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La semana pasada, Gina me dijo que podríamos acallarlo con dinero, o hacerlo desaparecer. Es obvio que lo subestimó. Nunca me dijo cómo se ponía en contacto con él, así que se lo repito, Hawkins: ignoro el paradero de Henri. Es la verdad.

– Horst Werner firma los cheques de Henri, ¿verdad? Dígame cómo encontrar a Werner.

Van der Heuvel apagó el cigarrillo. Ya no sentía deleite. Me habló con gravedad, enfatizando cada palabra.

– Señor Hawkins, no le conviene conocer a Horst Werner. A usted menos que a nadie. A él no le gustará el libro de Henri. Hágame caso y no deje cabos sueltos. Borre los datos de su ordenador. Queme las cintas. Nunca mencione la Alianza ni a sus miembros ante nadie. Este consejo puede salvarle la vida.

Era demasiado tarde para borrar el disco duro. Le había enviado a Zagami las transcripciones de las entrevistas con Henri y el bosquejo del libro. En Nueva York, las transcripciones se habían fotocopiado y habían circulado entre los correctores y los consultores legales de Raven-Wofford. Los nombres de los miembros de la Alianza estaban en todo el manuscrito.

Traté de hacerme el recio.

– Si Werner me ayuda a mí, yo lo ayudaré a él.

– Tiene usted un ladrillo por cerebro, Hawkins. Escuche lo que le digo. Horst Werner es un hombre poderoso con brazos largos y puños de acero. Puede encontrarle dondequiera que usted esté. ¿Entiende, Hawkins? No tenga miedo de Henri, no es más que nuestro pequeño juguete de cuerda. Tenga miedo de Horst Werner.

119

Van der Heuvel puso un fin abrupto a nuestra reunión, y me despidió diciendo que debía tomar un vuelo.

Mi cabeza parecía una olla a presión a punto de estallar. La amenaza contra mí se había duplicado, una guerra en dos frentes: si no escribía el libro, Henri me mataría; si lo escribía, me mataría Werner.

Aún no había encontrado a Henri, y ahora debía impedir que Van der Heuvel le hablara a Werner del libro y de mí.

Saqué la Ruger de Henri de la funda del ordenador y encañoné al holandés.

– ¿Recuerda que le dije que no tenía interés en usted ni en la Alianza? -dije con la voz crispada por el miedo y la furia contenidos-. He cambiado de parecer. Tengo un gran interés.

Él me miró con desdén.

– Hawkins, si me mata se pasará el resto de su vida entre rejas. Y Henri seguirá suelto y viviendo a todo lujo en alguna parte del mundo.

– Quítese el abrigo -ordené, moviendo la pistola-, y todo lo demás.

– ¿A qué viene esto, Hawkins?

– Me gusta mirar. Ahora cierre el pico. Quítese toda la ropa. La camisa, los zapatos, los pantalones, todo.

– Usted es un auténtico imbécil -dijo, obedeciendo-.

¿De qué puede acusarme? ¿Un poco de pornografía en mi ordenador? Esto es Ámsterdam. No somos mojigatos como los americanos. No puede vincularme con nada de esto. ¿Me ha visto a mí en alguno de esos vídeos? No lo creo.

Aferré la pistola con ambas manos, encañonándolo, y cuando estuvo desnudo le dije que se apoyara contra la pared de cara a la misma. Luego le propiné un culatazo en la nuca, el mismo tratamiento que Henri me había dado a mí.

Dejándolo inconsciente en el suelo, recogí la corbata de la ropa amontonada en la silla y le maniaté las muñecas a la espalda.

Su ordenador estaba conectado a Internet y trabajé deprisa, adjuntando los vídeos de Henri Benoit a mensajes dirigidos a mi correo. ¿Qué más podía hacer? De la mesa cogí un marcador fluorescente y me lo metí en un bolsillo de la americana.

Luego recorrí el inmaculado loft de Van der Heuvel, que abarcaba toda la planta. El hombre cuidaba su vivienda. Tenía objetos hermosos. Libros caros. Dibujos. Fotografías. El guardarropa era como un museo de la indumentaria. Era indignante que un hombre tan ruin, tan depravado, pudiera llevar una vida tan lujosa y despreocupada.

