«Tengo unas horas para ti.»
El valor de esos relojes sumaba cien mil euros. Pero el riesgo no valía la pena. Los dejó sobre la mesilla. Una buena propina para la camarera.
Gina había utilizado su tarjeta de crédito, así que Henri salió de la habitación y cerró la puerta. Abandonó del hotel tranquilamente, subió a su coche alquilado y se dirigió al aeropuerto.
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El domingo por la tarde estaba de vuelta en mi bunker, de vuelta en mi libro. En el armario tenía comida basura para un mes y estaba decidido a terminar el bosquejo de capítulos ampliado para Zagami, que lo esperaba en su e-mail por la mañana.
A las siete encendí la televisión. Acababa de empezar 60 Minutos y los homicidios de Barbados eran el principal titular.
«Los expertos forenses -comentaba Morley Safer- dicen que las muertes de Wendy Emerson y Sara Russo, combinadas con los cinco homicidios de Maui, forman parte de una serie de asesinatos sádicos y brutales cuyo fin no se adivina. En este momento, policías de todo el mundo vuelven a examinar casos de homicidio sin resolver, buscando cualquier pista que pueda conducir a un asesino en serie que no haya dejado testigos conocidos, víctimas vivas, ni una huella de sí mismo. Bob Simon, corresponsal de la CBS, habló con algunos de esos policías.»
Aparecieron vídeos en la pantalla.
Miré a policías retirados entrevistados en su hogar y me asombró su expresión lúgubre y voz trémula. Uno tenía lágrimas en los ojos mientras enseñaba fotos de una niña de doce años cuyo asesino nunca había sido descubierto.
Apagué el televisor y grité tapándome la boca.
Henri estaba vivo en mi mente, en el pasado, el presente y el futuro. Yo conocía sus métodos y sus víctimas y ahora adaptaba mi estilo a la cadencia de su voz. A veces, y esto me asustaba de veras, pensaba que era él.
Abrí una cerveza y la empiné frente a la nevera abierta. Luego regresé al ordenador. Revisé mi correo, algo que no hacía desde el fin de semana con Amanda. Abrí una docena de mensajes antes de llegar al marcado como «¿Todos satisfechos?». Tenía un archivo adjunto.
Mis dedos se paralizaron sobre el teclado. No reconocía la dirección del remitente, pero parpadeé ante el encabezado antes de abrir el mensaje: «Ben, sigo trabajando con frenesí. ¿Y tú?» La firma era H. B.
Toqué la cinta adhesiva pegada a mi costado izquierdo y palpé el adminículo que enviaba mi posición al ordenador de Henri.
Luego descargué el archivo adjunto.
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El vídeo se iniciaba con un estallido de luz y un primer plano de la cara digitalmente distorsionada de Henri. Se volvía y caminaba hacia una cama con baldaquino de lo que parecía la habitación de un hotel exclusivo. Reparé en el exquisito mobiliario, la tradicional flor de lis que se repetía en los cortinajes, la alfombra y la tapicería.
Miré la cama, donde vi a una mujer desnuda tendida de bruces, estirando las manos, tirando de los cordeles que le sujetaban las muñecas al cabezal.
«Oh, no -pensé-. Aquí vamos de nuevo.»
Henri se metió en la cama con ella y ambos hablaron con tono displicente. No pude distinguir lo que decían hasta que ella alzó la voz para pedirle que la desatara.
Algo era diferente esta vez.
Me llamó la atención que ella no manifestara temor. ¿Era muy buena actriz? ¿O aún no sospechaba cuál era la culminación del número?
Detuve el vídeo con el botón de pausa.
Evoqué con nítido detalle el vídeo de noventa segundos que mostraba la ejecución de Kim McDaniels. Nunca olvidaría la expresión de Kim después de la muerte, como si aún sufriera el dolor aunque su cabeza ya estuviese separada del cuerpo.
No quería añadir otra producción de Henri Benoit a mi lista mental.
No quería ver eso.
