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Amanda estaba amordazada. Tenía los ojos desencajados, y sofocaba un grito.

El hombre negro me sonrió, la apretó con más fuerza y apuntó el arma hacia mí.

– Amanda -dijo-, mira quién ha llegado. Hemos esperado mucho tiempo, ¿verdad, cariño? Pero ha sido divertido, ¿no?

Todas las piezas del rompecabezas encajaron: los guantes azules, el tono conocido, la cara detrás de los ojos oscuros, el maquillaje. Esta vez no me equivocaba. Había oído esa voz durante horas, directamente en mi oído. Era Henri. Pero ¿cómo nos había encontrado?

Mi mente se disparó en cien direcciones al mismo tiempo.

Yo había ido a París por miedo. Pero ahora que Henri me visitaba, ya no sentía más temor. Sentía furia, y mis venas bombeaban adrenalina pura, la clase de adrenalina que permite que un bebé levante un coche, el torrente que puede impulsarte a correr hacia un edificio en llamas.

Saqué el revólver y lo amartillé.

– Suéltala -ordené.

Supongo que él no creía que le dispararía. Henri sonrió socarronamente.

– Deja el arma, Ben. Sólo quiero hablar.

Caminé hacia aquel maníaco y le apoyé el cañón en la frente. Él sonrió y un diente de oro centelleó, parte de su último disfraz. Disparé en el mismo instante en que me dio un rodillazo en el muslo. Caí contra un escritorio, cuyas patas de madera se astillaron mientras me desplomaba.

Temí haber herido a Amanda, pero vi que el brazo de Henri sangraba y oí el ruido de su arma deslizándose por el parquet del suelo. Le dio un empellón a Amanda, que cayó sobre mí. La aparté, y mientras trataba de incorporarme, Henri me apoyó el pie en la muñeca, mirándome con desdén.

– ¿Por qué no te limitaste a hacer tu trabajo, Ben? Si hubieras cumplido, no tendríamos este pequeño contratiempo, pero ahora no puedo fiarme de ti. Lástima que no he traído la cámara.

Se agachó, me retorció los dedos hacia atrás y me arrebató el revólver. Luego me apuntó, y después a Amanda.

– Bien, ¿quién quiere morir primero? ¿Vous o vous?

111

Todo se puso blanco ante mis ojos. Era el final, sin duda. Amanda y yo íbamos a morir. Sentí el aliento de Henri en la cara mientras me apretaba el cañón del 38 en el ojo derecho. Amanda trató de gritar a pesar de la mordaza.

– Cierra el pico -ladró Henri.

Ella obedeció.

Mis ojos lagrimearon. Quizá fuera el dolor, o la triste certeza de saber que no volvería a ver a Amanda. Que ella moriría también. Que nuestro hijo no nacería.

Henri disparó a la alfombra, junto a mi oído, ensordeciéndome. Luego tiró de mi cabeza y me gritó al oído.

– ¡Escribe el maldito libro, Ben! Vete a casa y haz tu trabajo. Llamaré todas las noches a Los Ángeles y, si no atiendes el teléfono, te encontraré. Sabes que te encontraré, y os prometo a ambos que no tendréis una segunda oportunidad.

Apartó el revólver de mi cara. Cogió una bolsa y un maletín con el brazo sano y dio un portazo al salir. Oí sus pasos alejarse por la escalera.

Me volví hacia Amanda. La mordaza era una funda de almohada metida en su boca, anudada sobre la nuca. Tiré del nudo con dedos trémulos, y cuando ella quedó libre la abracé y la mecí suavemente.

– ¿Estás bien, cariño? ¿Te ha hecho daño?

Ella lloraba y balbuceaba que estaba bien.

– ¿Estás segura?

– Vete -dijo-. Sé que quieres seguirlo.

Me arrastré, tanteando los bordes ondulados de aquella abarrotada colección de muebles antiguos.

– Sabes que tengo que ir -dije-. De lo contrario seguirá vigilándonos.

Encontré la Ruger de Henri bajo la cómoda y la empuñé. Abrí el picaporte ensangrentado y le dije a Amanda que regresaría pronto.

Apoyándome en el balaustre, caminé hasta disipar el dolor del muslo mientras bajaba la escalera, tratando de darme prisa, sabiendo que tenía que matar a Henri.

