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El televisor era pequeño y viejo, pero lo encendí y sintonicé la CNN.

Miré los titulares y me erguí cuando una voz anunció:

«La policía no tiene sospechosos en el homicidio de Gina Prazzi, heredera de la fortuna de los Prazzi, magnates navieros. La hallaron asesinada hace veinticuatro horas en una habitación del exclusivo hotel francés Château de Mirambeau.»

Cuando la cara de Gina apareció en la pantalla, tuve la sensación de que la conocía íntimamente. La había visto pasar ante la cámara en un hotel, cuando ella no sabía que su vida estaba a punto de terminar.

Contemplé las declaraciones del comisionado de policía a la prensa. Tradujeron y repitieron sus palabras para los que acababan de sintonizar. La señorita Prazzi se había registrado en el Château de Mirambeau. Los empleados creían que había dos personas en la habitación, pero nadie había visto al otro huésped. La policía no divulgaría más información sobre el asesinato por el momento.

Era suficiente para mí. Yo conocía toda la historia, pero antes no sabía que Gina Prazzi era un nombre real, no un alias.

¿Qué otras mentiras me había dicho Henri? ¿Por qué motivo? ¿Por qué había mentido? ¿Para contarme la verdad?

Miré la pantalla.

«En los Países Bajos, una joven fue hallada asesinada esta mañana en Ámsterdam -decía el presentador-. Esta tragedia llama la atención de los criminólogos internacionales porque ciertos elementos recuerdan al homicidio de las dos jóvenes de Barbados, y también la muerte de las famosas modelos americanas asesinadas hace dos meses en Hawai.»

Subí el volumen mientras las caras aparecían en la pantalla: Sara Russo, Wendy Emerson, Kim McDaniels y Julia Winkler. Y una cara nueva, una joven llamada Mieke Helsloot.

«La señorita Helsloot, de veinticinco años, era la secretaria del célebre arquitecto Jan van der Heuvel, de Ámsterdam, que se hallaba en una reunión en Copenhague en el momento del homicidio. El señor Van der Heuvel ha sido entrevistado en su hotel hace unos minutos.»

Cielo santo. Yo conocía ese nombre.

La pantalla mostró a Van der Heuvel saliendo de su hotel de Copenhague, maleta en mano, los periodistas agolpados al pie de una escalera redonda. Tenía unos cuarenta años, cabello cano y rasgos angulosos. Parecía sinceramente conmocionado y asustado.

«Acabo de enterarme de esta terrible tragedia -declaró ante los micrófonos-. Estoy conmovido y dolorido. Mieke Helsloot era una joven correcta y decente, e ignoro por qué alguien querría hacerle algo tan espantoso. Es un día muy luctuoso. Mieke estaba a punto de casarse.»

Henri me había dicho que Jan van der Heuvel era el alias de un miembro de la Alianza; él lo llamaba «el holandés». Van der Heuvel era el sujeto que había acompañado a Henri y a Gina durante su viaje por la Riviera francesa.

Y ahora, a menos de un día de la muerte de Gina Prazzi, la secretaria de Van der Heuvel aparecía asesinada.

Si no hubiera sido policía, habría considerado que estas dos muertes eran mera coincidencia. Las mujeres eran diferentes y los crímenes habían ocurrido a cientos de kilómetros de distancia uno de otro. Pero ahora veía dos piezas más del rompecabezas, parte de un dibujo.

Henri había amado a Gina Prazzi, y la había matado. Odiaba a Jan van der Heuvel. Quizás había querido matarlo también, así que pensándolo bien… Quizás Henri no sabía que ese día Van der Heuvel estaba en Dinamarca.

Quizás había matado a la secretaria como sucedáneo.

115

Cuando desperté, la luz entraba por un ventanuco. Amanda yacía de costado, mirando hacia el otro lado, su largo pelo oscuro derramado sobre la almohada. Y de pronto me enfurecí al recordar a Henri con su cara ennegrecida, apuntando el arma a la cabeza de Amanda, los ojos desencajados de ella.

En ese momento no me importaba por qué Henri había matado, qué se proponía hacer, por qué el libro era tan importante para él ni por qué parecía estar perdiendo el control. Sólo me importaba una cosa: proteger a Amanda y al bebé.

