– Por favor, Ben, llama a la policía.
– Cariño, insisto: no pueden protegerme. Nadie puede protegernos de Henri. Promételo.
A regañadientes, Amanda alzó la mano y extendió tres dedos en el saludo de las niñas exploradoras. Echó el cerrojo cuando yo salí.
Había hecho mis deberes. Había un puñado de hoteles de primera clase en París. Era posible que Henri se alojara en el Georges V o el Plaza Athenée. Pero aposté por mi corazonada.
Fue una tranquila caminata de veinte minutos hasta el hotel Ritz de la Place Vendôme.
106
Henri hizo crujir los nudillos en el asiento trasero del taxi Mercedes que lo llevaba desde Orly hasta la Rue du Rivoli, y de allí a la Place Vendôme. Estaba hambriento e irritado y el ridículo tráfico se arrastraba por el Pont Royal en la Rue des Pyramides.
Mientras el taxi se detenía ante un semáforo en rojo, Henri sacudió la cabeza, pensando una vez más en el error que había cometido, un fallo de aficionado, no saber que Jan van der Heuvel no estaría en la ciudad cuando visitó Ámsterdam ese día. En vez de largarse de inmediato, había tomado una decisión impulsiva, algo muy raro en él.
Sabía que el holandés tenía una secretaria. La había conocido y sabía que ella cerraría la oficina de su jefe al final de la jornada.
Así que había observado, esperando que Mieke Helsloot, con su cuerpecito apetecible, su falda corta y sus botas echara la llave a la puerta de la oficina a las cinco. Luego la había seguido en el intenso silencio del barrio de los canales. Sólo el tañido de las campanas de una iglesia y el graznido de las aves marinas rompían el silencio.
La siguió sigilosamente, a pocos metros, cruzó el canal detrás de ella, enfiló una tortuosa calle lateral, y entonces la llamó por su nombre. Ella se dio la vuelta. Él se disculpó de inmediato, la alcanzó, dijo que la había visto salir de la oficina y había tratado de alcanzarla en el último par de calles.
– Trabajo con el señor Van der Heuvel en un proyecto confidencial -le había dicho-. Me recuerdas, ¿verdad, Mieke? Soy monsieur Benoit. Una vez nos presentaron en la oficina.
– Sí-dijo ella dubitativamente-. Pero no sé en qué puedo ayudarle. El señor Van der Heuvel regresará mañana…
Henri le dijo que había perdido el número del móvil de Van der Heuvel, y que sería una ayuda si pudiera explicarle que había anotado mal la fecha de su reunión. Y continuó con su historia hasta que Mieke Helsloot se detuvo ante la puerta de su apartamento.
Ella sostuvo la llave en la mano con impaciencia, pero en su cortesía y su voluntad de ayudar a su jefe, lo dejó entrar para que llamara a Van der Heuvel.
Henri se lo agradeció, ocupó la única silla tapizada del apartamento de dos habitaciones, situada bajo una escalera, y esperó el momento apropiado para matarla.
Mientras la chica limpiaba dos vasos, Henri echó un vistazo a los anaqueles abarrotados de libros, las revistas de moda, el espejo sobre el hogar casi totalmente cubierto de fotos enmarcadas de su apuesto novio.
Luego, cuando comprendió lo que él iba a hacerle, ella gimió y suplicó, pidió por favor, dijo que no había hecho ningún mal a nadie, que nunca contaría ese episodio a nadie pero que por favor no le hiciera daño.
– Lo lamento. No es por ti, Mieke -repuso él-. Es por tu jefe. Es un hombre muy pérfido.
– Entonces, ¿por qué me hace esto a mí?
– Bien, es el día de suerte de Jan, ¿entiendes? No estaba en la ciudad.
Henri le ató los brazos a la espalda con un cordón de las botas, y empezó a desabrocharse el cinturón.
– Eso no, por favor -le rogó ella-. Estoy a punto de casarme.
No la había violado. No estaba de ánimo después de despachar a Gina. Así que le había dicho que pensara en algo bonito. Era importante tener buenos pensamientos en los últimos momentos de la vida.
