordé los nombres de restaurantes y hoteles que Henri había visitado con Gina Prazzi. Había varios otros alias y detalles que Henri no había considerado importantes pero que quizá contribuyeran a desovillar la madeja.

Amanda se volvió en sueños, apoyó el brazo en mi pecho y se acurrucó contra mí. Me pregunté qué estaría soñando. La estreché entre mis brazos y le besé levemente la coronilla.

– Trata de no atormentarte -ronroneó contra mi pecho.

– No pretendía despertarte.

– ¿Bromeas? Casi me tiras de la cama con tus resuellos y suspiros.

– No sé qué hora es.

– Es temprano, demasiado temprano para estar levantados. Ben, no creo que ganes nada con obsesionarte.

– ¿Crees que estoy obsesionado?

– Piensa en otra cosa. Tómate un respiro.

– Zagami quiere…

– Al cuerno con Zagami. Yo también he estado pensando, y tengo un plan. No te gustará.

94

Me paseaba frente a mi edificio con mis petates cuando Amanda se acercó en su cuidada y rugiente Harley Sportster, una moto que irradiaba potencia, con asiento de cuero rojo.

Subí, rodeé su estrecha cintura con las manos y, con su largo cabello azotándome la cara, enfilamos hacia la 10 y desde allí a la Pacific Coast Highway, un tramo deslumbrante de carretera costera que parece prolongarse para siempre.

A nuestra izquierda y abajo, las olas encabritadas subían en arcos a la playa, desplazando a los surfistas que tachonaban las olas. Pensé que nunca había surfeado porque me parecía demasiado peligroso.

Me aferré mientras Amanda cambiaba de carril y aceleraba.

– ¡Bájate los hombros de las orejas! -me gritó.

– ¿Qué?

– Que te relajes.

Era difícil, pero me obligué a aflojar las piernas y los hombros.

– ¡Ahora actúa como un perro! -gritó Amanda.

Volvió la cabeza y sacó la lengua, y me hizo gestos hasta que la imité. El viento de setenta kilómetros por hora me pegó en la lengua, distendiéndome, y los dos nos reímos tanto que nuestros ojos se humedecieron.

Todavía sonreía cuando atravesamos Malibú y cruzamos la frontera del condado de Ventura. Minutos después, Amanda frenó en Neptune's Net, un restaurante de mariscos con un aparcamiento lleno de motocicletas.

Un par de tíos la saludaron cuando entramos. Sacamos dos cangrejos de la cuba y diez minutos después los recogimos en la ventanilla, cocidos al vapor y servidos en platos de cartón con recipientes de mantequilla derretida. Bajamos los cangrejos con Mountain Dew, y luego volvimos a montar en la Harley.

Esta vez me sentí más cómodo en la moto, y al fin lo entendí: Amanda me ofrecía el regalo del júbilo. La velocidad y el viento me despejaban las telarañas de la mente, haciendo que me entregara al entusiasmo y la libertad de la carretera.

Mientras viajábamos hacia el norte, la carretera descendió al nivel del mar y nos llevó por las deslumbrantes localidades de Sea Cliff, La Conchita, Rincón, Carpenteria, Summerland y Montecito. Y luego Amanda me pidió que me agarrara con fuerza mientras salía de la autopista por la salida de Olive Mill Road, hacia Santa Bárbara.

Vi los letreros y supe adónde nos dirigíamos. Siempre queríamos pasar un fin de semana en ese lugar, pero nunca encontrábamos el tiempo.

Mi cuerpo entero temblaba cuando me apeé de la moto frente al legendario Biltmore Hotel, con sus tejados rojos, sus palmeras y su vista panorámica del mar. Me quité el casco y abracé a mi chica.

– Cariño, cuando dices que tienes un plan, sin duda no te andas con chiquitas.

– Estaba ahorrando mi bonificación navideña para nuestro aniversario, pero ¿sabes lo que pensé a las cuatro de esta mañana?

– Dime.

– Ningún momento mejor que ahora. Ningún lugar mejor que éste.