Cogí mi reloj, vi que eran casi las siete y media. Sacudí suavemente el hombro de Amanda, que abrió los ojos. Jadeó, pero al ver mi cara el semblante se le demudó.

– Por un momento he pensado…

– ¿Que todo era un sueño?

– Sí.

Apoyé la cabeza en su vientre y ella me acarició el pelo.

– ¿Es la manita del bebé? -pregunté.

– Bobo… Tengo hambre.

Fingí que hablaba para el bebé y me hice bocina con las manos.

– Hola, Rorro. Soy papá -dije, como si esa diminuta combinación de nuestros ADN pudiera oírme.

Amanda lanzó una carcajada y me alegré de robarle una risa, pero yo lloré bajo la ducha cuando ella no me veía. Ojalá hubiera matado a Henri cuando lo tenía encañonado. Ojalá lo hubiera hecho. Entonces todo habría terminado.

Mantuve a Amanda cerca de mí mientras pagaba la cuenta en la recepción, y luego llamé un taxi para que nos llevara al aeropuerto Charles de Gaulle.

– ¿Cómo vamos a irnos a Los Ángeles justo ahora? -preguntó Amanda.

– No lo haremos.

Ella ladeó la cabeza y me miró sorprendida.

– ¿Y qué estamos haciendo?

Le dije lo que había decidido, le di una breve lista de nombres y números en el dorso de mi tarjeta, y añadí que alguien la recibiría cuando aterrizara el avión. Ella me escuchó, sin poner reparos cuando le dije que no me telefoneara ni enviara e-mails, nada. Sólo tenía que descansar y comer bien.

– Si te aburres, piensa en el vestido que querrás ponerte.

– Sabes que no uso vestidos.

– La excepción confirma la regla.

Saqué un bolígrafo de la funda del ordenador y dibujé una sortija sobre el anular izquierdo de Amanda, con líneas que salían de un gran diamante refulgente en el centro.

– Amanda Diaz, te amo de todo corazón. ¿Quieres casarte conmigo?

– Ben.

– Tú y el Rorro.

Lágrimas de felicidad le surcaron las mejillas. Me rodeó con los brazos y dijo «Sí, sí, sí», y juró que no se lavaría el anillo dibujado hasta que tuviera uno real.

En el aeropuerto desayunamos cruasanes de chocolate y café con leche, y cuando anunciaron el vuelo de Amanda la acompañé hasta donde pude. Entonces la abracé y ella lloró contra mi pecho hasta que yo también rompí a llorar. ¿Podía haber una situación más escalofriante? No lo creía. El temor a perder a alguien que amas tanto.

Una y otra vez besé su boca magullada. Si el amor contaba para algo, ella estaría a salvo. Y también nuestro bebé. Y yo volvería a ver a ambos.

Pero el pensamiento opuesto me atravesó como una lanza. Quizá nunca volviera a ver a Amanda. Aquello podía ser el fin para nosotros.

Me sequé los ojos con las palmas y seguí a Amanda con la mirada cuando cruzó el puesto de control. Ella se despidió con la mano y me lanzó besos antes de enfilar el largo pasillo.

Cuando ya no pude verla más, salí del aeropuerto, tomé un taxi a la Gare du Nord y abordé un tren de alta velocidad para Ámsterdam.

116

Cuatro horas después de abordar el tren en París, me apeé en la Centraal Station de Ámsterdam, donde llamé a Jan van der Heuvel desde un teléfono público. Antes de irme de París me había comunicado con él para pedirle una reunión urgente. Volvió a preguntarme por qué ese encuentro era tan urgente, y esta vez se lo dije.

– Henri Benoit me envió un vídeo que usted debería ver.

Hubo un largo silencio, hasta que me indicó cómo llegar a un puente que cruzaba el canal Keizersgracht, a pocas calles de la estación de trenes.

Encontré a Van der Heuvel junto a una farola, mirando el agua. Lo reconocí por la entrevista que le habían hecho en Copenhague, cuando los reporteros le preguntaban cómo se sentía después del crimen de Mieke Helsloot.