Le rodeó la garganta con el cordón de la otra bota y apretó, apoyándole la rodilla en la espalda hasta que ella dejó de respirar. El cordón encerado era resistente como alambre. Abrió un tajo en el delgado cuello y ella sangró mientras expiraba. Luego acostó el cuerpo de la bonita muchacha bajo las mantas y le palmeó la mejilla.
Ahora pensaba que se había enfadado tanto consigo mismo por no encontrar a Jan que ni siquiera se le había ocurrido filmar esa muerte.
Pero Jan entendería el mensaje.
Era grato pensar en eso.
107
En medio del interminable atasco, Henri pensó en Gina Prazzi, recordando cómo sus ojos se habían agrandado cuando él le disparó, preguntándose si ella había entendido lo que él hacía. Era algo muy significativo. Gina había sido la primera persona que mataba por satisfacción personal desde que había estrangulado a aquella chica en el remolque veinticinco años atrás.
Y ahora había matado a Mieke por la misma razón, no por dinero.
Algo estaba cambiando en su interior.
Era como una luz que se filtrara bajo la puerta, y él no podía abrirla de par en par para ver el brillo cegador, ni tapiar el resquicio y escapar.
Ahora se multiplicaban los cláxones y notó que el taxi había llegado a la intersección de Pyramides y Rivoli, y se había detenido de nuevo. El conductor apagó el aire acondicionado y abrió las ventanillas para ahorrar gasolina.
Irritado, Henri se inclinó hacia delante y golpeó la mampara.
El conductor interrumpió su charla telefónica por el móvil para explicarle que la calle estaba abarrotada a causa de la comitiva del presidente francés, que acababa de salir del Elysée para dirigirse a la Asamblea Nacional.
– Yo no puedo hacer nada, monsieur. Relájese.
– ¿Cuánto tardaremos? -Quizás otros quince minutos. ¿Cómo saberlo?
Henri se enfureció aún más consigo mismo. Había sido estúpido ir a París como una suerte de epílogo irónico a la muerte de Gina. No sólo estúpido sino autocomplaciente, o quizás autodestructivo. ¿Era eso? «¿Resulta que ahora quiero que me pillen?»
Observó la calle por la ventanilla abierta, ansiando que la absurda caravana de políticos pasara de una vez, cuando oyó risas en una brasserie de la esquina.
Miró hacia allí.
Un hombre con chaqueta azul, jersey rosado y pantalones caqui, un americano, por supuesto, le hacía una cómica reverencia a una joven con suéter azul. La gente que los rodeaba se puso a aplaudir y Henri miró con mayor atención. El hombre le resultaba conocido. Su mente se paró en seco.
No dio crédito. Quiso preguntarle al conductor si él veía lo mismo. ¿Eran Ben Hawkins y Amanda Diaz? «Porque me parece que me he vuelto loco.»
Entonces Hawkins movió la silla de metal, la hizo girar, sentándose de frente a la calle, y Henri no tuvo más dudas. Era Ben. La última vez que había mirado el rastreador, Hawkins y la chica estaban en Los Ángeles.
Repasó el fin de semana hasta la noche del sábado, después de la muerte de Gina. Había enviado el vídeo a Ben, pero no había comprobado el rastreador GPS. No lo había hecho en un par de días.
¿Ben lo había descubierto y había tirado el chip?
Por un instante tuvo una sensación totalmente nueva para éclass="underline" sintió miedo. Miedo de volverse chapucero, de distender su rígida disciplina, de perder la compostura. No podía permitir que ocurriera.
Nunca más.
Henri ladró que no podía esperar más. Pasó unos billetes al conductor, cogió la maleta y el maletín y se apeó.
Caminó entre los coches hacia la acera. Moviéndose deprisa, se agazapó en un recoveco entre dos tiendas, a sólo diez metros de la brasserie.
Observó con el corazón palpitante mientras Ben y Amanda se marchaban del restaurante caminando del brazo por Rivoli. Dejó que se adelantaran y los siguió, manteniéndolos a la vista hasta que llegaron al Singe Vert, un hotelucho de la Place André Malraux.