Abajo era una típica noche de domingo en la calle Traction. Un guitarrista callejero tocaba Oh, Domino y los turistas aplaudían, los neumáticos de los coches suspiraban al pasar frente a mi ventana. Semanas atrás, en una noche así, habría bajado para beber un par de cervezas en Moe's.
Ojalá pudiera hacerlo ahora. Pero no podía alejarme.
Pulsé PLAY y miré las imágenes que se movían en la pantalla: Henri diciéndole a la mujer que ella sólo pensaba en su propio placer. «Siempre hay un precio.» Cogía el mando a distancia y encendía el televisor.
Después de la pantalla de bienvenida, un locutor de la BBC World dio un informe deportivo, en general fútbol. Siguió otro locutor con un resumen de varios mercados financieros internacionales, luego la noticia sobre las dos chicas asesinadas en Barbados.
En la pantalla, Henri apagó la televisión. Se montó a horcajadas sobre el cuerpo desnudo de la mujer, le apoyó las manos en el cuello. Su mirada era intensa y tuve la certeza de que la estrangularía, pero cambió de parecer.
Le desató las muñecas y yo exhalé, me enjugué los ojos con las palmas. La dejaba en libertad. ¿Por qué?
«Sabía que no podías hacerlo», le dijo la mujer a Henri. Hablaba en inglés, pero con acento italiano.
¿Era Gina?
Se levantó de la cama, se acercó a la cámara y guiñó el ojo. Era una bonita morena que frisaba los cuarenta. Se dirigió a una habitación contigua, quizás el baño.
Henri se levantó también y sacó una pistola de la bolsa. Parecía una Ruger de 9 mm con un silenciador acoplado al cañón. Siguió a la mujer y salió del cuadro visual.
Oí una conversación lejana, luego el zumbido del arma disparando con el silenciador. Una sombra pasó por el umbral. Hubo un golpe blando, otros dos disparos ahogados, ruido de agua.
Salvo por la cama vacía, fue todo lo que vi y oí hasta que la pantalla se fundió en negro.
Me temblaban las manos cuando volví a pasar el vídeo. Esta vez buscaba un detalle que me indicara dónde estaba Henri cuando había matado a esa mujer. En el tercer visionado, reparé en algo que me había pasado por alto. Detuve la acción cuando Henri encendía el televisor. Amplié la imagen y leí la pantalla de bienvenida con el nombre del hotel en la parte superior del menú.
Estaba filmada en ángulo y era difícil distinguir las letras, pero las anoté y luego busqué en Internet para ver si ese lugar existía.
Existía.
El Château de Mirambeau estaba en Francia, en la región vitivinícola cercana a Burdeos. Lo habían edificado sobre los cimientos de un fuerte medieval construido en el siglo XI, y en el siglo XIX lo habían reconstruido y transformado en hotel exclusivo. Las fotos del sitio web mostraban campos de girasoles, viñedos y el Château, un intrincado y feérico edificio de piedra abovedada, coronado con torres que rodeaban el patio y los jardines.
Hice otra búsqueda, encontré los resultados del fútbol y los cierres de mercado que había visto en la televisión de la habitación de Henri. Comprendí que el vídeo se había filmado el viernes, la misma noche en que Amanda había traído pollos de Cornualles y yo me había enterado de la muerte de Sara y Wendy.
Me apoyé la mano sobre la venda de la cadera y sentí el latido de mi corazón. Ahora todo estaba claro.
Dos días atrás Henri estaba en Francia, a cien kilómetros de París. La semana entrante comenzaba septiembre. Henri me había dicho que a veces iba a París en septiembre.
Yo creía saber dónde se alojaba.
101
Cerré la tapa del ordenador, como si así pudiera apagar las imágenes que Henri había activado en mi imaginación.
Luego llamé a Amanda. Hablé deprisa mientras arrojaba ropa a una maleta.
– Henri me envió un vídeo -le dije-. Parece que mató a Gina Prazzi. Quizás esté haciendo limpieza. Liberándose de la gente que lo conoce y sabe lo que ha hecho. Así que debemos preguntarnos qué hará con nosotros cuando el libro esté terminado.
Le describí mi plan y ella puso objeciones, pero yo tuve la última palabra.