Fui hasta la suntuosa cocina y encendí los hornillos de gas.

Arrojé servilletas y corbatas de doscientos dólares al fuego y cuando las llamas llegaron al techo, se activó el sistema antiincendios.

Una alarma vibró en la escalera y tuve la certeza de que otra alarma sonaría en un cuartel de bomberos cercano.

Mientras el agua anegaba los exquisitos suelos de madera, regresé a la sala principal, guardé ambos ordenadores y me los eché al hombro.

Luego abofeteé al holandés, lo llamé por su nombre y lo obligué a levantarse.

– ¡Arriba! ¡Levántese! ¡Vamos!

Pasé por alto sus preguntas mientras lo llevaba escalera abajo hasta la calle. El humo brotaba por las ventanas y, tal como esperaba, una multitud de mirones y curiosos se había congregado delante de la casa; hombres y mujeres bien vestidos, viejos y niños con bicicletas que la ciudad ofrecía gratis a los residentes.

Obligué a Van der Heuvel a sentarse en el bordillo y destapé el marcador. «Asesino», le escribí en la frente. Él le habló a la multitud con voz estridente. Estaba rogando, pero la única palabra que le entendí fue «policía». Comenzaron a aparecer teléfonos móviles.

Pronto aullaron las sirenas, y cuando se aproximaron yo quería ulular con ellas. Pero mantuve la pistola de Henri apuntada a Van der Heuvel y esperé la llegada de la policía.

Cuando llegaron, dejé la Ruger en la acera y señalé la frente de Van der Heuvel.

120

Suiza.

Dos policías iban en el asiento delantero y yo iba en el trasero de un coche que se dirigía velozmente hacia Wengen, una localidad alpina que parecía de juguete, a la sombra del Eiger.

Mientras el coche serpeaba en las carreteras angostas y heladas, yo aferraba el reposabrazos, me inclinaba hacia delante y clavaba los ojos en el camino. No temía que el coche saltara por encima de un guardarraíl. Temía que no llegáramos a tiempo para detener a Horst Werner.

El ordenador de Van der Heuvel contenía su lista de contactos, y además de la lista completa de vídeos de Henri, yo había entregado mis transcripciones de sus confesiones en aquella caravana. Expliqué a la policía el vínculo entre Henri Benoit, asesino en serie a sueldo, y la gente que le pagaba.

La policía estaba eufórica.

Sólo habían reparado en el vínculo que unía a las víctimas de Henri (decenas de muertes horribles en Europa, América y Asia) después del crimen de las dos jóvenes de Barbados. Ahora la policía suiza confiaba en que Horst Werner entregara a Henri si se lo presionaba lo suficiente.

Mientras nos dirigíamos a la villa de Werner, agentes de la ley estrechaban el círculo sobre los miembros de la Alianza en diversos países. Deberían haber sido horas triunfales para mí, pero yo era presa del pánico. Había llamado a varios amigos, pero no había teléfonos en el lugar donde estaba Amanda. Ignoraba si pasarían horas o días hasta que pudiera saber si estaba a salvo. Y aunque Van der Heuvel había dicho que Henri era un juguete, yo tenía más pruebas que antes de su crueldad, su ingenio, su afán de venganza. Y finalmente entendí por qué Henri me había fichado para escribir el libro: quería que apresaran a sus titiriteros, los miembros de la Alianza, para librarse de ellos, para cambiar de nuevo su identidad y llevar una vida autónoma.

El coche frenó, y los neumáticos patinaron sobre el hielo y la gravilla hasta que se detuvo al pie de un muro de piedra. El muro protegía un complejo semejante a una fortaleza, erigido al pie de una colina.

Se oyeron portazos, el crepitar de las radios. Unidades especiales nos flanquearon, docenas de hombres con chaleco antibalas, armados con armas automáticas, lanzagranadas y equipo de alta tecnología que yo ni siquiera sabía nombrar.

A cincuenta metros, más allá de un campo nevado, estallaron cristales de ventana en una esquina de la villa. El tiroteo se incrementó y desde dentro nos devolvían el fuego; las granadas tronaban al explotar dentro de la finca.