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Cubiertos por el fuego de sus compañeros, varios agentes avanzaron hacia la villa y se oyó el rugido de la nieve que se desprendía de la empinada roca que había detrás de la fortaleza de Horst. Se oían gritos en alemán, más fuego de armas ligeras, y me imaginé el cadáver de Horst Werner saliendo en una camilla, el acto final de su caída.

Pero, si Horst Werner moría, ¿cómo encontraríamos a Henri?

La enorme puerta de la villa se abrió. Los hombres parapetados a ambos lados contra la pared apuntaron sus armas.

Y entonces lo vi.

Horst Werner -el engendro que Van der Heuvel había definido como un hombre de brazos largos y puños de acero, al que no me convenía conocer- salía de su morada de piedra. Era robusto y barbado, llevaba gafas con montura de oro y sobretodo azul, y aun con las manos entrelazadas encima de la cabeza tenía un porte confiado, casi diría militar.

Aquél era el libertino corrupto que lo dirigía todo, el mirón de mirones, el asesino de asesinos, el mago de una Oz infernal y pervertida.

Estaba con vida, y en manos de la policía.

121

Metieron a Werner en un vehículo blindado, y los policías suizos lo siguieron en caravana. Yo fui en otro coche con dos investigadores de la Interpol. Una hora después de la captura, llegamos a una comisaría y comenzó el interrogatorio del detenido.

Yo miraba ansiosamente desde un cuarto de observación cuya ventana-espejo mostraba la sala de interrogatorios.

Mientras Werner aguardaba la llegada de su abogado, su cara estaba perlada de sudor. Supe que habían subido la calefacción, que las patas delanteras de la silla de Werner eran más cortas que las traseras, y que el comisario Voelker, que lo interrogaba, no obtenía mucha información.

Un joven agente sentado detrás de mi silla me traducía.

– Herr Werner dice que no conoce a Henri Benoit, que no ha matado a nadie. Que él mira pero no hace nada.

Voelker salió un momento de la sala y regresó con un CD. Le habló a Werner y el intérprete me dijo que habían hallado ese disco dentro de un reproductor de DVD, junto con otros CD, en la biblioteca de Werner. El rostro de éste se demudó cuando Voelker insertó el disco en un reproductor.

¿Qué vídeo era ése? ¿El asesinato de Gina Prazzi? ¿Otra muerte perpetrada por Henri?

Moví la silla para ver el monitor y contuve la respiración.

En la pantalla había un hombre con la cabeza gacha. Podía verle desde la coronilla hasta la mitad de la camiseta. Cuando irguió la cara hinchada y ensangrentada, miró hacia otro lado, impidiendo que lo viera. Por ese breve atisbo, parecía rondar los treinta y carecer de rasgos distintivos. Era obvio que se estaba realizando un interrogatorio. Sentí una tensión extrema mientras observaba.

«Henri, di las palabras», dijo una voz en off.

Mi corazón dio un brinco. ¿Era él? ¿Habían capturado a Henri?

«Yo no soy Henri -respondió el cautivo-. Mi nombre es Antoine Pascal. Se han equivocado de hombre.»

«No es difícil pronunciarlas -repuso la voz-. Sólo di las palabras y quizá te soltemos.»

«Insisto, no me llamo Henri. Mi identificación está en mi bolsillo. Mire en mi cartera.»

El interrogador apareció ante la cámara. Aparentaba más de veinte años, de cabello oscuro, y en el cuello tenía tatuada una telaraña que ascendía hasta la mejilla izquierda. Ajustó el objetivo para obtener una toma amplia de un cuartucho desnudo y sin ventanas, un sótano alumbrado por una bombilla. El cautivo estaba amarrado a una silla.

«De acuerdo, Antoine -le dijo el hombre del tatuaje-. Hemos visto tu identificación y admiramos tu capacidad para transformarte en otra persona. Pero me estoy cansando del juego. Pronuncia las puñeteras palabras de una vez. Contaré hasta tres.»

El hombre del tatuaje empuñaba un largo cuchillo dentado con el que le golpeó el muslo mientras contaba.