95

El vestíbulo del hotel resplandecía. No soy de esos tíos aficionados a sintonizar el canal House Beautiful, pero conocía el lujo y el confort, y Amanda, caminando junto a mí, me describía los detalles. Señaló el estilo mediterráneo, las arcadas y los techos con vigas vistas, los rechonchos sofás y los leños que ardían en un hogar con azulejos. Debajo, el mar vasto y ondulante.

Amanda me hizo una advertencia, con toda seriedad.

– Si mencionas a ese individuo tan sólo una vez, la cuenta irá a tu tarjeta de crédito, no a la mía. ¿Vale?

– Vale -dije, estrechándola en un abrazo.

Nuestra habitación tenía hogar, y cuando Amanda empezó a arrojar la ropa en la silla, me imaginé el resto de la tarde retozando en la enorme cama.

Ella vio mi mirada y se echó a reír.

– Ah, ya veo -dijo-. Espera, ¿quieres? Tengo otro plan.

Me estaba volviendo fanático de los planes de Amanda. Ella se puso su bikini leopardo y yo me puse el bañador y fuimos a una piscina que había en el centro del jardín principal. Seguí a Amanda, me zambullí y oí -incrédulamente- música bajo el agua.

De vuelta en nuestra habitación, le quité el bikini y ella se encaramó sobre mí, ciñéndome la cintura con las piernas. Caminé hasta la ducha y pocos minutos después nos dejamos caer en la cama, donde hicimos el amor apasionadamente. Luego descansamos, y Amanda se durmió apoyada en mi pecho con las rodillas apoyadas contra mi costado. Por primera vez en semanas dormí profundamente, sin que ninguna pesadilla sangrienta me despertara sobresaltado.

Al caer el sol, Amanda se puso un vestido negro y se recogió el cabello hacia arriba, recordándome a Audrey Hepburn. Bajamos por la sinuosa escalera al Bella Vista, y nos condujeron a una mesa cerca del fuego. El suelo era de mármol, las paredes tenían paneles de caoba, y la vista del oleaje encrespado valía mil millones de dólares. El techo de cristal mostraba un poniente color cobalto sobre nuestras cabezas.

Eché una ojeada al menú y lo dejé cuando se acercó el camarero. Amanda pidió para los dos.

Volví a sonreír. Amanda Diaz sabía cómo rescatar un día que se iba a pique y crear recuerdos que pudieran acompañarnos hasta la vejez.

Iniciamos nuestra cena de cinco estrellas con escalopes gigantes salteados, seguidos por una suculenta lubina glaseada con miel y cilantro, setas y guisantes. Luego el camarero trajo el menú de postres y champán helado.

Giré la botella para ver la etiqueta. Dom Perignon.

– No habrás pedido esto, ¿verdad, Amanda? Cuesta trescientos dólares.

– No he sido yo. Debe de ser el champán de otro.

Cogí la tarjeta que el camarero había dejado en la bandeja de plata. Leí: «Invito a Dom Perignon. Champán de primera. Saludos, H. B.»

Henri Benoit.

Un escalofrío me bajó por la espalda. ¿Cómo había sabido ese cabrón dónde estábamos cuando ni siquiera yo sabía adónde íbamos?

Me puse de pie, tumbando la silla. Giré en redondo en una y otra dirección. Escruté cada rostro del restaurante; el viejo de patillas largas, el turista calvo con el tenedor suspendido sobre el plato, los recién casados que aguardaban en la entrada, cada uno de los camareros.

¿Dónde estaba? ¿Dónde?

Mi cuerpo bloqueaba a Amanda y sentí que el grito me raspaba la garganta:

– ¡Henri, maldito bastardo! ¡Déjate ver!

96

Después de la escena en el comedor, eché la llave a la puerta de nuestra suite y puse la cadena, revisé los cerrojos de las ventanas y corrí las cortinas. No había llevado mi pistola, un error garrafal que no volvería a cometer.

Amanda estaba pálida y trémula cuando me senté en la cama junto a ella.

– ¿Quién sabía que veníamos aquí? -le pregunté.

– He hecho la reserva esta mañana, cuando he ido a casa para recoger unas cosas. Eso es todo.

– ¿Estás segura?

– Ah, me olvidaba: también he llamado al número privado de Henri.

– Hablo en serio. ¿Has hablado con alguien cuando has salido esta mañana? Piénsalo, Amanda. Él sabía que estaríamos aquí.