112

El cielo estaba negro, pero las farolas de la calle y el vasto y siempre reservado Hotel du Louvre acababan de transformar la noche en día. Los dos hoteles estaban a pocos cientos de metros de las Tullerías, el inmenso parque que se extiende frente al Louvre.

Esa semana había una especie de festejo; juegos, carreras, música umpapa, no faltaba nada. A las nueve y media, turistas mareados y personas con niños salieron a la acera, añadiendo su risa estentórea a los estampidos de los fuegos artificiales y los cláxones de los coches. Me recordó una escena de una película francesa que había visto en alguna parte.

Seguí un delgado hilillo de sangre hasta la calle, pero desapareció a pocos metros de la puerta. Henri había vuelto a esfumarse. ¿Se había ocultado en el Hotel du Louvre? ¿Había tenido suerte y encontrado un taxi?

Estaba mirando la muchedumbre cuando oí sirenas en la Place André Malraux. Obviamente, alguien había denunciado disparos. Además, me habían visto correr con un arma en la mano.

Dejé la Ruger de Henri en un macetón frente al Hotel du Louvre. Luego entré cojeando en el vestíbulo del Singe Vert, me senté en un sofá y esperé la llegada de los agents de police.

Tendría que explicarles quién era Henri y todo lo demás.

Me pregunté qué diantres les diría.

113

Las sirenas eran cada vez más estridentes, los hombros y el cuello se me pusieron rígidos, pero el gemido ululante pasó de largo y continuó hacia las Tullerías. Cuando tuve la certeza de que había terminado, subí la escalera como un viejo. Llamé a la puerta de nuestra habitación.

– Amanda, soy yo. Estoy solo. Puedes abrir.

Abrió segundos después. Tenía la cara surcada de lágrimas, y la mordaza le había dejado magulladuras en las comisuras de la boca. La acuné entre mis brazos y ella se apoyó en mí, sollozando como una niña inconsolable.

La mecí largo rato. Luego la desvestí, me quité la ropa y la ayudé a acostarse. Apagué la luz del techo, dejando sólo una pequeña lámpara sobre la mesilla. Me deslicé bajo las mantas y abracé a Amanda. Ella apretó la cara contra mi pecho, se pegó a mi cuerpo con brazos y piernas.

– Háblame, cariño -le dije-. Cuéntame todo.

– Él ha llamado a la puerta. Ha dicho que traía flores. ¿Te imaginas un truco más simple? Pero le he creído, Ben.

– ¿Ha dicho que yo las enviaba?

– Eso creo. Sí, eso dijo.

– No sé cómo ha averiguado que estábamos aquí. ¿Cómo ha obtenido esa pista? No lo entiendo.

– Cuando he abierto la puerta, le ha dado una patada y me ha agarrado.

– Ojalá lo hubiera matado, Amanda.

– Yo no sabía quién era. Un hombre negro. Me ha inmovilizado los brazos a la espalda. Me ha dicho… Oh, esto me da náuseas -dijo, sollozando.

– ¿Qué ha dicho?

– «Te amo, Amanda.»

La escuchaba y oía ecos al mismo tiempo. Henri me había contado que amaba a Kim, que amaba a Julia. ¿Cuánto habría esperado Henri para demostrarle su amor a Amanda, violándola y estrangulándola con las manos enfundadas en aquellos guantes azules?

– Lo lamento -susurré-. Lo lamento mucho.

– Yo soy una idiota por haber venido aquí, Ben. Oh, Dios. ¿Cuánto tiempo ha estado aquí? ¿Tres horas? Soy yo quien lo lamenta. Hasta ahora no había entendido lo que habrás sufrido en esos tres días con él.

Rompió a llorar de nuevo y la calmé, le repetí que todo saldría bien.

– No lo sé, cariño -me dijo con voz tensa y ahogada-. ¿Por qué estás tan seguro?

Me levanté de la cama, abrí el ordenador portátil y reservé dos vuelos de regreso a Estados Unidos por la mañana.

114

Era medianoche y yo todavía me paseaba por la habitación. Tomé un par de Tylenol y volví a acostarme, pero no podía dormir. Ni siquiera lograba mantener los ojos cerrados más de unos segundos.