«El tiempo se acaba -dijo-. Creo que esto es lo que siempre quisiste, Henri. Conocer ese momento entre la vida y la muerte. ¿Correcto?»

La voz del cautivo me resultaba familiar, y también la expresión de sus ojos claros y grises. Era Henri. De pronto lo supe.

Me embargó el horror cuando comprendí lo que sucedería. Quise gritarle a Henri, expresar una emoción que yo mismo no entendía. Había estado dispuesto a matarlo, pero no soportaba aquello. No podía limitarme a mirar.

Henri soltó un escupitajo contra el objetivo y el hombre del tatuaje le aferró un mechón de pelo castaño. Tiró del cuello hasta tensarlo.

«¡Pronuncia las palabras!», aulló.

Y a continuación le asestó tres vigorosos cuchillazos en la nuca, separando de los hombros la cabeza de Henri.

Borbotones de sangre salpicaron a Henri, a su verdugo, la lente de la cámara.

«Henri. ¿Me oyes, Henri?», preguntó el verdugo, y acercó la cabeza cortada a la cámara.

Me aparté del cristal, pero no pude dejar de mirar el vídeo. Me parecía que Henri me clavaba los ojos a través del monitor. Aún los tenía abiertos. Y de repente parpadeó. De veras. Parpadeó.

El verdugo se inclinó ante la cámara; su barbilla goteaba sangre y sudor.

«¿Todos satisfechos?», dijo sonriendo con satisfacción.

122

Se me hizo un nudo en la garganta y temblaba espasmódicamente, sudando. Me aliviaba que Henri hubiera muerto, pero al mismo tiempo mi sangre gritaba en mis arterias. Me aterraban las imágenes morbosas e indelebles que acababan de grabarme en el cerebro.

Dentro de la sala de interrogatorios, la expresión impávida de Horst Werner no había cambiado, pero alzó la cara y sonrió dulcemente cuando se abrió la puerta y entró un hombre de traje oscuro que le apoyó una mano en el hombro.

Mi intérprete confirmó mi intuición: había llegado el abogado de Werner.

La conversación entre el abogado y el comisario Voelker fue un breve y áspero cruce de palabras que se resumía en un hecho inapelable: no había pruebas suficientes para retener a Werner.

Me quedé pasmado viendo cómo Werner salía de la sala con su abogado. Libre.

Un momento después, Voelker se reunió conmigo en el cuarto de observación y me dijo que aún no había terminado. Ya se habían obtenido órdenes judiciales para inspeccionar los datos bancarios y telefónicos de Werner. Presionarían a los miembros de la Alianza allá donde estuvieran, aseguró. Sólo era cuestión de tiempo, y acabarían encerrando a Werner. La Interpol y el FBI ya trabajaban en el caso.

Salí de la comisaría con las piernas flojas, pero disfruté del aire puro y la luz diurna. Un coche aguardaba para llevarme al aeropuerto. Le dije al chófer que se diera prisa. Encendió el motor y subió el cristal de la mampara, pero tras arrancar mantuvo una velocidad moderada.

En mi cabeza, Van der Heuvel decía: «Tenga miedo de Horst Werner.» Y vaya si tenía miedo. Werner se enteraría de que yo había hecho transcripciones de la confesión de Henri. Se podían usar como prueba contra él y los Mirones. Yo había reemplazado a Henri como el gran testigo, el que podía arruinar a Werner y a los demás con acusaciones de asesinato múltiple.

Mi cerebro cruzaba continentes. Golpeé la mampara. -Más aprisa -le grité al conductor-. Vaya más aprisa.

Tenía que llegar hasta Amanda en avión, en helicóptero, en lo que fuera. Tenía que llegar el primero. Teníamos que ocultarnos. No sabía por cuánto tiempo, ni me importaba.

Sabía lo que haría Horst Werner si nos encontraba.

Lo sabía.

Y no podía dejar de preguntarme otra cosa: ¿Henri estaba muerto de verdad?

¿Qué había visto en la comisaría?

Aquel parpadeo, ¿era un guiño? ¿Aquella filmación era una de sus artimañas?

– Más aprisa.

EPÍLOGO

por Benjamín Hawkins

Carta a mis lectores